domingo, 31 de mayo de 2009

Tales from another broken home

Cuando entro a casa me doy cuenta de que algo va mal. Puede notarse en el ambiente. Al principio pensé que sólo era mi imaginación, pero no; caí en la cuenta de que no cuando vi todas aquellas maletas apiladas al lado de la puerta. Comencé a notar la sensación de desastre inminente, ese escalofrío que comienza con un cosquilleo en la nuca y termina con una sensación de estrechez en el estómago.
Me adentro en el salón y la veo a ella. Está guardando sus cosas en el bolso. Me dispongo a decirle algo, pero la angustia me paraliza. Entonces coge a Sofía en brazos y, cuando se dispone a salir, se tropieza con la mayor piedra con la que podría tropezarse todo ser humano:
-Cariño... ¿a dónde vas?
-A... a casa de mi hermano -dice entre casi sollozos-, ya sabes, últimamente las cosas no han marchado demasiado bien entre nosotros. Llevo cierto tiempo intentando decirtelo, pero no he encontrado el momento... indicado. Pensaba dejarte una nota...
En ese momento es como si todas las alegrías de mi cuerpo se compactaran formando una masa pastosa que se me acumula en la garganta, asfixiándome.
-Es que... ya sabes cómo están últimamente las cosas entre nosotros -se disculpa-, necesito tiempo para pensar.
El gesto de su rostro me indica sensación de culpa. Ay, no.
-¿Para cuánto tiempo y tal? Quiero decir, ¿cuándo volverías?
-Unos días... no lo sé.
Unos días. Por el tamaño de su equipaje, algo me dice que será para toda la vida.
-Cariño, por favor...
Intento decir "Por favor, no te vayas", pero de alguna manera las palabras se atrancan con la masa pastosa de mi garganta.
Ella sacude lentamente la cabeza, y coge el bolso. No voy a sacar nada con esas, no está dispuesta a hablar. Siento una gran crispación incubándose en mi interior que necesita salir al exterior, pero intento asfixiarla; no quiero montar una escenita delante de la niña. No, ella no se merece algo así.
La niña, Sofía, me mira y yo fuerzo una sonrisa para ella.
-Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme -dice, después de adelantarse un paso pero antes de encaminarse hacia la puerta.
Quiero estrecharla entre mis brazos y decirle que la quiero, y que siempre será así. Quiero decirle que se quede para siempre.
Pero no digo ni una palabra porque simplemente no puedo; sencillamente no puedo. Y tengo tantas que decirle... Pero soy incapaz de sacarme las palabras de la boca. Es como si fuese físicamente incapaz de hacerlo; la impotencia hace que todas las palabras que me gustaría decirle se me acumulen en la garganta. La impotencia... se va apoderando de mí, mientras observo cómo se dirigen hacia la puerta.
Cuando llega al marco la abre, y enconces se da la vuelta. Sofía me mira, me sonríe y me dice "Hasta mañana, papá", mientras yo logro dedicarle un adiós con la mano. Ella se dispone a decirme algo, va abriendo lentamente la boca, pero entonces se decide en contra y sale rápidamente por la puerta.
Y se han ido, joder, se han ido del todo.
Me asomo a la ventana y les veo bajar por la calle. Alejándose, alejándose de mí. Cuando se han perdido de vista, me desplomo sobre un sillón.
El gato, Cuki (le pusimos ese nombre porque lo eligió Sofía), se sube de un salto a mi regazo. Comienza a restregarse de manera cariñosa, le acaricio la piel y comienzo a llorar, con unos sollozos secos y sin lágrimas, como si padeciera de algún tipo de ataque.
Consigo retenerlas, mientras Cuki se acomoda en mí, hecho un ovillo sobre mis piernas. Lo cojo en brazos y lo abrazo.
-Cuki... eres lo único que me queda.

sábado, 30 de mayo de 2009

Mamada escabrosa

Así que entramos al baño, y me la saqué. A pesar del alcohol me sorprendí con una erección bajo los pantalones.
Me doy cuenta, por la expresión lasciva de su cara de que realmente le apetece, de que arde en deseos de complacerme porque pertenece a esa clase de mujeres. A mí, al tipo averiado, que siempre quiere complacer pero nunca en la vida lo conseguirá. Mi papel en la vida consiste en hacer teatro por la pura supervivencia de ésta: poner caras de falsa expresividad para detener los puños de algún otro tipo averiado. En engañar, en estafar, en manipular a la gente. Todo lo que tengo en la vida es esto: mi sorprendente naturalidad a la hora de mentir y fingir, nada forzada y muy convincente.
La verdad es real, por tanto, vulnerable. La mentira es invulnerable.

Ella se arrodilla, y me coge la polla con la mano, mientras que con la otra me estruja los testículos. Primero empieza humedeciéndomela con la lengua, pasándola alrededor de mi glande en suaves movimientos. Entonces aprieta esa grasienta cabeza contra mi entrepierna, se pone a chupar y es... como si nada. No está mal, pero odio la forma en que esos vidriosos ojos se levantan para hacer balance, intentando determinar si disfruto o no: concepto que resulta totalmente absurdo en esta situación.
Poso la mirada sobre ese cráneo gris, y esos ojos mortecinos que me miran furtivamente. Entonces reparo en esos grandes dientes, inscrustados en esas encías que no había visto antes, que han ido retrocediendo con el tiempo debido al consumo de crystal, la desnutrición y la ausencia total de cuidados dentales.
Por un instante separa su cara de mi entrepierna, y veo cómo una fina ebra de semen que unía su boca y mi polla se rompe, chorreándole por la barbilla. Se lo lame con una lengua viperina, de un color rojizo que casi alcanza el violeta, y con unas extrañas pústulas rojas.
Se aparta el pelo de la cara, dejando ver un rostro más que fúnebre, y vuelve a posar sus manos sobre mi cuerpo. Sólo entonces me fijo en sus delgados brazos, cubiertos de cicatrices de chutes, de esos que dejan una fea costra en la piel.
Es poco menos que un zombi; la gente parece mucho más atractiva bajo los efectos del alcohol y la intermitente luz fluorescente de una discoteca.
Entonces sigue chupando, mientras yo me siento como Frank West en Dead Rising. Frank se habría limitado a reducir ese cráneo quebradizo a una masa sanguinolenta y viscosa sin forma aparente, mientras que yo me conformo con sacarla antes de que me tiente hacer lo mismo, y mi cada vez más flácido pene quede hecho trizas sobre ese fétido lecho de dientes en descomposición.

viernes, 29 de mayo de 2009

Alicia en el país de las maravillas (IV)

ABANDONO

Ramón, acomodado desde su sofá en la última planta de su recién adquirida casa de tres pisos, marcó el número de la planta baja. Alicia lo cogió: "Cariño, cuando subas, súbeme unas cervezas".
Ella esperó a que se cortara la comunicación. Aquella situación era frecuente. Pero en esta ocasión algo se quebró en el interior de Alicia. Vio su vida con brutal claridad y, deteniéndose un instante para hacer un balance inmisericorde de su suerte, fue a la cocina y cogió para su marido seis latas de cerveza fría de la nevera. Alicia entró en la habitación con las cervezas, topándose con el acostumbrado olor a calcetines sucios. Normalmente habría protestado ligeramente dejándolas sobre la mesa de la habitación y dando un portazo al marcharse; pero ésta vez no, dio la vuelta a la mesa y las metió en el frigorífico que había detrás. "Gracias", gruñó Ramón con impaciencia, sin apartar la mirada de la caja tonta.

Al abandonar la habitación, Alicia fue al dormitorio, se subió a la cama para alcanzar hasta la cima del armario ropero, de donde sacó aquella vieja maleta. La hizo, lenta y meticulosamente, poniendo especial cuidado en no aplastar la ropa, y después bajó por las escaleras. Buscó un bolígrafo y un papel, y escribió una nota:

Querido Ramón:
Desde hace algún tiempo las cosas no han ido demasiado bien entre nosotros. Ha sido culpa mía, he soportado más de lo que debía soportar. Se fueron acumulando las miserias que me dejaste, hasta que no cupieron más. Sin culpas ni arrepentimientos, simplemente se acabó. Quédate con los bienes; el dinero, las casas, el coche, etcétera. No quiero nada, salvo no mantenerme en contacto contigo: eso sólo alimentaría una espiral de falsedades y más miserias. Aún así, quiero que sepas que no te guardo ningún rencor.
Alicia.

De repente notó una oleada de ira y escribió "PD: Todas las veces que lo hemos hecho han sido como una violación: áspera, forzada; no me han gustado nada." Tras leerlo, arrancó esa parte del folio. Sólo quería acabar; no quería entrar en eso.

Cogió un taxi hasta la estación, y se subió al primer tren que salía. Iba pensando en lo que iba a hacer, qué sería de su futuro. Hasta entonces siempre habían pintado su vida. Ahora se sentía limpia, airada, y libre: se sentía como con un lienzo nuevo, como si su anterior vida hubiese quedado atrás como un cuadro pintado con melancolía abandonado en una caverna. Ahora podría pintar ella su propia vida, empezando desde cero. O dejar que otra persona más adecuada lo pintase...
También pensaba en chicos. En chicos, no en hombres. Ya estaba harta de hombres; son los más niños de todos...

miércoles, 27 de mayo de 2009

Secuencias de la Segunda Guerra Mundial

NORMANDÍA, DÍA D
Los hombres saltaron en un agua que tenía una profundidad de entre tres y un metros, con una única idea en la cabeza: llegar a la playa de guijarros y buscar el dudoso refugio que ofrecían los primeros desniveles y los agujeros de bomba.
Pero bajo el peso de sus equipos, eran incapaces de correr en el agua profunda, sin protección de ninguna clase, se encontraron bajo el fuego de ametralladoras, morteros, bombarderos, y armas ligeras.
A algunos el pesado equipo les arrastraba hasta el fondo, impidiéndoles salir. Los pocos que conseguían llegar a la orilla, caían al borde del agua, a lo largo de toda la playa. Algunos morían en el acto, otros se lamentaban pidiendo ayuda médica, mientras la roja marea ascendente les sumergía implacablemente.

Mi sargento se debatía con la mirada perdida y la tez blanca entre la vida y la muerte, con la vista fija en ninguna parte y repitiendo una retahíla que ni el mismo entendía. Extremidades y viscosidades rojas estaban extendidas por toda la playa, mientras los pocos vivos que quedaban se arrastraban playa arriba, y los heridos gritaban de dolor y pidiendo ayuda.
El soldado raso Allan se arrastraba sin piernas sobre sus tripas, dejando un rastro sanguinolento de tripas allá por donde pasaba. Se me acercó y, entre agonizantes gritos, me tendío en la mano un anillo mientras repetía "¡Mi mujer! ¡Mi mujer!". Sus estertores dejaron paso a su muerte en unos pocos segundos. Pareció que le habían desinflado la energía, de repente sus ojos perdieron su aspecto vital y su cabeza se desplomó.
Contemplé cómo el rostro de otro de mis compatriotas se deshacía en un estallido silencioso y me alcanzaba una oleada que cubrió mi cuerpo de sangre.
Las MG-42 de los búnkeres escupían su fuego por doquier, causando el pánico y el caos entre lo que quedaba del regimiento. Era una masacre.
El soldado Miller era atendido por el único médico con vida que quedaba en el pelotón. Estaban muy al descubierto, y la muerte de los médicos era una prioridad alemana. Corrí para avisarles, pero no conseguí llegar antes de que un francotirador moldease su cabeza en torno a una masa viscosa y de materia gris.
El soldado Miller me hablaba. "Sé que voy a morir aquí", decía, "entregadle esto a mi hijo, por favor; es mi último deseo". Sacó de su chaqueta un reloj de bolsillo. Lo abrió, dejando ver una foto de él, su mujer, y su hijo pequeño en la otra cara del reloj. Lo golpeó con fuerza, haciendo que se parase. "Quiero que vea la hora en la que morí".
La marea de sangre había subido ya mucho, cubriendo la mayor parte de los muertos, mientras que la mayoría de sus extremidades y partes del cuerpo desmembradas flotaban, y teñían el mar de rojo.
Conseguí arrastrar el cuerpo de mi amigo muerto hasta un socabón en el suelo que nos protegía del fuego de las ametralladoras de las colinas, y esperé a que pasara algo.

martes, 26 de mayo de 2009

Alicia en el país de las maravillas (III)

Ramón acaba de llegar a casa. Trabaja hasta muy tarde; horas extra, o al menos eso me dice. Tiene un encargo de mayor responsabilidad, suele contestar, lo cual requiere una gran cantidad de esfuerzo y de horas extra. Me han puesto secretaria, ha añadido no pocas veces. Soy responsable, me dice.
Es responsable. ¿De qué es responsable? De hundirme en la miseria, eso es. Oigo el cerrojo cerrándose de la puerta, lo cuál me indica que acaba de entrar. Me lavo los dientes rápidamente para que no note el olor del vómito que acabo de dejar en el váter.
Por la forma en la que le miro creo que dejo muy claro que estoy descontenta con su actitud.
"He tenido que hacer horas extra", me cuenta por cuarta vez en lo que va de semana.
Sí, sé de qué va esto. Sobre fidelidad y demás. Pero no haré nada porque sencillamente no me importa. Lo que espero es que la otra tenga tendencia a soportar lo que sea, y sea adicta a cualquier tipo de atenciónes. Quizá,... quizá acabe en la misma relación en la que sea objeto de abuso, como yo; con Ramón. Quizá así pueda ser libre. Pasarle a otra el marrón.
Nah, eso sería cruel y abusivo. Casi siento lástima por la otra.
Lo verdaderamente divertido del asunto es ver cómo han ido cambiando las excusas a lo largo del tiempo: tengo que ir al gimnasio, he de echar unos papeles, tengo que ir al cine, he quedado con mi superior para revistar unos archivos... Sé lo que hay y me toca aguantarme. Nadie más que yo tiene la culpa, y posiblemente eso cambie pronto.
Pero sencillamente no me importa.

Se queda callado. Casi empiezo a hablar; pero no. Recuerda: no te dejes manipular por los silencios de otra gente. Resiste la tentación de rellenar los huecos, elige tus palabras. ¡Imponte!
Ahora me mira con condescendencia fingida; como una pregunta retórica en pos de una afirmación: sospecho de sospecha que sospecho algo. De cualquier manera, poco me importa.
Va a decir algo. Algo que dice todas las noches. ¿Qué voy a hacer yo? Sonreír tontamente como hago todos los días, como si tuviera una cuchara en la boca.
"¿Cómo está el sol de mi vida?", pregunta. Me dispongo a articular mi respuesta habitual: muy bien, pero algo me sucede.
"¿Qué te hace pensar que soy el sol de tu vida?"
Joder, ¿qué estoy diciendo? Es culpa mía, tengo que controlar mis reacciones. No debería decir eso... ¿Por qué no? Sí que puedo. En realidad puedo decir cualquier cosa. Ya casi me he tragado ese rollo bíblico de que vivo para servirle. Si él hace un comentario que no logro entender, puedo pedirle que me lo explaye. ¿Qué hay detrás de ese comentario?
Al pobre no le hace falta fingir que está herido, lo está de verdad. Tiene ese aspecto de chiquillo herido que hace que lo odie por la ternura que me inspira. "Bueno, verte todos los días me alegra el día. Por eso digo que eres el sol de mi vida". Me contento con hervir por dentro mientras la ternura se evapora.
Por mucho que lo intento, no logro impedir que hable Alicia la mala. Antes sólo pensaba, ahora ha empezado a hablar. Estoy esquizofrénica y Alicia la mala ha tomado el control... Un golpe de furia injustificada me hace contestar. "Es realmente curioso lo absolutamente desproporcionado que resulta. A mí me pasa algo totalmente inverso. Verte todos los días no tiene ningún impacto positivo en mi vida; al contrario". Ya no caben más miserias, la caja de Pandora ha reventado.
Cuando en tu cabeza está todo este odio, tiene que salir a la superficie de tu vida. Si no lo hace, te aplastará. Y a mí no me van a aplastar.

El momento es relevante: cuando algo que no podía decir, se convierte en algo que sí puedo decir. No le doy tiempo a contestar, rápidamente me echo a llorar sumida en un ataque de arrepentimiento. "Perdóname... He tenido un día duro; de verdad, perdóname", me oigo decir a mí misma. He perdido los papeles, vuelvo a ser Qué-buena-estás, un mero objeto sexual.

Y entonces el me abraza. Como si... como si la proximidad física pudiera compensar la distancia emocional. Me abraza con fuerza, pero no hay amor ni ternura. Sólo desesperación. Quizá tenga que ver con la conciencia de que me estoy alejando de él, alejándome de ese mundo que él quiere que habite: su mundo, el mundo que no compartimos. No es el mundo que compartimos porque yo soy suya, su propiedad, y él no renunciaría a ella fácilmente.
Soy una fuente de consuelo, un osito de peluche para un niño.
Pero los demás nunca lo ven así, y su pudiesen percibir la envervante inmadurez de este hombres supuestamente exitoso, sólo les parecería entrañable, como en tiempos a mí.
Sólo que ya no me lo parece, porque es triste y lamentable.
Es un imbécil. ¿Qué saca actuando de ese modo?
Él prospera mientras yo me pudro, me muero por dentro. Él también debería estar muriendo, pero no lo hace. No lo hace porque para eso me tiene a mí. Yo me pudro por él, me muero por él.
¿Y qué quiero yo? El amor no basta, tiene algo que ver con estar enamorado. Quiero una vida. No quiero que me protejan de la vida que quiero, Ramón es protector.
Pero Ramón, he madurado, he madurado más de lo que tú quisieras. Solías decirme que tenía que madurar. Creo que ahora tendrías miedo si vieses quién soy en realidad. Creo que ya lo tienes, por eso te aferras como si te fuera la vida en ello. Morir por dentro: madurar.

Me separo de sus brazos, cojo tres trufas y me encierro en el baño. ¿Por qué el hombre tiene que ser el mandamás? Se ve que no leí la letra pequeña cuando me casé. Lloro y vomito; no he debido decirle eso. ¿Cómo reconciliarnos?

Cuando salgo me dice que hacer el amor relaja mucho, que deberíamos hacerlo. Ya, eso es lo único que le importa. Le digo que voy a prepararme en la habitación, que entre cuando yo le diga. Dejo una revista feminista abierta sobre su mesilla. Cuando entra, veo cómo la mira de reojo y se encoge ante sus titulares.
¿Es buena en la cama tu pareja?
¿Cómo marcha tu vida sexual?
¿Cuántos orgasmos te hace tener tu chico?
¿Realmente importa el tamaño?

Cuando termina, se acuesta a mi lado. Sigo siendo un objeto perteneciente a Ramón. Sigo sin ser una mujer completa, sigo siendo un ser perteneciente a una familia de clase media-alta representada por el hombre de la casa, representada por Ramón. Pero esta vez algo ha cambiado. Puedo olerlo en el aire, puedo oler la derrota de Ramón.
Aún tengo su esperma tóxico dentro de mí. Gracias a Dios que hay pastillitas. Me encuentro el clítoris y sueño con un amante misterioso, frotando deliciosamente. Sucede. Mientras él duerme plácidamente, como de costumbre, me sucede. Por unos momentos dejo de ser Qué-buena-estás.
Después todo ello se va con la misma fuerza con la que vino, mientras noto cómo mi autoestima se desinfla al ver mi silueta en el espejo.

domingo, 24 de mayo de 2009

Desvaríos

¿Sabéis cuál es el problema?
Todo, todo es el problema.
El mundo que la sociedad ha creado es el problema.
Un mundo en el que si no bebes eres un pringado, y si bebes un alcohólico.
Un mundo en el que si hablas de sexo eres un pervertido y si no hablas un inocente.
Un mundo en que si apruebas eres un empollón y si suspendes un tonto.
Un mundo en el cual si eres feliz te lo tienes muy creído, si estás triste eres un psicópata depresivo, y si estás enfadado eres un antisocial.
Un mundo en el que lo peor que te puede pasar es que te salga un grano en la nariz.
Un mundo en el que las personas convierten en odiado todo aquello que no les gusta.
Un mundo en el que las chicas vomitan la comida porque el chaval de la clase de al lado prefiere mirar a la rubia del C, que le han crecido más tetas.
Un mundo en el que los chicos se comportan de manera violenta y agreden a otros chavales para ocultar su sentimiento de inferioridad.
Un mundo en el que las actitudes crueles están bien vistas, y si cedes el asiento a los ancianos en el bus probablemente lo único que consigas sean unas palabras de burla.
Un mundo en el que cuando te caes en vez de ayudarte se ríen de ti.
Un mundo en el que la televisión miente e hipnotiza.
Un mundo en el que madres adictas al valium y al prozac regañan a sus hijos por sacar malas notas.
Un mundo en el que padres descargan la tensión del trabajo en su familia, y ahogan sus penas de una vida aburrida que no les lleva a ninguna parte en alcohol.
Un mundo en el que hay que empujar al prójimo cuando se tambalea en la escalera para poder llegar tú al piso de arriba.

El mundo es el problema.

sábado, 23 de mayo de 2009

Alicia en el país de las maravillas (II)

No, no quiero un bebé. Apenas tengo veinticinco años, no voy hipotecar mi vida ya. Además de que engordaría muchísimo, y no es algo que me pueda permitir dado mi actual peso.
Ramón está dispuesto; tiene mujer, a mí; tiene trabajo, coche, casa. Pero falta algo. Él cree que es el bebé, pero no es eso, no tiene demasiada imaginación. Falta comunicación, eso es, comunicación. O ganas, o amor; dejémoslo en que falta algo, algo que no es el bebé. Simplemente ya no es lo que era, la magia se quedó atrás hará mucho tiempo.
En realidad no nos comunicamos, así que de hecho no puedo decirle que no quiero un bebé. Sí que hablamos, pero no nos comunicamos; hablamos en ese extraño lenguaje que hemos inventado para evitar la comunicación; ese antilenguaje que hemos creado. Quizá sea un indicio de que la civilización está en regresión. De cualquier manera, algo sí que lo está: nuestra relación. Algo hay.
Lo único bueno de Ramón es que no puede decir que quiere un hijo, sólo puede insinuarlo. Ojalá pudiese decirlo, ojalá pudiese decir "Quiero un bebé". Sólo con eso, si él pudiese decir eso para que yo pudiese decir "No, no lo quiero". Jamás. No quiero un bebé, quiero una vida, una vida propia. Nunca he sido libre, así que en realidad no puedo decir que eso sea lo que quiero, pero puedo decir lo que no quiero: un bebé. Y a ti. No te quiero, Ramón.

Mi madre siempre me decía que yo era afortunada de haber encontrado a Ramón. Alguien con ambición, capaz de mantenerme. Pero, si él me lo proporciona todo, ¿qué me queda a mí? Alimentar. Alimentar a Ramón, alimentar al bebé. Alimentar el odio y el resentimiento.

Ahora me mete mano. Carece de toda sensualidad, es como un niño que asalta un bote de caramelos. Me tumba sobre la cama y me quita la ropa. Sólo es un ritual, yo intento dejarme llevar. Siento una tensión enfermiza cuando él intenta abrirse camino entre mis rígidas piernas. "Oh, joder, qué buena estás", jadea, mientras bota encima de mí. Qué buena estás. Eso me dice siempre, cuando estoy debajo de él como un trozo de carne, dejándome llevar, retorciéndome tensamente entre las sábanas. Qué buena estás.
Ahora él se aparta a un lado, colapsándose en un profundo y ruidoso sueño. Entonces me sucede, me doy cuenta: ya no soy una mujer, ya no soy una persona. Soy un mero objeto sexual, una esposa trofeo. Mi marido trabaja, vive su vida, y yo me esclavizo atada a las cadenas del hogar para hacer su vida más agradable a cambio de un plato en la mesa. Entonces ya no soy yo, he perdido mi dignidad; un ser humano no es nada sin dignidad, es apenas ser. Me he convertido en Qué-buena-estás.

Yo solía leer bastante, estudiaba, incluso tengo una carrera. Tenía un trabajo, un piso alquilado, y una vida prometedora y llena de alicientes. Entonces apareció él, aún recuerdo el día que empecé a perder la dignidad. Me acababa de mudar a su casa, y estaba leyendo un libro: Sobreviví a mi pesar. Es bastante adolescente, pero no está mal. Entonces él me quitó el libro de las manos con el poder social que acababa de adquirir en casa preguntándome "¿Por qué lees esta mierda, cariño?", con un tono en parte despectivo y censurador y en parte de condescendencia aprobadora. Me enfadé con él y lo intentó solucionar de la única manera que sabía: hicimos el amor. Me recostó sobre la cama y lo hicimos. Yo no sentí nada, él sí; y después se echó a un lado con brusquedad y se quedó profundamente dormido. Justo como ahora. Y ahí fue cuando me sucedió, mientras Ramón dormía profundamente, me sucedió: dejé de ser mujer, deje de ser persona, me convertí en Qué-buena-estás.
¿Se da cuenta este contable de la mayor industria de software del mundo de que está dirigiendo el barco de nuestra relación hacia las rocas del olvido? ¿Comprende el efecto que está teniendo sobre su estimada esposa, Alicia, más conocida en círculos reducidos como Qué-buena-estás? No, mira para otro lado. Cuando tienes un trofeo dejas de valorarlo, sólo te supera la ambición, la búsqueda de otros trofeos. Yo ya no soy una meta, mi felicidad ya no es una meta. Ahora sólo soy una fuente de entretenimiento, una herramienta social.

Supongo que lo que me atrajo de Ramón fue su sentido del compromiso. Pero había cambiado, cuando un estudiante universitario de ideas claramente estalinistas cayó en la elistista forma de vida del capitalismo. Ahora su última instancia se convirtió en a fin de cuentas. La semántica resulta significativa. Los triviales eslóganes de revolución y resistencia se convirtieron en los más triviales aún de eficacia empresarial y contabilidad: a fin de cuentas, modelar, ejecutar, cuentas, balances, gastos nivelados con ganancias...
Nuestros sueños se desmoronaron por el camino, ya no éramos aquellos dos enamorados de jóvenes. Ya no éramos aquellos ambiciosos que soñaban con un mundo mejor, un mundo para ellos. A lo único a lo que aspira Ramón es a seguir ascendiendo en la empresa e ir aumentando la cantidad de capitales ganados para poder gastárselos en un bobo viaje al Caribe: la ambición de pareja ha pasado a convertirse en ambición económica para él. Los eslóganes de revolución eran quizá ingénuos, pero por lo menos íbamos detrás de algo grande, algo importante, algo para nosotros. Ahora nuestro punto de vista está muy bajo. No es lo bastante bueno para mí.

No es lo bastante bueno para mí porque he estado cuatro años sometida a la vejación socialmente conocida como matrimonio. Es curioso, como la sociedad ve de machista a una mujer siendo violada físicamente en una película, y como cuando la mujer es violada socialmente en un matrimonio en una película francesa se llama arte. ¿Qué hay de las violaciones psíquicas a las que estamos sometidas las mujeres en matrimonios de conveniencia? Porque no todas las violaciones son físicas, y una violación psícológica prolongada durante cuatro años puede llegar a ser mucho peor que una física. ¿Qué hay de la esclavitud y las vejaciones a las que nos someten durante el matrimonio? Todo eso ya no importa, porque el espíritu inconformista es aplastado vilmente por la fuerza social. Todo eso no importa, porque al perder la dignidad ya no somos mujeres, somos Qué-buena-estás.
Durante estos últimos cuatro años, me ha estado disparando dentro de mí su cola de empapelar paredes, consumiéndome por dentro, pudriéndome en vida mientras yo estaba tendida sobre la cama pensando en comer para llenar ese vacío interior. Ahora él se despierta y se vuelve a poner sobre mí.
Mientras me folla hago mentalmente la lista de la compra:
aceitunas
mermelada
azúcar
pan
tomate
leche
cebollas
jamón
lentejas
arroz
pasta
judías

viernes, 22 de mayo de 2009

Dilemas yonquis nº.63

Estoy dejándome empapar por fuera, o por dentro... dejándome limpiar por fuera desde el interior.
Este mar interior. El problema es que este hermoso oceáno lleva montones de pecho consigo... ese veneno se disuelve en el mar, pero en cuanto el mar se retira, deja atrás la mierda, dentro de mi cuerpo. Quita lo mismo que me da, se lleva mis endorfinas, mis centros de resistencia al dolor; tardan mucho en volver.
El papel de la pared es horripilante en este cagadero de habitación. Me aterra. Algún esquivaataúdes debió de instalarlo hace años... muy apropiado, porque eso es exactamente lo que soy, un esquivaataúdes, y mis reflejos no van a mejorar... pero está todo aquí al alcance de mi sudorosa mano. Jeringuilla, aguja, cucharilla, vela, mechero, paquete de polvos. Todo está en regla, todo es hermoso; pero temo que este mar interior se apacigüe pronto, dejando tras de sí este naufragio de mierda venenosa dentro de mi cuerpo.
Empiezo a preparar otro chute. Mientras sostengo temblorosamente la cucharilla sobre la vela, esperando que la heroína se disuelva, pienso: a corto plazo, más mar; a largo plazo, más veneno.
Este pensamiento, no obstante, no es ni de lejos suficiente para impedir que haga lo que tengo que hacer.

jueves, 21 de mayo de 2009

Alicia en el país de las maravillas (I)

INTRODUCCIÓN

Alicia estaba sentada en el espacioso sillón de su habitación. Él, Ramón, estaba tirado en el sofá, cerveza en mano, viendo la televisión. Ella sintió que flotaba en una ola de calor, amodorrada y laxa. Sucumbiendo a aquella sensación, dejó que el libro que tenía a medio leer se escurriera de sus manos y golpease el suelo con un ruido sordo que le descarriló de su ensimismamiento. Aprovechó la oportunidad para echar un breve vistado a su reflejo en el ahora oscuro cristal de la habitación. Esto le provocó un espasmo de repugnancia hacia sí misma antes de cambiar la posición de perfil por otra de frente, y meter hacia dentro la tripa. La nueva imagen medio le hizo olvidar aquella de la fofa barriga que estaba echando. Veía morbosamente ese gesto del espejo como señal de que su tiempo de vida se estaba acabando y no había hecho nada que mereciese realmente la pena. No tenía ni siquiera una vida satisfactoria, se decía a sí misma.
Viendo que el trabajo casero se acumulaba; tenía ropa que planchar, camas que hacer, habitaciones que ordenar, suelos que fregar y compras que hacer; sintió un ataque de ansiedad y corrió a la cocina, de donde sacó tres trufas de chocolate y se llenó la boca con ellas. A punto de desmayarse por la sensación de empalago, las empezó a masticar furiosamente. El truco consistía en consumirlas lo más rápidamente posible; al hacerlo así, tenía la impresión de que podía engañar al cuerpo, camelarlo así para asimilar las calorías como un todo compacto, haciéndolas pasar por dos pequeños bocados. Pero no, no era así. Semejante autoengaño resultaba insostenible cuando la infame y dulce pozoña alcanzaba el estómago. Podía sentir cómo su cuerpo descomponía con agonizante lentitud aquellos repugnantes tóxicos, realizando un meticuloso inventario de las calorías y toxinas presentes antes de distribuirlas entre aquellas partes del cuerpo donde más daño harían.
Sintió un breve acceso de culpabilidad, así que se deslizó lánguidamente hasta el baño, mientras se ponía de rodillas ante la taza del váter. Sintió aquella sensación mojada, fría y áspera en las rodillas, que le hacía estremecerse de tal manera que el sudor veraniego de la espalda podría pasar por una gruesa capa de escarcha penetrando como astillas heladas sobre su espalda: su marido había vuelto a mearse fuera. Asqueada, una ola de calor y odio la sobrevino, pero logró tragarla como si una pastilla fuese hasta lo más hondo de su ser; donde había estado almacenando todas las miserias de su vida, y sabía que algún día no cabrían más y su caja de Pandora reventaría. Sólo esperaba que lo hiciese en el momento adecuado. Habiendo apaciguado aquella oleada de escabrosos pensamientos, corrió a por la fregona y limpio la imprecisa meada. Después se volvió a poner de rodillas sobre la taza del váter, agarrándola con una mano y mientras introduciendo la otra en su esófago; lo cual le produjo una arcada que vació el contenido del estómago en la cañería.
Después corrió hacia el salón, donde le echó la bronca a su marido.
"¿Es que no puedes mirar cuando meas?"
"Lo siento", contestó su marido con impaciencia, cerveza en mano, sin apartar la mirada del fútbol y casi sin inmutarse: repitiendo una vez más aquella escena de falsas redenciones.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Dos buenos amigos

Mick y Tom son dos grandes gángsters. Ambos trabajan en duetto al servicio de su señor Don Gustavo Alonso; que controla Litte Italy, y es el mayor proveedor de cocaína y ketamina de toda la gran manzana.
Se dice que Mick y Tom son dos grandes asesinos, que entre los dos llevan más de ciento veinte asesinatos. Mick y Tom son duros como el roble, resistentes como el suelo, rápidos como el viento, y fuertes como el acero. Mick y Tom violan a las prostitutas. Mick y Tom tienen el cuerpo lleno de cicatrices. Mick y Tom siempre torturan hasta la muerte despiadadamente. Mick y Tom son los mejores sicarios del gran capo. Mick y Tom nunca tienen piedad.
A ambos les gusta jugar a enfermera y paciente; a los médicos cuando nadie los ve.
Veo una mirada y una sonrisa lacónica entre ellos, y ambos se suben a la sala de torturas, como usualmente. Esta mañana montaron un alboroto impresionante; cuando se metieron con otros dos hombres que salieron en bolsas de la basura; eran sólo dos, pero juraríamos haber oído gritar a cuatro.
Ahora, ahora oímos gritos, entre placenteros y dolorosos, pero... se han subido solos.
El guardaespaldas Chuck sube las escaleras. Chuck abre la puerta, preguntándo a qué viene ese jaleo. En un gesto de impresión, se encuentra con la escena: Mick y Tom están jugando a pelar plátanos ya pelados.
Somos dos buenos amigos, dice Tom.
El guardaespaldas Chuck grita con una ráfaga mortal de disparos en su cuerpo; un juego de manos, un movimiento bucal, un gemido, Tom se corre y Mick sonríe con las encías llenas de semen.
Era un secreto a voces.

martes, 19 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (VI)

Al día siguiente me levanto casi al crepúsculo de la noche. Su fina luminosidad anaranjada sobre el horizonte me indica lo cerca que está la noche.
Lo segundo en lo que reparo es en mi estado físico, que podría ser descrito con una simple palabra: lamentable. Estoy lleno de cortes y moratones, y cuando llego al baño, meo sangre; lo cual me aterra bastante.
Viendo que al ducharme la cosa mejora, decido husmear entre las cajas de embalaje que aún están sin abrir en mi nuevo piso.
Mi hermano me sorprende: "Ah, ya estás levantado".
Me cuenta que ayer me dio una sobredosis, mientras me liaba a hostias con la puerta de nuestra antigua casa y gritaba incoherencias. Una abuelita salió a socorrerme. Al parecer me caí por las escaleras; aunque hay ciertas heridas como cortes cuyo origen no ha podido ser esclarecido por los médicos. Yo sé bien de qué son.
Pensando en el tema, se lo pregunto a mi hermano.
"Oye, Ramón; ¿tú recuerdas a mamá?"
"Sí."
"Pero eras muy joven..."
"Quiero decir; imágenes, sensaciones, escenas y tal. Nada consistente."
"¿No la echas de menos?"
"No. Ya oías lo que decia papá: era una golfa, nos abandonó cuando éramos muy pequeños."
"Papá... ¿recuerdas cómo murió?"
"Sí, acuérdate de que le reventaron la cabeza de un pedrazo cuando salía de un bar..."
"¿Y no te gustaría coger al que lo hizo?"
"Oye, tío, hoy estás muy raro; ¿qué cojones te pasa? Siempre has mirado con estoicidad al pasado y hoy te noto un tanto... ¿sensible?"
"Nada, es sólo que... le he estado dando vueltas a todo..."
"No lo hagas; lo mejor es no pensar. Es la única manera de ser feliz."
Es la única manera de ser feliz. Ya.
Él se pira y yo me quedo a solas con mi soledad.
A veces... a veces tengo la sensación de que yo maté a mi padre. De que yo hice que mi madre se fuese. A veces tengo la sensación de ser un estorbo y una carga para todos los demás. Normalmente, cuando pensaba eso, solía meterme heroína para olvidar. Ahora veo que es justamente eso lo que lo causaba.

Abro una caja de embalar. Está llena de ropa, tanto de mi padre, como las prendas que mi madre se dejó cuando se piró. Esa fragancia... son ellos; es como si aún caminasen entre nosotros. Sus recuerdos están a medio camino entre este mundo y el olvido. Lo cierto es que sí, la clave de la felicidad está en olvidar, está en no pensar. Vuelvo a embalar la caja, y la dejo junto a la puerta, con la intención de quemarla.
Hay un objeto en otra caja que me trae viejos recuerdos. Es un portarretratos antiguo, en cuyo interior se nos ve a Ramón y a mí de niños. Siento que me estoy eviscerando a mí mismo, vaciándome por dentro. Estoy sacándome las entrañas, traicionándoles a ellos y sus memorias. Pero tengo que hacerlo. Dejo redolar una afligida lágrima por mi mejilla, y lo estrello contra el suelo.
Sale despedido hacia todas direcciones en miles de astillas y cristales; no obstante, oigo un ruido metálico. Me agacho y veo algo que me llama muchísimo la atención: una llave. Una vieja llave oxidada, pequeñísima, como las de los joyeros antiguos. Y entonces pienso: el baúl. Aquel diminuto baúl.
Todo lo que recuerdo de ese baúl es a mi padre, borracho como una cuba, gritándonos a Ramón y a mí que no abriésemos ese baúl. Su baúl. El baúl de los recuerdos.
Me siento influido y débil mientras rebusco entre la última caja sin abrir que queda; el sentimiento de traición no me abandona. Pero continúo adelante hasta dar con él: con ese diminuto baúl de madera y hierro oxidado.
Me cuesta hacer girar la oxidada llave en la oxidada cerradura, pero finalmente lo consigo. Lo primero que saqué fue el estuche.
El estuche estaba lleno de fotografías. De mí y de mi hermano cuando éramos niños; de papá, y de mamá. Fotos que nunca había visto. La miro a ella con él. Intenté imaginar que podía ver su dolor, su descontento, pero no, no pude; no al principio. Entonces llegué a otras fotos que sabía que eran más tardías, pues Ramón y yo salíamos más crecidos; más mayores. En aquellas fotos podía leerse; con la perspectiva que da el paso de los años era más que fácil; sus ojos proclamaban a gritos su dolor, su descontento, su desilusión y sufrimiento. Mis lágrimas se derramaron sobre aquellas vulgares fotografías.
Pero aquel baúl de los recuerdos contenía, sin embargo, algo mucho peor.
Leí todas las cartas, absolutamente todas; todas y cada una de ellas. En realidad el contenido era parecido en todas, sólo las fechas eran diferentes. Iban desde unas cuantas semanas después de marcharse mi madre hasta 2006. Ella le había estado escribiendo desde Argentina durante ocho años. Todas las cartas contenían las mismas proposiciones básicas ritualmente repetidas:
-Quiero ponerme en contacto con los chicos.
-Quiero que vengan a verme.
-Por favor, déjales, aunque sea, que me escriban.
-Les quiero, quiero a mis hijos, les quiero muchísimo.
-Por favor, Pablo, les hecho mucho de menos.
-Por favor, Pablo, ponte en contacto conmigo. Sé que recibes mis cartas.
No sé qué pasaría en 2006, pero a partir de entonces no volvió a escribir.
Apunto la dirección de Buenos Aires en un trozo de papel. Uso el buscador de Internet para conseguir el número de teléfono.
Joder, esto es una mierda total. No es más que otro montón de mierda a superar. Siempre hay más, siempre llega a caerte otro montón de mierda más grande que el anterior del que debes salir. Siempre. Nunca termina. Dicen que se hace más fácil de llevar a medida que te vas haciendo mayor. Espero que así sea; espero que así sea, joder.
Me lleva un rato comunicarme por conferencia internacional directa. Quiero hablar con mamá, contarle lo sucedido, decirle que estoy bien, que la quiero, que la echo de menos. Quiero hablar con ella, escuchar su propia versión de la historia; a expensas de la de papá, por supuesto. Un hombre me contesta al teléfono. Le he sacado de la cama, al parecer; la diferencia horaria. Pero me doy cuenta de que en realidad allí debe ser plena tarde; no obstante; su tono de voz es quejumbroso y apagado, como si se acabase de levantar.
Me pregunta quién soy, y se lo digo, le cuento toda la historia.
Su tono de voz pasa a otro más lacrimógeno y lastimoso.
Cuando habla, me doy cuenta de que está realmente alterado. Parece un buen hombre. Me cuenta que era la pareja de mi madre; me cuenta que hubo un incendio en su casa causado por un cortocircuito. Fue horrible. Mi madre murió en él, en el 2006. Él consiguió sacar a la hija de ambos; mi hermana; pero murió en sus brazos poco después por inhalación de humos. Mientras siento esa insipiente pesadez en el estómago, al otro lado de la línea el hombre se derrumbaba.
Sí, siempre hay más mierda que superar. Y a veces se amontona.

Colgué el teléfono, dejando escapar un último suspiro acuoso. En cuanto colgué, empezó a sonar otra vez.
Lo dejé sonar.
Pensé que era el momento de despedirse. Sí, era justo el momento idóneo para despedirse; demasiada mierda acumulada y demasiado por acumular.
Le dejo por escrito una nota a mi hermano contándole lo que pretendía hacer. En ella le pido disculpas por dejarle solo en esta vida. Le pido disculpas por haber sido tan cobarde y no haber pensado en él. Pero, sencillamente, hay cosas que me superan.
La gente normalmente tacha el suicidio como el camino fácil; pero no se trataba de elegir el camino fácil, se trataba de elegir el único camino disponible. La muerte era el camino hacia delante.
Me tomé el somnífero. El que me tomaba todas las noches para conseguir conciliar el sueño. Para que mis sueños angustiosos y fatigosos de duermevela se convirtiesen en profundos y reparadores. No obstante, las pesadillas nunca me abandonaron.
Me lo tomé, y me puse una bolsa en la cabeza, asegurándola con celo alrededor del cuello. La bolsa era transparente.
La bolsa era transparente, y seguí viendo las fotos y oyendo la cantinela vacía del teléfono, que cada vez parecía más lejano e incorpórea, mientras me deslizaba tranquilamente hacia la inconsciencia. Una extraña niebla iba emborronando mi vista; no sabía si era la bolsa empañándose o mi vista agonizando; nublándose. La visión fue lo primero en desaparecer. Luego noté un entumecimiento de las extremidades, que se iba extendiendo por el resto del cuerpo. El sonido del teléfono aún sonaba de fondo, esta vez en un tono fantasmagórico. Cada vez más lejano. Cada vez más irreal.
De repente cesó.
Y entonces... nada. Sólo un bendito vacío. Sólo un bendito silencio. Felicidad eterna.
NADA.

lunes, 18 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (V)

La casa a la que me he mudado es oscura y depresiva.
Pero no había otra cosa mejor que hacer, la paga del paro no da para más. Incluso he tenido que volver a mi ciudad natal, a Cartagena. Menudo cambio; de Murcia a Cartagena. Salir de un paraíso fiscal y drogas para meterte de lleno en la tumba portuaria llena de oscuridad y desesperación que es Cartagena.
Al contrario que el aburrido barrio gris residencial en el que nunca pasa nada, con sus bloques de hormigón vacíos, su restaurante chino, y sus supermercados; el puerto de Cartagena es uno de esos lugares conflictivos donde se junta todo el despojo de la ciudad.
Es un lugar apetecible para los de mi ralea.
Porque entre estos vorágines sentimientos de autodestrucción se está abriendo una con increíble rápidez el odio y la agresividad: en semejante estado de ánimo no soportaría siquiera que se me acercase alguien.
En estas circunstancias el puerto es el lugar más adecuado de la ciudad. Quizá se te acerque aún más gente, pero sus turbios asuntos van más en la onda con lo que siento ahora mismo. Incluso el pestilente aire de odio y desesperación va en la onda con lo que siento ahora mismo.
Me siento terriblemente identificado en este lugar.
Me siento en armonía en este paraje urbano.
Toda la gente de aquí no era más que escoria. Aquí es dónde el mediterráneo arroja todas sus inmundicias humanas, al puerto de Cartagena.

En un bocacalle un hombre se me acerca tambaleando a un paso alarmante, mientras yo voy de allí para acá con mis muletas. Me sorprendí organizando un debate en mi fuero interno, decidiendo rápidamente que le rodearía el cuello con las manos y lo estrangularía hasta la muerte si intentaba establecer cualquier tipo de contacto conmigo. Lo miré con odio a los ojos, concentrándome en su nuez con intención homicida y el rostro retorcido en un gesto burlón y cruel de rabia llevada a su grado máximo. Pero no, el hombre apartó atemoirzadamente la mirada, arqueando el cuerpo a los pocos segundos para evitar que lo barriera de la acerca cuando pasé.
Me topé con un tugurio del que procedía mucho ruido del interior. No soportaba el movimiento y el griterío, me provocaban mayor aversión aún la agitación y el ruido que la amenaza de violencia.
Tras observar que el hombre al que había intentado barrer de la acera entraba, me sorprendí siguiéndole.
El barman tardó un rato en advertir mi presencia. Casi podía notar que ésta era un estorbo; y en cierto estados anímicos me habría ofendido semejante negligencia y probablemente la habría armado. En este momento, al contrario, me hacía feliz que me ingorasen: confirmaba, pues, que era efectivamente tan invisible como deseaba.
Cuando por fin me atendió, me dice que aquí no soy bien recibido. Me meto a su poco higiénico aseo, ignorando por completo sus gritos de indignación y me preparé un pico... Un pico para olvidar este duro día. Un pico para dejar todo el dolor atrás.

Salí por la puerta tambaleándome con las muletas. El hombre al que había tenido intención de matar sale a ayudarme. Tiene una botella de vino en la mano y apesta bastante a alcohol.
Me sujeta y me lleva hasta un callejón.
"¿Estás bien colega?"
"Lo suficiente como para no necesitar ayuda de una escoria como tú".
Así que eso fue todo. El hombre me empezó a dar una tunda. Estaba demasiado pasado como para sentir nada, y demasiado poco pasado como para no recordarlo. Me encogí en un ovillo en el suelo, y me resigné al hecho de llevarme una tunda.
Se suele medir la gravedad de las palizas por su duración, y empezaba a inquietarme, pues esta estaba durando bastante.
Aún oigo sus pisadas conforme se va alejando, y yo intento reincorporarme. Me doy la vuelta, de cara a suelo, y mis manos se cruzan con un adoquín suelto.
Lo que siguió a continuación; no logro recordarlo. Cogí el adoquín. Luego no estaba en mis manos; un crujido, el sonido de un cuerpo desplomándose. Todo lo que recuerdo a continuación es una sensación de náusea en el estómago, y que me arrastré sobre el suelo en busca de mis muletas para ponerme de pie; no sin antes toparme con un charco de sangre que se diluía por la boca de una alcantarilla.

Me levanté pesadamente y recorrí la ciudad sin rumbo fijo; mientras el mar de odio se evaporaba dejando lugar a la sal; ese resquemor sentimental de culpa. Ese sentimiento de culpa, palabra tan ligera que a veces sentimos tan pesada. El hombre tal vez tenía familia; personas que le querían y dependían de él. Tal vez era padre de dos hijos cuya madre los había abandonado con 7 y 3 años que se tendrían que mudar a... No.
El mundo me da vueltas. El lugar donde estoy ahora me resulta extrañamente familiar. Caigo al suelo al tropezarme con algo. Con algo duro; algo de piedra... Consigo leer la inscripción:
PABLO BERNAL MARTÍNEZ
18-07-1963 - 13-11-2007
"Papá".
Tal vez el hombre al que había matado era mi propio... No.
Necesito salir de aquí.
Tú lo has matado, has matado a tu propio padre.
No.
Intento entrar en casa. Golpeo la puerta, pero está cerrada.
"Tú ya no vives aquí". Es una la voz de una anciana.
"¿Qué?"
"Tú ya no vives aquí, joven... ¿Te encuentras bien?".
"Quiero ver a mi padre... Quiero ver a papá..."
"Hijo de mi alma..."
"¿Qué?"
"Tu padre está muerto..."
Tú lo has matado. Tú lo has matado. Tú lo has matado. Tú lo has matado.
No.
"Chaval, ¿estás bien?"
Mareo. Vómitos. Niebla. Necesito aire.
Entro en el ascendor. Marco la planta baja.
Las piertas se cierran... Me asfixio, hace calor aquí dentro. Muerte.
El ascensor se bloquea. Ahora vas a morir tú también.
"Eh, chico..."
Hace calor, hace mucho calor... La temperatura se eleva, hasta niveles aterradores. Muere.
Intento salir, intento salir, y lo único con lo que me tropiezo entre estas cuatro paredes es con mi propia angustia.
PISO 30.
Pero qué... Muere.
El suelo comienza a derretirse, dividiéndose en hebras cada vez más pequeñas que descienden a gran velocidad. Es como chicle, ahora comienza a caer, y yo con él.
PISO 13.
Las hebras van derritiéndose, dividiéndose cada vez más pequeñas y más débiles, mientras la velocidad de descenso crece alarmantemente. El chicle se estira cada vez más.
PISO 2.
Muereeeeeeeeeee.
Esperé el golpe, cerré los ojos, apreté la mandíbula y lo esperé. No llegó.
Intento abrir los ojos, pero los tengo pegados. Me los palpo, y sí, mis párpados están completamente sellados. Es como si nunca hubiese abierto los ojos. Comienzo a buscar algo a mi alrededor; algo afilado con lo que cortar mis párpados; pero todo lo que mis manos logran tocar es una sustancia pegajosa. Me los rasgo con las uñas, profiriendo un grito de dolor. Ahora lo veo todo en ese color rojizo, ese color sanguíneo...
PISO -2.
Siento las últimas hebras que sujetan mi cuerpo, pegándose a él cuán papeles pegados por cola.
PISO -7
Mi cuerpo está sujeto ahora por una última hebra delgadísima que se va estirando hasta lo casi imposible. Tiene ahora el grosor de un pelo. Intento trepar por el resto de hebras que el vacío ha dejado rotas colgando sobre mí, pero me es imposible.
PISO -13
La última hebras rompiéndose bajo mis pies, mi cuerpo cayéndo al vacío.
PISO -13-11-2007.
No.
Cierro los ojos y noto cómo los párpados se me recomponen, volviéndose a pegar. Pero no me importa, no pienso abrir los ojos nunca más.
¡Muereeeeeeeeeeee!
El golpe.
Dolor. Los gritos de auxilio de una señora mayor, el sabor metálico de la sangre, la sensación de ser brisa, la sirena de la ambulancia, la cara de una enfermera, la voz de mi hermano dándome gritos de ánimo y entonces...
La luz.

domingo, 17 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (IV)

Me voy al sofá y me siento, paralizado por la angusita. No me salen las lágrimas y no tendría ningún sentido llorar; sería como vaciar un océano lleno de dolor gota a gota.
Sumido en este reconfortante filtro de soledad, pienso en ella, en Andrea, y en mis errores. Tal vez ya sea hora de asumir mis errores, sentar la cabeza, y buscarme un trabajo. No puedo destrozarme la vida por un jodido error cometido bajo los efectos de las gelatinas de metadona. Sencillamente no puedo.
Salí a la calle para despejarme la cabeza y acabé en el Resurrection. Odiaba aquel lugar, pero así es la vida. El principal motivo por el que estaba allí era porque el Resurrection es de los últimos lugares a los que irían mis amigos, o mejor dicho, mis supuestos amigos. Siempre voy allí cuando me encuentro como una mierda y quiero sentirme mejor. Probablemente lo odie por eso, por ser precisamente una prueba de que mi felicidad va en declive.
Sencillamente así es, mi felicidad está poco más o menos hundida en un fango que se espesa conforme pasa el tiempo, dejando paso a la tristeza. Y la tristeza, al igual que todos los sentimientos negativos, es como el vino. Tiene que soltarla antes de que fermente demasiado en tu interior, de lo contrario, jamás podrás librarte de ella.

Llevaba más o menos veinte minutos cuando sentí la presencia del fantasma de las Navidades pasadas. Estaba reluciente con aquel vestido azul.
"Hola, Pablo."
Me quedé paralizado. Ahora me avergonzaba de mi aspecto, y es que me he estado descuidando mucho desde que se fue.
Se sentó a mi lado, y sentí su olor. Recordé entonces aquellas palabras salidas de su boca, repetidas por el eco de la conciencia, que me quemaron toda ilusión de una vida mejor. Aún podía sentirlas ahora.
Pero ya no significaban nada para mí. Es curioso, la forma que tiene el tiempo de arrebatar el amor. Y cuando el amor se va, lo único que recuerdas es al desconocido. Ella es una extraña ahora. Ahora parece banal y superficial, algo ajeno a lo que en realidad fue para mí. Aún conserva cierta soltura en la forma de hablar, y sigue mirándome de aquella manera que tanto me gustaba.
Estuvimos hablando un buen rato; y entonces me di cuenta de que, de alguna manera, ella estaba desenterrando los sentimientos que creía ya desaparecidos a gran velocidad. Bebimos, y cuando estábamos bastante mellados por la bebida, se lo propuse.
"¿Qué tal si vamos a dar una vuelta?"
Ella parecía insegura, "¿Solos?"
"No, qué va. Dios estará con nosotros, ¿no ves que está en todas partes?". Y nada más decirlo, me arrepentí. Siempre he sido demasiado rápido de boquilla.
Ella se encogió como respuesta.
Cuando se puso en pie, volví a hablar "Vaya, veo que sigues siendo más alta que yo...".
"Nunca hicimos buena pareja en cuestión de estatura", suelta ella, "ahora me gustan más altos."
Me siento ridículo, y tengo ganas de irme a tomar por culo de allí. No obstante, continúo "¿Ya no te van bajitos?".
"¿Es una proposición?"
"No."
"¿Y si yo quisiese que fuese una proposición?"
Me da un vuelto el corazón, y lo único que consigo articular es "Bueno,... ¿tú quieres que sea una proposición?".
Y es extraño, dada la situación, me esperaba una afirmación intrínseca. Y casi me caigo al suelo cuando sus labios formaron un círculo perfecto y dejaron escapar un efímero "No". Tan seco, tan natural, tan instintivo, ¡tan sincero!
"¿Por qué no?", me oigo decir a mí mismo. Había sonado en un tomo lastimero muy ridículo. Me siento como una mierda y quiero irme lejos de ella, lejos de aquí.
No obstante, la oigo hablar en ese tono de odio que finge sinceridad "Porque aún sigues siendo ese tipo tozudo del que me desenamoré. Eres como el borracho de El Principito; aquel que bebía para olvidar que se avergonzaba de beber."
Sentí un pinchazo en el pecho, de una mezcla entre angustia y rabia. Quería gritar y llorar. Pero no, no podía darle algún motivo para creer que me había afectado. No podía dejar entrever ningún vestigio sentimental. Debía salvar el orgullo, porque ahora lo veía todo con brutal claridad.
Eran sus gestos, y los comentarios que había hecho lo que me había hecho darme cuenta, ahora que el amor no me cegaba, de que me había enamorado de alguien que probablemente sólo tendría ganas de escupirme. Y ella no me mintió, yo me engañé. En estos momentos ya puedo decir que he de renunciar definitivamente a una de las únicas personas que me han hecho tener ilusiones y deseos en mucho tiempo; que no esperanzas, esa triste abulia de los débiles confiando en el futuro.
Extraño pudonor. Ahora la veo exactamente como es: una arpía con ganas de devorar sentimientos de felicidad ajenos para que florezca su astillada autoestima.
Me despido de ella y me voy a casa.

Repaso el último mensaje de perdón que le mandé, y no queda tras de este gesto más que vacío y ridículo y una larga derrota que se venía gestando desde la primera vez que la vi y estuvimos juntos. Borré el mensaje, al igual que todas sus fotos y recuerdos. Y no lo hago por dignidad, puesto que no tengo dignidad alguna, más que nada por respeto a mí mismo. Necesito recobrar la dignidad.
No soporté que todo mi esfuerzo por ella significase nada para ella, y me convertí en una asquerosa pesadilla y una caricatura de mí mismo que se arrastraba pidiendo perdón por algo que no había hecho, pero fingiendo entereza.
Sólo alimenté más su ego, a costa del mío.
¿Que por qué había venido hoy a mí? Quizá por esa absurda estilización que hacemos de la memora: esa sensación de nostalgia. Quizá para volver a hundirme.
La cuestión es que hoy mismo intentaré empezar mi vida desde cero; ya es hora de cogerla por las pelotas y decirle quién manda aquí. Llamo a mi hermano, y le digo que vaya recogiendo la casa, que buscaré un piso y cuando lo encuentre, nos mudaremos rápidamente.

sábado, 16 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (III)

Estoy pensando. Estoy pensando en mi vida y eso es siempre muy, muy estúpido. La razón es que pensar en algunas cosas es insoportable, hay cosas que si las piensas te dejan más hecho polvo todavía.
La clave de la felicidad está en no pensar.
Conseguir llegar hasta Revólver con sólo una pierna es realmente un mérito. Cuando llego me derrumbo exhausto sobre la mesa en la que están mis amigos.
"Tienes mala cara", dice Dani, "¿te hace meterte un ácido?".
"Desde luego que yo estoy por la labor", suelta Bernardo.
Yo me encojo de hombros en señal de indiferencia.
Así que aquí estoy, un puñetero lunes por la mañana echándome un micropunto al coleto. En realidad es uno de esos días que componen las depresiones, uno de esos largos y tediosos días inidentificables porque todos te parecen igual de deprimentes. Quiero decir, lo mismo da que sea lunes a sábado: desde que me despidieron de mi empleo como camarero por tener sólo una pierna para mí todos los días son iguales. Todos son igual de cargantes.
Así que supongo que un lunes; cualquier día; es bueno para ir de micropuntos.
Presto atención a la conversación. En realidad es la conversación quién me presta atención a mí; pues viene a desviarse a tratar un tema que va sobre Marta. Marta es poco más o menos la tía de la que llevo enamorado desde que me dejó ella.
"... así que ahí estoy, follándomela y tal, ¿sabes? No se quitó aquel ridículo sujetador hasta que se lo arranqué yo; tenía miedo de que le viese lo que había debajo. Siempre me hacía pajas pensando en ella, y me la imaginaba con los pechitos perfectos que parece tener embutida en su ropa habitual..., ¿y a que no sabéis lo que me encontré? Las tetas más feas que he visto en mi vida, cómo lo oís, eh. Así que le pregunté: Marta, ¿qué coño has hecho con tus tetas?..."
Entonces los ácidos me pegaron, me pegaron muy fuerte, al igual que la conversación.
Es una historia preocupante e hiriente: me molesta la forma que tienen de aprovecharse y reírse de alguien que para mí es tan importante,... de alguien que me rechazó. Mientras sonreía a Bernardo, me recorrió el cuerpo un temblor fantasmal por el rechazo de aquella mujer que hizo que se me derrumbara el frágil dique de la autoestima, del que rara vez son conscientes nuestros amigos.
Todos se reían a carcajadas, y yo sonreí por guardar las apariencias, aunque por dentro estuviese hecho mierda.
Estaba ahí, rodeado de lo que se supone que son mis mejores amigos; y nunca, nunca en mi vida me había sentido tan solo.

Cuando me bajó el ácido me fui para casa. Subí a mi habitación y me tumbé en la cama, haciendo un balance de mi vida con una crueldad brutal y despreciándome. Sin trabajo, sin estudios salvo bachillerato de letras, sin lazos sentimentales ahora que ella se ha ido y clarísimo que no volverá, amigos que solamente me toleran. Perspectivas bastante tétricas por todos lados, joder. Sí, poseía una cierta vivacidad social, pero la fe en mí mismo que me había impulsado frente a todas las abrumadoras pruebas en sentido contrario se evaporaba ahora rápidamente.
Me acaricio el muñón mientras pienso en cuando murió papá.
Yo, simplemente, me limité a cambiar de aires, cambiar de piso. No podía soportar nuestro antiguo hogar; todos aquellos recuerdos me hundían aún más en la miseria.
Últimamente me encuentro deprimido a menudo. Eso significa que quizá vuelva a ser el momento de cambiar de aires. Algunas personas pasan años de terapia tratando de lidiar con la pérdida, con el hecho de estar deprimidos. Yo simplemente me limito a cambiar de aires. La sensación de estar hecho polvo siempre desaparece. La opinión ortodoxa es que estas huyendo, que deberías de hacer frente al hecho de estar hundido. Yo opino que la vida es un proceso más dinámico que estático y cuando no cambiamos nos mata. No es huir, es cambiar de aires.
Así que salgo a la calle, con la mente despejada, pensando en qué voy a hacer con mi vida.
Al lado de un basurero me encuentro un gatito herido. No sé porqué me deprime la naturaleza, la cruel naturaleza. La forma que tiene de abandonar en la más absoluta soledad a sus criaturas justamente cuando más necesitan compañía y ayuda.
El gatito parece tener la pierna rota, y está cubierto de sangre. Se aleja de mí; tiene miedo. Yo lo cojo e intento buscar un lugar seguro para él.
Un señor que lo ha estado observando todo se mofa "Oye, tío, déjalo estar, sólo es un puto gato".
Ya; "sólo es un puto gato". Un gato es un animal, al igual que el ser humano. ¿Y si un ser humano "sólo fuese un puto ser humano"? ¿Qué pasará cuando yo "sólo sea una puta persona"?
De nuevo necesitaba marcharme. Estaba rodeado de demonios y monstruos. Somos todos malas personas. No hay esperanza para el mundo. Me marché y caminé por la vía férrea abandonada llorando a moco tendido por la inutilidad de todo.

viernes, 15 de mayo de 2009

Muerte en el ring

A Mitchel el mundo le parecía de lo más brutal e incierto. La civilización no erradicaba el salvajismo y la crueldad, sólo daba la impresión de volverlos menos escabrosos y más teatrales. Las grandes injusticias seguían produciéndose y lo único que la sociedad hacía al respecto era encubrir las relaciones causa-efecto, levantando a su alrededor una cortina de humo hecha de sandeces y bagatelas. Los pensamientos, entre opacos y diáfanos, se agolpaban en su cerebro sobrecargado, mientras se disponía a salir al cuadrilátero.
Tenía la tiroides tocada y el público lo sabía. El público lo sabía y lo único que esperaba era una gloriosa derrota; aún animaban a su púgil. Él sabía que podía destrozar a su adversario fácilmente; alguien tenía que pagar por todo; pagar los platos rotos por lo de Andrew. Mitchel siempre fingía entereza, nunca quería que se preocupasen por él, pero en realidad de entre todos su correligionarios era a él a quien más había afectado la muerte de Andrew.
Cuando subió al cuadrilátero, estaba dispuesto a hacer trizas a su adversario. No obstante, algo lo paralizó. Se culpaba de la tiroides, pero no, él sabía que había algo más, no podía seguir autoconvenciéndose.
El primer asalto había ido bien: le había roto la nariz a su adversario. Entonces ocurrió: había algo en su adversario que le resultaba de lo más familiar. No se había fijado entonces, y ahora lo veía con punzante claridad. El cabello rubio corto cortado a cepillo, los ojos marrones, la piel cetrina y aquella nariz esbelta. Los gestos espasmódicos, el tick en el ojo, y la expresión cautelosa y preocupada. Y la sangre, aquella sangre que caía en un hilito de la nariz. Entonces cayó, cayó en que el boxeador era el vivo retrato de Andrew.
No, Mitchel no se podía mover. No podía lanzar ni un solo golpe. Sabía que algo iba mal; se lo ocultó a su entrenador quien a su vez se lo ocultó a los patrocinadores. No podía rendirse, tenía que acabar ese combate.
La forma física lo era todo; solo estaba ahora con su pegada. En un enfrentamiento uno a uno, tener que competir al ritmo dictado por el otro resultaba desmoralizador e insostenible. Lo que le daba el motivo de que cuando considerara que no pudiese imponer su ritmo al contrario, lo dejaría. Y él no quería dejarlo, sus oportunidades futuras dependían completamente de ello. Lo que llevó a un Mitchel exhausto a continuar el combate fue el orgullo en estado puro. Imponer el ritmo era indispensable, su única posibilidad era la pegada. Posibilidad que se desvaneció cuando el fantasma de Andrew se le aproximó.

Su lucha ahora era interna, en algún lugar de su mente. Mientras intentaba concentrarse en la pelea su mente estaba en otro lugar. Estaba en aquel puente, hace siete meses.
Andrew era un chaval como mandaban los cánones, era su mejor amigo. Pero lo dejó. Los dejó a todos; se dió cuenta por la forma en que miraba directamente hacia delante mientras le gritaba que no fuese tan idiota y que volviese a cruzar al otro lado de la barandilla.
Era esa forma en la que miraba hacia abajo, como en un extraño trance. Mitchel lo vio todo, era el que más cerca estaba.
Justo a su lado, podría haberle tocado. Podría haberse estirado y haberle agarrado. Podría haberlo salvado. Mitchel siempre se castigaba a sí mismo por ello.
Durante un breve instante, Andrew salió de su estado hipnótico y Mitchel vio cómo se mordía el labio inferior, y cómo su mano subía hasta sus ojos y se los frotaba, intentando disimular unas lágrimas. Entonces cerró los ojos y dio un salto desde el puente, cayendo quince metros y estrellándose de cabeza contra la calle de abajo.
Mitchel rugió de dolor, como si le hubiesen arrancado algo, como si una parte pegada a él estuviese feneciendo.
Miró por encima de la balaustrada y lo vio allí tendido, como haciéndose el muerto. Recordó haber pensado, deseado que sólo fuese eso: un juego. Pero aquella fantasía, aquella esperanza, estalló en mil y un pedazos cuando se encontró estrechando el cuerpo muerto de Andrew.
Quiso haber sido él quién estuviese en su lugar.
Estaba allí, en lo que creía que era el silencio, pero todos los que habían acudido le miraban como si estuviese herido, como si sangrase profundamente. Un hombre se aproximó y le dio un meneo, y sólo entonces se dio cuenta de que estaba gritando exasperadamente. Volvió a abrazar el cuerpo muerto de Andrew, y creyó haber oído su voz, pero no fue más que una alucinación.

La mente de Mitchel volvió ahora a la claridad en un haz de luz; pero su cuerpo aún seguía paralizado. No obstante, él era demasiado orgulloso como para retirarse, como para perder su honor con la excusa de que seguía conmocionado por la muerte de un amigo. Un boxeador profesional debería ser capaz de sobreponerse a algo así. Pero no; la tiroides y el desconsuelo habían conspirado; el cuerpo de Mitchel se venía abajo y se negaba a moverse. Esa fue la última vez que estuvo en el cuadrilátero.
¿Cómo habría sido Andrew ahora, en caso de seguir vivo? Sus ojos le obsesionaban a menudo. Los veía sobre todo cuando dormía, en sus pesadillas. Aquellos ojazos, ya no vivarachos e inquietos como solían ser, sino vacíos y negros por la muerte. Y su boca, abierta en un grito silencioso, mientras la sangre fluía de ella manchando sus bonitos dientes blancos. Le salía aún más por la oreja, su olor metálico sobre sus manos cuando acudió a aquel puente del que se arrojó. Y su peso: Andrew era tan pequeño y delgado en vida, pero parecía pesadísimo al morir.
La propia boca de Mitchel se llenaba ahora de ese sabor metálico de la sangre, mientras su oponente le golpeaba sin que él pudiese hacer nada. Seguía recordando. Recordando la forma en que la sangre salía a borbotones de la boca de Andrew, como si respirase por un solo segundo. No se permitió aquella reflexión, sabía que sólo era aire escapándose de sus pulmones sin vida. Y ahora, en aquel cuadrilátero, transcurridos unos meses, todo parecía haber vuelto. La pérdida y el trauma dejan su propio regusto fantasma; se le encogió el estómago y le dio un retortijón en torno a algo tan maleable como un trozo de mármol.
Había estado mucho tiempo intentando reprimirlo todo y ahora se había desatado, en el peor momento. A menudo le reconcomían por suprimirlas, pero podía hacerlo. No tenía tiempo para el festín necrófago de la cultura a la confesión íntima; cuando le amenazaban ese tipo de emociones se mordía la lengua con fuerza, como si de una pastilla se tratase, y tragaba la energía que liberaba.
Por lo general funcionaba, pero ahora le había fallado: cuando el fantasma de Andrew subió flotando al cuadrilátero.
Y todo había vuelto con tanta fuerza como aquel último puñetazo que le rompió el cuello y puso un final trágico a aquella batalla interna en el cuadrilátero.

jueves, 14 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (II)

Y aquí estoy de nuevo sentado en la oscuridad, acariciándome el dolorido muñón pensando en la última vez que me chuté.
Intento encaminarme hacia el espejo. Cada paso es cruel. El dolor no procede de la extremidad del muñón, sino que parece recorrer todo mi cuerpo. No solo han mutilado una parte de mi cuerpo, también parecen haber sesgado una parte de mí mismo. De mi yo como persona. En algún lugar del camino me perdí a mí mismo.
A pesar de todo consigo llegar hasta el espejo que hay en el cuarto de baño y me examino a mí mismo. Esa masa humana uniforme, en apariencia abatida, de carne casi gris y demacrada parezco ser yo. Me fijo en mis escuálidos brazos y llenos de costras. Me fijo en mi cara, de esa palidez casi absoluta, de un tono casi blanco que contrasta con mis ojeras y el puñado de granos rojos que tengo esparcidos por toda la cara. En especial hay uno muy cabrón sobre el labio, que más que como acné merecería ser clasificado como forúnculo. Es como si yo no fuese yo mismo, como si no me sintiese identificado con el revelador reflejo del espejo.
¿Cuándo fue la última vez? ¿Noviembre, Diciembre?
¿Y a quién coño le importa?
Era una de esas veces que intento dejar mi tercer año de adicción al dragón. Ya había sobrecargado todas las venas, tanto del brazo como de las piernas. Entonces la vi: con esa erección arrogante y esa vena que asomaba sin necesidad de coagularla que parecía suplicarme que le diese un chute. Así que ahí me pinché; en la polla. No sé porqué lo hice, fue una estupidez. Al principio ese dolor puntiagudo pero poco pronunciado era de lo más soportable, pero conforme fue bajando los efectos de la heroína lo fui notando: aquel escozor bestia e inhumano que recorría mi cuerpo con cada implacable latido. Sabía que si me rascaba, ¡kaput!, se me infectaría y entonces sí que la habría cagado; pues me la habrían tenido que amputar.
Pero aquel dolor, aquel escozor... No podía ser humano. Así que hice lo único que sé hacer. Pincharme en una arteria de la pierna izquierda, pues tenía todas las venas sobrecargadas; para aliviar el dolor. Después de ese pico me prometí dejarlo.
Siempre te dicen que no te inyectes heroína en las arterias, que lo hagas en las venas; sin embargo, se comen el porqué: la sangre sale del corazón, en lugar de volver a él. Así que, la sangre, en lugar de desembocar de los vasos sanguíneos más pequeños a los más grandes, lo hace al revés; ramificándose en vasos más pequeños hasta llegar a capilares minúsculos. Así que supongo que con la heroína pasa algo parecido al conocido efecto embudo: las tapona y coagula. Eso sumado a la rigidez arterial propia de los heroinómanos forman el cóctel perfecto para que la coagulación se extienda.
Al día siguiente me desperté con media pierna podrida y el síndrome subiéndome; acudí al hospital. Y ya se sabe cómo son los médicos españoles, al menor rasguño tienden a la amputación en lugar de buscar curas alternativas. Por tanto ahí estaba, un día de Navidad en una camilla camino al quirófano donde me iban a cortar la pierna para que la gangrena no se siguiese expandiendo.
Sin anestesia ni nada, a serrar. Y fue bastante rápido, aquella sierra desmenuzó el hueso en cuestión de un segundo o dos. Todo fue un horrible dolor que pareció dividir mi cuerpo en dos; la pierna y lo que quedaba de él. Después nada, solo un extraño cosquilleo en el muslo y una sensación de malestar y mareo general. Mientras mordía aquel bolígrafo oía: No mires, no mires. Y yo miré; y deseé no haberlo hecho, fue horrible.
Allí estaba mi pierna, todavía sobre la mesa de operaciones. Ahora en de un tono blanco fantasmal. Con las manos, toqué el muñón que estaba siendo tratado con una sustancia incolora que parecía secar la herida, mientras los médicos me limaban una parte del hueso que quedaba sobresaliente. No recuerdo cómo fue, pasó tan rápido... Sólo recuerdo ese impacto, el hecho de ver despegado de mí una parte de mi cuerpo. El dolor ahora parecía lejano, al igual que sus voces y la sala de operaciones. El mundo parecía moverse y respirar, y mi visión se transformó en lentas diapositivas. Yo parecía incorpóreo, sólo notaba una sensación de mareo general y una bruma que parecía invadirlo todo y convertirlo todo en sombras borrosas hasta el extremo de convertirse todo en una fotografía negra.
Después caí en la oscuridad del vacío, en un oscuro y amargo vacío; dónde oía voces de ánimo de fondo y una sensación eléctrica que me debilitaba hasta el punto de impedirme el movimiento.
Cuando desperté, estaba en otra habitación. Mi hermano estaba a mi lado, cogiéndome la mano. La rehabilitación fue peor que la operación en sí. Depresión, impotencia, dolores, mareos, vómitos, negación de la realidad...
Y hoy me dieron el alta. Subir los once pisos de mi bloque de viviendas sin ascensor hasta mi hogar es una horrible tortura. Cada paso pesa en el alma, cada paso duele. Mi pierna sana parece no poder cargar con todo el peso de mi cuerpo, ha empezado a dolerme. Y el dolor, la depresión, el insomnio, la melancolía, la discapacidad: todo forma parte de esa horrible y repugnante maquinaria que tiene por objetivo reducir mi ya agonizante vida a añicos.
Quizá,... quizá ya sea hora de volver a meterse otro chute.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (I)


27 nov, 2008

Creo que no volveré a tocar la heroína, no es más que un suculento juego de perdedores. Creo que ahora tiraré más de barbitúricos. Es la mejor manera de desengancharse.
Ahora el mono llega. Lo noto, está subiendo. Comienza con aquellos viejos sudores, precedidos de escalofríos, que me cubren la espalda como la escharcha otoñal sobre el césped de un jardín. Después empieza ese ataque de ansiedad que se transforma lentamente en pánico irracional, a la misma vez que noto la ligera náusea en el estómago que se desplaza tranquilamente desde unas ganas de vómitar incómodas hasta insoportables. Un horrible dolor de muelas se extiende hasta mi mandíbula y cuencas de los ojos, y después hasta todos los huesos, con ese palpitar implacable, miserable y debilitante.
Las optativas son ir así a la universidad o meterme algún barbitúrico.
No hay color. En media hora estoy camino a clase ido hasta el culo por barbitúricos.
Todo va con normalidad. Apesar de la ebriedad, logro tomar algunos apuntes.
Los barbitúricos tienen algún tipo de efecto placebo, pero no el suficiente, pues ya noto ese cosquilleo sudoroso y desagradable que parece haberse desatado en algún punto de mi espalda y se va expandiendo poco a poco por ella.
Me meto un poco más, y entonces ocurre.

Cuando me vengo a dar cuenta, estoy solo en la gran sala, todo está vacío.
El profesor de Filosofía Antigua se me acerca a mí.
"Casa", me dice.
Casa. ¿Qué cojones significará casa?
Casa.
En una casa se vive, se come, se duerme, se hace el amor, se escucha música.
Casa.
Suena bien; casa.
"¿Es que no tienes casa, hijo?", me dice.
Casa. En una casa se vive...
"..., se come, se duerme, se hace el amor,..."
"Eh, ¿qué?, hijo, ¿estás bien? ¿Has bebido?", me dice mientras me huele el aliento. "Vete a casa, hijo."
Todo buen alumno debe ver su centro de estudios como su propia casa, estar cómodo en él, todo buen alumno debe...
"Esta es mi casa."
"Estás más volado que una jodida cometa, hijo. ¿Has estado fumando hierba? Dime, qué te has metido... ¡Jesús! Si ni siquiera puedes hablar bien."
Se marcha a avistar al rector, mientras yo me quedo intentando recuperar mi lucidez. Pero nada, no consigo nada, así que supongo que esperaré de la misma manera que se espera a la muerte: sentado en una silla con las manos en los bolsillos viendo cómo la vida pasa ante tus ojos y tú no puedes hacer nada para detenerla.
Me encuentro una papela de cocaína en el bolsillo, que llevará ahí desde quién sabe cuándo. Me la esnifo, y eso me aporta un haz de claridad mental. Mis pensamientos entre translúcidos y opacos, se hacen sitio a empujones en mi ya espesa cabeza. Entre ellos, hay dos que requieren mi astucia urgente: 1, ¿dónde me he metido? y 2, ¿cómo voy a salir de ésta?

Cuando el rector, el señor Valverde llega, su expresión era de tristeza; la de alguien más dolido y decepcionado que enojado.
"Lo peor, Pablo", me decía, "es que te tomé por un joven decente y reponsable. Pensé que cuando acepté tu petición de admitirte en la universidad, serías un alumno concienzudo".
"Sí, supongo que he metido un poco la pata."
"Se trata de drogas, ¿no?", me rogó.
Mi mente trato de pensar de una manera diáfana, era pues, el momento crucial.
"En realidad se trata de una especie de depresión, ¿sabe? Llevo algún tiempo tomando antidepresivos. A veces se me olvida, y me tomo una dosis doble".
Valverde parecía pensativo. "¿Cómo es posible que un joven con buenas perspectivas y toda la vida por delante esté deprimido?"
Desde luego, cómo es posible. Trabajando en un empleo asqueroso como camarero. Residiendo en un barrio gris, que está en un barrio suburbano aburrido, con sus bloques de hormigón, donde nunca pasa nada interesante. Hijo de un padre difunto y una madre que me abandonó a los siete años. Cargando con un hermano gandul que aún cursa bachiller. Abandonado por su novia, y enemistado con muchos de sus amigos por mis problemas con las drogas...
Desde luego, cómo es posible. Tengo el mundo en mis manos.

Cuando salí de la universidad; con mi expulsión definitiva de la universidad y con ello mis deseos de un futuro mejor bajo el brazo; el cielo estaba abierto, acuchillado salvajemente. En unos minutos descargaría su lluvía renovadora por el paraje urbano. Lo esperé con ahínco, mientras me sentaba en un escalón, observando la puesta de sol.

29 nov, 2008
Hemingway tiene un memorable pasaje en "Fiesta" cuando se le pregunta a Mike Campbell cómo se arruinó. Él adopta un tono pensativo y lo único que consigue decir es "Gradualmente y luego de repente".
Así es cómo aparece la depresión. Despertándote una mañana, pegado a la cama por los sudores, con miedo a vivir.
Me gustaría que la vida fuese como en el cine. Que un ángel viniese a verme como a James Stewart en "Qué bello es vivir" y me quitase la depresión y las ideas suicidas para siempre.
Siempre he estado esperando ese momento de luz en el que tu vida cambie para siempre, como por arte de magia.
Pero esto no ocurre así; del mismo modo que me hundí volveré a levantarme; gradualmente y luego de repente. Todo lo que me queda son terapias, peleas, rabia, sentimientos de culpa y pensamientos suicidas; todo forma parte de ese lento proceso de recuperación.
Quizá aún sea temprano para eso, no obstante, me he comprado un libro de auto-ayuda psicológica.
Su primer consejo era "Sé tú mismo".
¿Ser yo mismo? Menuda puta basura de auto-ayuda, mejor que ser yo mismo es poder ser cualquiera.

martes, 12 de mayo de 2009

Youthanasia

Esperé tres semanas a que me dieran la noticia. Pensé que me quedaría hecho polvo, pero estaban sucediendo tantas cosas, tantas otras cosas, que apenas le di importancia. Cuando pensaba en ello, cosa que hacía sobre todo por la noche, no podía determinar hasta qué punto se alimentaba la ansiedad que ya llevaba sintiendo desde quién sabe cuánto tiempo. Pensé en la forma que tenía el tiempo de congelar las entrañas, y después, hacerlas saltar poco a poco en pedacitos. Putos años.

Te hacen pasar, te dicen que te sientes y que te prepares. Saben lo que se hacen y lo hacen bien. Pero sólo tienen un número limitado de formas de decirlo; y todas se reducen a lo mismo, a la omisión de sentimientos de empatía y preocupación alguna por el estado anímico del individuo. “Edgar, has dado positivo”, me dice la mujer de la clínica, con la frialdad y ecuanimidad cínica propios de la jerga médica.

Es extraño que uno pueda hacer caso omiso de algo de forma tan concienzuda, que su omisión acabe convirtiéndose en aquello que indica su presencia y que el conocimiento al respecto se filtre de forma subrepticia, inconsciente. Un poco como la propia enfermedad. Me oigo decir a mí mismo: “Ya está, así que tengo el sida”. Y dije eso, elegí decirlo, porque alguna parte inteligente y optimista de mí que nunca me abandona, anhelaba oír todo el discurso aquel de que no es una sentencia de muerte y que si me cuidaba y seguía los tratamientos podía llevar una vida normal.

Pero lo primero que pensé fue: “Bueno, ya la hemos jodido”. Y me produjo una extraña sensación de alivio, porque hacía ya algún tiempo que sentía que la habíamos jodido; era como si lo único que hubiese descubierto fuera cómo. El resto del tiempo que pasé en la clínica no supuso más que ruido de fondo. Así que me fui a casa y me senté en el sofá. Empecé a desternillarme de la risa hasta que me empezó a salir desquiciada, entonces se me quedó atascada en la garganta y se convirtió en sollozos atroces. Intentaba pensar en quién, cómo, qué, dónde y por qué.

Pero no se me ocurría nada. Pensé en cómo me sentía. Me pregunté cuánto duraría. Lo mejor era resistir, hasta que solucionase unos asuntos pendientes. No paraba de repetirme que aquél sólo era un día más y que la noche sería una más en una larga y oscura sucesión que se prolongaría hasta lo desconocido, mucho más allá de donde alcanza la vista y la imaginación. Continuaría viviendo, me decía a mí mismo, y puede que por mucho tiempo. Lejos de resultar reconfortante, el terror que me inspiraba esa idea casi aplastó lo poco que me quedaba dentro: puede que mi vida continuase, pero no iba a mejorar.

Uno no se da cuenta de la clase de ancla que es la esperanza hasta que nota que ha desaparecido del todo. Te sientes eviscerado, vacío por dentro, y es como si ya nada perteneciese a este mundo. Es como si no hubiese ya nada que te retuviese dentro. En la desintegración de la realidad, la vista se difumina primero, y a eso le sigue una concentración desesperada en lo extremo y mundanal. Te agarras a cualquier cosa que parezca suministrar la respuesta, e intentarás encontrarle el significado con todas tus fuerzas. Yo no logro encontrarle el sentido a nada.

Una vocecita en mi interior me grita que aún sigo asintomático, que mi vida continuará hasta más allá de la difuminada vista del horizonte. Pero en lo único que puedo pensar yo es en la forma que tendrían unas uniformes gotas de sangre seropositiva chocar contra el suelo. La gravedad. Todo es tan simple como eso. Las cosas tienden a caer. Las cosas tienden a bajar. ¿Sería mi salud producto de la gravedad? Sin duda. El gris lo va invadiendo todo. Hace poco era capaz de patinar sobre el hielo. Ahora el hielo se había derretido y yo me hundía rápidamente, confundiéndome con el gris.

Mi suerte estaba echada. Ya no había nada que hacer. En realidad nunca hubo mucho que hacer, pero entonces menos que nunca. Pensé en que la gente que me quería, la gente que sufriría mi pérdida tenía derecho a unas cuantas respuestas. Pero no, no tenía tiempo para el festín necrófago de la cultura a la confesión íntima; se me haría muy duro despedirme. Estoy seguro de que ellos lo habrían comprendido. Estoy seguro de que ellos lo superarán. Porque, aún así, el viento seguirá soplando.

Cuando todo vale nada, cuando nada vale todo. Ya mi esfuerzo nunca se vería recompensado. Nunca me casaría, nunca tendría hijos, nunca me compraría una casa. Nunca tendría ese trabajo con el que he soñado. Y Ya nunca más podré disfrutar de un pitillo a la sombra. O de ese palpitar creciente que siento cuando beso a una chica. Ya no me podré levantar tarde los domingos. Ni podré discutir sobre política con mi hermano. Ya no podré hacer nada. Lo cual significa que ese era el final.

Me serví una copa de vodka para darme fuerzas. Me supo amarga, como la vida misma. Noté la sensación de revuelto cuando llega a mi vacío estómago. Yo no tengo mariposas en el estómago, las mariposas tienen alas frágiles y suaves; yo tengo cuervos revoloteando. La segunda me supo mejor, pero el miedo no me abandonaba.

Así que sí, ese era el final. Pero no es un final feliz, como en las películas; no es un final alegre marcado por el beso de una hermosa dama. Es un final triste; uno de esos finales en los que muere el protagonista. Uno de esos finales en los que terminas sincronizándote tanto con el protagonista difunto, que acabas viendo la película una y otra vez sólo para disfrutar de cada momento en el que el protagonista sigue vivo. No es uno de esos finales que te hacen reír, o llorar, o que se te encoja el corazón. Es un final vacío. Pues a mí, dudo que alguien me eche de menos. Dudo que alguien recuerde una y otra vez mi vida con la ilusión de que sigo vivo.

Pero tenía que llegar al final. Tenía que contiunar hasta el final de la carretera. Y mientras agonizaba y esperaba con ahínco mi último estertor, llegué a la conclusión de que lo último que me habría gustado, lo último que quería, era tener un mejor final.

lunes, 11 de mayo de 2009

Al otro lado del pasillo

En un cuarto piso, Marisa, de 24 años, estaba desnuda en la cama, masturbándose, pensando en Pablo. Tres pisos más abajo, Pablo, de 26 años, hacía lo mismo con Marisa.

Ambos vivían en el mismo edificio por estar juntos. Ambos siempre salían a tirar la basura a la misma hora sólo por verse. Ambos iban al mismo Pub los viernes por la noche, para mirarse de reojo desde lejos. Pablo siempre llamaba al Servicio de Atención al cliente donde trabajaba Marisa, y ésta siempre escuchaba el programa de radio donde Pablo trabajaba como locutor. Ambos estaban locamente enamorados. Sin embargo, nunca habían compartido más de cuatro frases seguidas.

Cuando Marisa terminó, abandonó esa efímera sensación de satisfacción para volver a su anémico estado de ánimo. Se le vació el corazón y pronto comenzó a sentirse tensa y envilecida, con su autoestima saltando por los bordes de un vaso sobrecargado. Se miró al espejo, fijándose en cómo los años no perdonan, y fijándose en sus cada vez más cuantiosas carnes. Se prometió a sí misma ponerse a régimen, como todas las mañanas a esa misma hora. Y esta vez irá en serio, se dijo, aunque una parte de sí misma sabía que mañana volvería a prometer en vano.

Pablo se miró a sí mismo en el espejo cuando terminó. Parecía estar decayendo al mismo tiempo que su erección, en su estado natural de melancolía y tristeza, que solo su afición de coleccionar cromos le hacía olvidar por breves instantes. Se miró el pene, dándose cuenta de sus ridículas proporciones; ahora parecía un tumor vergonzoso, algo ajeno a él.

Esa misma noche, se cruzaron en el portal. Él volvía de cenar en un chino, solo. Y ella iba sola a ver una obra de teatro. Se sonrojaron mutuamente como señal de reconocimiento, y entonces él le sonrió dócilmente mientras ella le devolvía la sonrisa tímidamente. Él cogió fuerza de voluntad, respiró hondo, y se aclaró la garganta para hablar.

-Hace bastante frío ahí fuera…- Musitó, cohibido.

-¿Sí? Bueno… Llevo una bufanda en el bolso, y… y eso.- Respondió Marisa, con voz trémula.

-Sí, eh… Sí, bastante frío…- dijo Pablo, entre dientes, casi tartamudeando.

Se quedaron el uno frente al otro, unos atroces segundos, sonrojados, y sin saber qué decir. Aquel silencio era de lo más incómodo. Entonces sonrieron con una extraña sincronización, antes de que Pablo se retirase a su piso y Marisa siguiese su camino portal afuera, mientras se sacaba la bufanda. Cuando se perdieron de vista, ambos se contrajeron, mientras su autoestima se desmoronaba; intentando detener el espasmo; aquel latido de dolor, repugnancia y vergüenza de sí mismos.