El proceso de divorcio me pareció carente de sentido, porque, para empezar, nunca habíamos parecido un matrimonio; sólo era un convenio estipulado. Pero su abogado insistió. Lilith quería una ruptura total y que no quedara nada que nos relacionara nunca más salvo una cosa: una pensión alimenticia para nuestro hijo Kevin. Al principio me negué, pero se fueron sucediendo frases como "Joder, James, ¡es tu hijo!" o "Si no puedes ni ocuparte de él, por lo menos ayúdame para que lo haga yo" que convirtieron lo que a simple vista parecía un acuerdo en igualdad de condiciones en algo notablemente a su favor. No hizo falta tan siquiera hablar sobre la custodia, se sobreentendía que dadas las circunstancias era algo que le correspondía por derecho natural, y además, se me denegaba el derecho a visitarlo en vista de los posibles trastornos afectivos que podía sufrir: de acuerdo con su abogado, yo era ese Elemento Perturbador que revivía sus traumas infantiles, y él tenía suficientes pruebas para demostrarlo. "Si está usted en desacuerdo, acuda a los tribunales" comentó el abogado en más de una ocasión. Lo segundo de lo que me di cuenta es de que la eyaculación es el punto legal de no retorno.
Lo tercero de lo que me di cuenta es de que Lilith realmente había querido construir un largo futuro junto a mí. De verdad había intentado que las cosas fueran bien entre nosotros. Nunca antes había prestado atención, y justo ahí, en trámites de nuestra separación me di cuenta por sus ojos de que ella me había llegado a querer sinceramente. Pero debería haber sabido que soy transparente. Lilith debería haber sabido que la razón por la que yo estaba allí no tenía nada que ver con ella, sino que simplemente intentaba encontrar un lugar donde recuperar las ganas de vivir. No fue hasta que Lilith dijo "De verdad que te había querido" cuando empecé a llorar. Un silencio significativo se adueño de la sala tras su confesión. Quería decirle que todavía la amaba, pero no era lo que ella quería oír. Fui el primero en abandonar la habitación, y mientras bajaba las escaleras tuve que apretar con fuerza las mandíbulas para no derrumbarme por completo.
Ahora, cada vez que pienso en ello, me llevo la mano a la pistola cargada que llevo desde entonces siempre encima. Me hace recordar que no tengo porqué soportar, y que, cuando quiera, puedo abandonar.