jueves, 21 de mayo de 2009

Alicia en el país de las maravillas (I)

INTRODUCCIÓN

Alicia estaba sentada en el espacioso sillón de su habitación. Él, Ramón, estaba tirado en el sofá, cerveza en mano, viendo la televisión. Ella sintió que flotaba en una ola de calor, amodorrada y laxa. Sucumbiendo a aquella sensación, dejó que el libro que tenía a medio leer se escurriera de sus manos y golpease el suelo con un ruido sordo que le descarriló de su ensimismamiento. Aprovechó la oportunidad para echar un breve vistado a su reflejo en el ahora oscuro cristal de la habitación. Esto le provocó un espasmo de repugnancia hacia sí misma antes de cambiar la posición de perfil por otra de frente, y meter hacia dentro la tripa. La nueva imagen medio le hizo olvidar aquella de la fofa barriga que estaba echando. Veía morbosamente ese gesto del espejo como señal de que su tiempo de vida se estaba acabando y no había hecho nada que mereciese realmente la pena. No tenía ni siquiera una vida satisfactoria, se decía a sí misma.
Viendo que el trabajo casero se acumulaba; tenía ropa que planchar, camas que hacer, habitaciones que ordenar, suelos que fregar y compras que hacer; sintió un ataque de ansiedad y corrió a la cocina, de donde sacó tres trufas de chocolate y se llenó la boca con ellas. A punto de desmayarse por la sensación de empalago, las empezó a masticar furiosamente. El truco consistía en consumirlas lo más rápidamente posible; al hacerlo así, tenía la impresión de que podía engañar al cuerpo, camelarlo así para asimilar las calorías como un todo compacto, haciéndolas pasar por dos pequeños bocados. Pero no, no era así. Semejante autoengaño resultaba insostenible cuando la infame y dulce pozoña alcanzaba el estómago. Podía sentir cómo su cuerpo descomponía con agonizante lentitud aquellos repugnantes tóxicos, realizando un meticuloso inventario de las calorías y toxinas presentes antes de distribuirlas entre aquellas partes del cuerpo donde más daño harían.
Sintió un breve acceso de culpabilidad, así que se deslizó lánguidamente hasta el baño, mientras se ponía de rodillas ante la taza del váter. Sintió aquella sensación mojada, fría y áspera en las rodillas, que le hacía estremecerse de tal manera que el sudor veraniego de la espalda podría pasar por una gruesa capa de escarcha penetrando como astillas heladas sobre su espalda: su marido había vuelto a mearse fuera. Asqueada, una ola de calor y odio la sobrevino, pero logró tragarla como si una pastilla fuese hasta lo más hondo de su ser; donde había estado almacenando todas las miserias de su vida, y sabía que algún día no cabrían más y su caja de Pandora reventaría. Sólo esperaba que lo hiciese en el momento adecuado. Habiendo apaciguado aquella oleada de escabrosos pensamientos, corrió a por la fregona y limpio la imprecisa meada. Después se volvió a poner de rodillas sobre la taza del váter, agarrándola con una mano y mientras introduciendo la otra en su esófago; lo cual le produjo una arcada que vació el contenido del estómago en la cañería.
Después corrió hacia el salón, donde le echó la bronca a su marido.
"¿Es que no puedes mirar cuando meas?"
"Lo siento", contestó su marido con impaciencia, cerveza en mano, sin apartar la mirada del fútbol y casi sin inmutarse: repitiendo una vez más aquella escena de falsas redenciones.

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