domingo, 19 de diciembre de 2010

Idílico

Un día entré a casa y Lilith me pidió el divorcio. Me dijo que no me aguantaba más, que mis problemas con la bebida y mi mal comportamiento habían superado ya todas sus fronteras. Habían conseguido más peso sentimental incluso que su juego de reminiscencias que tenía lugar en algún lugar de su cabeza justo cada vez que Lilith pensaba sobre ello, recordándole los buenos momentos que habíamos pasado juntos. El contrato estaba sobre la mesa, su abogado presente, y no había nada más que hacer; ya no había marcha atrás, ni catarsis, ni forma alguna de revivir el pasado, ni de cambiarlo, ni nada. La primero que aprendí es que una vez que las cosas se joden, ya no tienen arreglo.
El proceso de divorcio me pareció carente de sentido, porque, para empezar, nunca habíamos parecido un matrimonio; sólo era un convenio estipulado. Pero su abogado insistió. Lilith quería una ruptura total y que no quedara nada que nos relacionara nunca más salvo una cosa: una pensión alimenticia para nuestro hijo Kevin. Al principio me negué, pero se fueron sucediendo frases como "Joder, James, ¡es tu hijo!" o "Si no puedes ni ocuparte de él, por lo menos ayúdame para que lo haga yo" que convirtieron lo que a simple vista parecía un acuerdo en igualdad de condiciones en algo notablemente a su favor. No hizo falta tan siquiera hablar sobre la custodia, se sobreentendía que dadas las circunstancias era algo que le correspondía por derecho natural, y además, se me denegaba el derecho a visitarlo en vista de los posibles trastornos afectivos que podía sufrir: de acuerdo con su abogado, yo era ese Elemento Perturbador que revivía sus traumas infantiles, y él tenía suficientes pruebas para demostrarlo. "Si está usted en desacuerdo, acuda a los tribunales" comentó el abogado en más de una ocasión. Lo segundo de lo que me di cuenta es de que la eyaculación es el punto legal de no retorno.
Lo tercero de lo que me di cuenta es de que Lilith realmente había querido construir un largo futuro junto a mí. De verdad había intentado que las cosas fueran bien entre nosotros. Nunca antes había prestado atención, y justo ahí, en trámites de nuestra separación me di cuenta por sus ojos de que ella me había llegado a querer sinceramente. Pero debería haber sabido que soy transparente. Lilith debería haber sabido que la razón por la que yo estaba allí no tenía nada que ver con ella, sino que simplemente intentaba encontrar un lugar donde recuperar las ganas de vivir. No fue hasta que Lilith dijo "De verdad que te había querido" cuando empecé a llorar. Un silencio significativo se adueño de la sala tras su confesión. Quería decirle que todavía la amaba, pero no era lo que ella quería oír. Fui el primero en abandonar la habitación, y mientras bajaba las escaleras tuve que apretar con fuerza las mandíbulas para no derrumbarme por completo.
Ahora, cada vez que pienso en ello, me llevo la mano a la pistola cargada que llevo desde entonces siempre encima. Me hace recordar que no tengo porqué soportar, y que, cuando quiera, puedo abandonar.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Ya no quedan revolucionarios como los de antes

Ya no hay revolucionario que no esté criando malvas. Y si lo hay está jodido y aislado en una cárcel, con un cuchillo dentro del culo y una mano opresora que le asfixia desde el cuello, y le empuja la cabeza en un cubo de agua helada y le pregunta que si está en la ETA o en Septiembre Negro o por qué coño hacía lo que iba a hacer, mientras los medios aseguran que el tipo era un maltratador que sufría varios trastornos psicológicos graves y que menos mal que las fuerzas de seguridad, que velan por nuestras vidas, le han detenido a tiempo o podía haber ocurrido una catástrofe.
Todo queda muy bonito dicho desde esas altas esferas de control meticuloso con un camuflaje mediático que hace parecer que aún queda libertad o algún indicio de ella, y que hay opciones reales. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que el movimiento ha muerto, y de acción individual sólo quedan casos aislados. Pero no nos engañemos, la revolución es una batalla y la hemos perdido. La hemos perdido porque el contrincante se ha adaptado a nuestras exigencias, como un virus y las ha usado contra nosotros. Ahora se atiborra al individuo con productos y con distracciones para que no pueda pensar por sí mismo. Los derechos son inversiones para aumentar la productividad. Al igual que se engrasan las máquinas para que funcionen con suavidad, al trabajador se le tiene ahora contento con jornadas de ocho horas, con vacaciones pagadas y con seguridad social. Aparentemente hemos ganado, y eso es lo que ellos usan contra nosotros, pero no. La verdadera revolución, además del bienestar social, era librar a la sociedad de la tiranía de esos opresores, de las víboras chupasangre, de los que usan el sistema para seguir exprimiento al individuo. Ahora la opresión no es física, es... mediática. Publicitaria.
Incluso la revolución se ha convertido en un producto de mercado. Botas, chupas, estética, chapitas, canciones, películas, libros. Los revolucionarios de ahora sufren narcisismo situacional adquirido y se encierran en una habitación a esnifar heroína con un cubo para vomitar al lado de la cama. Compiten con la cocaína para estar a la moda. Llevan peinados supuestamente transgresores, y dedican canciones a las víctimas de la guerra de alguna república bananera. Los revolucionarios de ahora pecan de muchas cosas, pero especialmente de una: alimentan el sistema que quieren destruir. Camisetas del Che, de Sid Vicious, de Kurt Cobain... Sus muertes: estrategias comerciales. Su revolución: bienes de mercado. Y los que no, se catalogan, como si fueran de un modelo comercial.
Pero yo tengo algo mejor. La experiencia me dice que hay que volver al orígen, a la fórmula que dio sentido a las reivindicaciones: una bomba. Y cuando estalle, la falsa seguridad gubernamental se irá a pique. Lo demás, depende de vosotros.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Como abogado

Me convencí de que, en realidad, no sabía nada. Lo había hecho millones de veces con anterioridad y era un experto a la hora de borrar la realidad. Como abogado me resulta fácil imaginar una escena más plausible que la que en realidad se había presentado. Así que sustituí los treinta minutos en los que los hechos habían tenido lugar por otra cosa, y, puesto que la verdad de los hechos de la noche del 20 de Octubre es -¡oh!- irrelevante me sentí cómodo al inventar otra película.
Todo es cuestión de modificar los hechos. Para defender un caso tienes que creerte realmente lo que defiendes. Todo es cuestión de plantarse frente al espejo, y repetirse una y otra vez los hechos que deseas defender, hasta que tú mismo acabes creyéndotelos. Así de maleable es la memoria. El término médico es "aprendizaje por repetición", y de nuevo, en eso soy un experto; por algo me saqué la carrera de derecho. Sólo hay que releerse una vez tras otra todos esos galimatías sobre la ley y la justicia hasta que, por fin, los has memorizados.
Empiezas lleno de ilusión y optimismo, pero al final descubres con la sabiduría que te da experiencia que todo eso no son más que una mierda de idealismos románticos. Cualquier abogado que se precie debe desprenderse de los ideales. No se puede salvar el mundo, no se puede luchar en favor de la justicia y de la igualdad, porque, sencillamente nada de eso existe. La definición de esos términos se aleja mucho de la realidad, no existe justicia una, existe otra justicia, existen otras leyes: una doble moral. La voluntad de poder. Selección natural. La ley del más fuerte. Como abogado presentas tendenciosamente todas las pruebas en favor de las conclusiones que deseas alcanzar y rara vez te inclinas por la verdad. Todo se basa en darle la vuelta a los hechos, y, sobre todo, en la terminología.
Cuando la abogada de la señorita Delacroix calificó como "violación" los hechos sucedidos la pasada noche del 20 de Octubre, yo empleé el término "despecho". Cuando ella empleó el término "violencia", yo hablé de "malentendido". Ella habló de "indefensión", nosotros de "inocencia fingida". Empleé el término "lujuria" en más de una ocasión. Gracias a la idealista e inexperta abogada de la señorita Delacroix, la imagen que el juez se llevó de la propia señorita Delacroix no pudo ser más negativa. La de una lasciva oportunista que decidió utilizar una caída por las escaleras como prueba para lanzar una falsa acusación contra un hombre al que acababa de seducir, con el objetivo de sacarle dinero. Sus ojos eran de derrota total cuando el martillo del juez nos dió la razón. Algo se había roto en ella, lánguidamente salió de la sala, y se perdió en la calle.
Mi cliente -un italiano con una extraña cicatriz en la cara- me invitó a unas cervezas para celebrarlo. En el bar él comentó, literalmente, que "cuando es forzado es más placentero", lo cual jodió mi propia versión de la historia. Me puso de bruces contra la verdad. Al principio no le dí importancia, pero desde entonces, no me creo nada de lo que digo frente al espejo. Mis discursos han pasado de "gestas" a "peroratas". Ya no ganaba casos por "unanimidad" sino por "una nimiedad" -¿qué nimiedad? la verdad puede ser muy insignificante-.
Seguía defendiendo casos de violación; y los ganaba; pero no lograba creerme la película y eso hizo que esa incómoda sensación de disconformidad cada vez ganase más peso hasta que finalmente se apagase la chispa que solía animarme.
Una tarde me desperté y caí en la cuenta de que ya no sabía cómo funcionaba nada. ¿Qué botón encendía la cafetera? ¿Quién pagaba la hipoteca? ¿De dónde venían las estrellas? ¿Qué hacía saliendo por ahí con ladrones de diamantes? Con el tiempo aprendes que todo se acaba. Ya no deseaba formar parte de nada. La psicóloga lo tachó de "sentimiento de culpabilidad". Cuando le repliqué que no era así, añadió "necesitas tocar fondo". Pero, como abogado, cuesta tocar fondo porque ganas cerca de trescientos mil al año.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Descongestión mental

En el inicial subidón de cocaína se abre paso una descongestión mental que finalmente se va apaciguando y dejando paso a un estado de melancolía y desesperación. Los pensamientos suicidas, que deben ser fugaces, se atascan en tu abarrotado cerebro.
Por un momento piensas: joder, meterme coca es como mear en la bañera para que no se vacíe. Pero poco después llegas a la conclusión: venga, coño, que si meo lo suficientemente rápido la bañera no se vacía. Y te metes una raya tras otra sintiéndote libre, con el cerebro descongestionado, frío, excitado. La cosa sigue así hasta que finalmente la coca se acaba, y vas viendo como el agua, ahora enmierdada, baja el nivel poco a poco hasta que finalmente tienes que salir de la bañera y resbalarte en la realidad.
El tiempo que tarda este proceso responde a una sencilla operación matemática. Teniendo en cuenta que un gramo de cocaína cuesta 60 euros, y que con un gramo te da para 10 rayas, y que cada raya te mantiene con vida aproximadamente media hora, con 30 euros te da para aguantar 2 horas y media. Suponiendo, además, que sólo me pueda gastar 30 euros al día en cocaína, significa que tengo que aguantar otras 21 horas y media diarias de sufrimiento. Sé que 30 euros al día es un precio que realmente no me puedo permitir, pero eso carece de relevancia cuando estás sinceramente enganchado a la cocaína.
Acabas olvidando, incluso, que ese anillo tan valioso que acabas de vender por 120 euros es una herencia familiar de un valor incalculable. Te olvidas además de las facturas, el trabajo, esa cosa insulsa a la que solías llamar amor, y en definitiva, al resto de la gente. Acabas tú, nervioso y violento, convertido en el centro de ese curioso universo que has creado. Acabas olvidando la civilización: la cocaína se convierte en tu único alimento, y el dinero, el único medio para cazarla.
Pero los pensamientos suicidas, oh, esos sí que no los olvidas. Acaban convirtiéndose en un elemento de supervivencia, algo con lo que pasar el día a día. Puede que el valium te haga olvidarte de los efectos físicos, pero ni siquiera él puede diluir tu congestionada mente.

martes, 16 de noviembre de 2010

La sangre tiene un sabor especial

Aunque la cena no es especialmente romántica -quiero decir, no está mal, pero tampoco está de puta madre- algo me ronda la cabeza. Y es que, mientras ella habla y habla sobre el trabajo, los amigos, y la madre que la parió, yo no puedo dejar de pensar en el aspecto, la forma en que brotaría su sangre en el caso de inflingirle un tajo en el cuello con el cuchillo de 20 centímetros que guardo en mi maletín. ¿Saldría en un chorro con presión, o fluiría pegada a la piel, empapándole la ropa? ¿Saldría de manera limpia y lisa, o burbujeando? ¿De color claro o de color oscuro? ¿Qué contenido proteínico tiene su sangre? ¿Qué sabor tendrá, a cobre? Me evado pensando en quemarle los globos oculares con un encendedor hasta que le estallasen, fantaseo con la idea arrancarle una pierna, meterla al horno, y comérmela, e incluso me descubro a mí mismo con una erección cuando intento imaginar qué aspecto tendrá su cabeza sobre el recipiente de porcelana china del recibidor.
Lo cierto es que incluso mi lujuria desenfrenada de sangre tiene sus límites, y decido que ella está a salvo. Decido que no voy a llevarla a mi apartamento, a sacar un cuchillo en el momento menos inesperado, a darle un tajo en la barriga, a sacarle los intestinos y asfixiarle con ellos mientras le meto el fémur de la prostituta que maté la semana pasada por el culo por el simple hecho de que me excite hacerlo. No. Me decido en contra. Pero me apetece. Al fin y al cabo, ¿qué son las apetencias? Nada tangible, desde luego.
Temo que hoy me tendré que conformar con el convencional sexo. O ni eso. Puede que llegue solo a casa, y decida ponerme el collar que me hice con los huesos de aquella cajera del supermercado, me meta en la bañera, y me la casque como un mono. Aunque no me apetezca.
Sólo para demostrarme que yo me puedo imponer a mis propias apetencias. Y que lo que hago se debe únicamente a mi voluntad.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Desaparece

Su boca se abre, se cierra, y se vuelve a abrir; sonríe, me atrae como un imán pintado con lápiz de labios rojo. La toco, le cojo la mano por encima de la mesa, y se la sostengo un buen rato. Ella se estremece, hace un ademán de apartarla, pero finalmente se decide en contra y la deja donde está. Se ruboriza, gesticula pero no habla, sonríe. El sol sale de Indochine, el restaurante se vacía, nos quedamos solos, son cerca de las dos de la mañana. Los latidos del corazón se me disparan y detienen, se estabilizan momentáneamente, pero después vuelven a dispararse. Escucho con cuidado. Posibilidades alguna vez imaginadas se precipitan. Ella entrecierra los ojos y cuando vuelve a mirarme, yo entrecierro los míos. Pero entonces pasa algo. Lo que empieza como leve se desarrolla sin esfuerzo en una sensación de disconformidad inaguantable, una sensación de vacío interior que amenaza con secarme por completo. Me hace levantarme, decir "Lo siento", e irme corriendo.
Ella sale detrás de mí, yo soy más rápido, pero los músculos se me deshacen, los huesos me crujen, desfallezco, y finalmente me alcanza en la salida del restaurante.
Un telón de miles de estrellas brilla en el cielo, y me humilla lo muchas que son. Es algo que me cuesta bastante soportar. Una sensación de derrota se apodera de mí. Sudor frío. Náusea.
Pregunta "¿Qué pasa?". Pienso en otras cosas mientras intento evitar su mirada: aire, agua, cielo, tiempo, un momento, un punto en que quise enseñarle todas las cosas hermonsas del mundo. Vuelve a preguntar "¿Qué te ocurre?". Pero, sencillamente, no tengo tiempo ni paciencia para hacer revelaciones, para empezar de nuevo, para acontecimientos que tienen lugar más allá del dominio de mi visión inmediata.
Yo intento decir algo, pero es como si a mi mente le costara comunicarse con la boca, ella me mira como si tratara de realizar un análisis racional de quién soy, lo que es, por supuesto, imposible: no existe una clave.
Entonces me abraza, y emana un calor al que no estoy acostumbrado. Estoy tan acostumbrado a imaginar que todo sucede del modo en que pasa en las películas, a visualizar las cosas del modo en que suceden los acontecimientos en la pantalla, que casi puedo oír el sonido de la orquesta, casi puedo alucinar que la cámara toma una vista panorámica de nosotros y la imagen en setenta milímetros de sus labios que se abren, murmuran "Te quiero" y se acercan a los míos a cámara lenta. Pero mi abrazo es frío, helado, y lo noto; me doy cuenta; al principio borrosamente y luego con mayor claridad, de que mi desolación interior se encuentra gradualmente cada vez más avanzada, y de que ella me besa en la boca y eso me lleva de vuelta a la realidad y la aparto.
Le digo que lo siento, que me tengo que ir. Ella me mira desilusionada, pero dice "Te llamaré". Asiento, y me voy.
Una vez, hace cinco años, conocí a una chica que me dijo "La vida está llena de posibilidades sin límite". Se acababa de graduar en tercero de Medicina, pero no vivió para llegar a cuarto. Y esta noche, la chica que ha estado sentada delante de mí no es en absoluto ella, por mucho que mi mente intente revivirla en otras personas.
De vuelta en mi apartamento, recuerdo aquella vez que fui con ella al zoo, y compramos globos, y luego los soltamos para ver cómo se alejaban volando. Intento recordar su cara, su rostro, pero es esquivo a mis pensamientos, se emborrona, y finalmente desaparece.

domingo, 17 de octubre de 2010

Apología a la autodestrucción

Por el momento, los enfermeros se llevan el cadáver, tapado con una sábana blanca, en una camilla. Y mientras Ramón y yo le damos a la fregona para quitar la orina, las heces, la sangre, y el resto de serosidades repugnantes que el vejete ha ido dejando en el suelo de linóleo durante todo el fin de semana.
Ya desde esta mañana se olía; y no me refiero a la orina del vejete -bueno, al menos no sólo a la orina del vejete-; un efluvio extraño en la residencia. Era como si la muerte estuviera en la misma puerta. Uno sentía más frío aquí dentro, el humor de los pacientes era más tosco -a pesar de que aún no sabían nada de la muerte de su compañero-, y parecía como si la luz no entrase por las ventanas. En definitiva, uno sentía que algo malo se había estado gestando aquí dentro. Los vejetes lo temían, lo sabían; no era la primera vez; hace ya mucho tiempo que la dignidad y la vitalidad abandonaron este lugar.
Lo primero que me dijeron cuando entré en la residencia esta mañana fue:
-El viejo Eugenio no ha salido de su habitación desde el viernes. Mire usted a ver qué pasa. Las enfermeras dicen que no pueden entrar, que no tienen derecho a violar la intimidad de un paciente.
-¿Y yo sí?
-A usted no le pueden despedir.
Y cuando abrimos la puerta de su habitación, allí estaba él. Tirado en el suelo, con la cabeza abierta, y el suelo lleno de su sangre, mocos, baba, orina y heces. Ya os podéis imaginar cómo olía de mal, pero por encima de todo, se podía detectar el olor a muerte. Tras detectar ese olor a epinefrina, sigue un escalofrío sobrecogedor que te congela desde la piel hasta las mismas entrañas, atravesándote los huesos con un férreo pinchazo agudo. Lo siguiente que te pasa por la cabeza es "¿Y no será un muñeco, una broma de mal gusto?". Pues su tez, ahora descolorida, había perdido ya toda humanidad y se antojaba bien parecida a la de un muñeco gigante y arrugado. El grifo de la ducha desbordaba ya la bañera y el agua cubría ya prácticamente toda la habitación, y uno sentía pánico, pánico y asco, cuando comprendía que tenía que entrar ahí y limpiarlo todo.
Mientras Ramón le da a la fregona para desincrustar la sangre del suelo, y yo recogo los pedazos de mierda del vejete, le comento: "Uno acaba por comprender que la muerte es un proceso más que un suceso. Uno se va pudriendo poco a poco en lugares como este. La vida hace ya tiempo que escapó del cuerpo de este pobre hombre."
-Un suceso... O un deceso. -comenta burlonamente Ramón.
Lo que me jode de este diablo es la poca esperanza que alberga. Su nihilismo le impide ver cualquier cosa positiva, le impide hacer cualquier bien por la humanidad.
-¿Ramón, tú, por qué coño estás aquí? No trabajas aquí, y ni de coña me puedo seguir tragando que vienes de voluntario como yo y el resto de los chicos.
-Estoy aquí por pura y simple obligación. Trabajos sociales forzados... Caridad por obligación, y no por devoción. Muy propio de una sociedad que le da un pedazo de pan podrido a un niño enfermo y se siente con eso satisfecha.
Ya en la cantina, mientras saboreaba un tercio, medité sobre la afirmación de Ramón. En el mundo habrá unas seis mil cuatrocientas millones de personas. Que no son pocas. El mundo se estaba pudriendo, y ellos en cambio disfrutaban evadiéndose en su propia realidad, en su propio mundo imaginario. Con sus coches, sus televisores, sus mujeres y sus pastillas, habían hecho del mundo un asunto menos del que preocuparse; la mancha que escondes bajo la alfombra. Estaban conduciéndose por la senda de la destrucción hacia el exterminio, hacia el sufrimiento y el olvido. Pronto ellos envejecerían, enmudecerían, y tendrían que ir a los mataderos que han diseñado para gente como ellos. "No obstante, todo ello es mejor que la ayuda y el socorro a los más favorecidos. Esto último no cambiaría una mierda; moriríamos sólos igualmente, sin recibir nada a cambio. El que se muere de hambre no ayudaría a nadie aunque no se muriese de hambre. Es un signo de debilidad tener cualquier esperanza en el ser humano", me imaginé que Ramón diría.
Los enfermos se morían, los viejos se pudrían, y las familias hambrientas desaparecían, ¿a quién le importaba? "¿Y por qué habría de importarnos?", me imaginé que Ramón preguntaría.
Pensé sobre ello hasta que sonó el timbre anunciando el final del descanso. Y cuando me disponía a volverme a poner manos a la obra, di media vuelta y pensé "Al carajo, que se pudra el mundo, yo me tomo otra cerveza".

miércoles, 13 de octubre de 2010

Aburridas historias de ordinariez cotidiana II

-Es la teoría restrictiva de las acciones, y se estudia en primero de derecho. Para que me entiendas, si digo que las tetas no, se sobreentiende que el coño tampoco. Pero si el coño sí, entonces las tetas también, ¿lo has entendido?
El tío arruga la cara en señal de ignorancia y vuelve a tocarme las tetas, por lo que decido que la opción más recomendable es darle un sonoro bofetón en su fea cara, y alejarme de él antes de que reaccione. Así que lo hago, y el tío ni se inmuta. Como si fuese lo más normal del mundo.
Es normal aquí, pienso. De cualquier manera, así es como funcionan estos sitios. Vístete como un gilipollas, paga un dineral para entrar a la discoteca, y ponte a tocar tetas a diestro y siniestro hasta que alguna se halague en lugar de darte un guantazo, llévatela entonces a algún callejón y fóllatela. Esa es la norma. Está impresa en las actitudes de todos, está incluso en la música machista que suena de fondo. Está en las luces, y está en el baile propio. Ligoteo fácil para mentes tontas.
Ya no hay seducción, ni palabrería, ni tan siquiera una mínima atracción mental. Ni siquiera hay seducción física. Es todo mucho más sencillo, una simple comuna de intercambio de fluídos y enfermedades de transmisión sexual.
Montones de chicas vienen aquí; ni siquiera tienen que pagar entrada; como reclamo, y tras ellas toda una marabunta de depredadores cabríos de escasa capacidad mental.
Ni siquiera sé qué hago aquí. No sé en qué parte de la noche abandoné el calor que me daba una botella de tequila para venir a uno de estos antros discotequeros sucios. Pero fue, sin duda, después de que la noche debiera haber terminado. Porque siempre se alargan más de lo que deberían, y con ella los cubatas, las drogas y las equivocaciones.
En este Imperio Español no sale el sol.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Aburridas historias de ordinariez cotidiana

La sombra de Diego, quiero decir, la otra sombra de diego, aquella que se deja ver, retrocede losa a losa, volviendo al origen mientas el sol está más alto. Perpendicular, me corregiría él. Me está hablando del corporativismo alemán, y de otras miles de cosas que en realidad no escucho. Tras cada afirmación, asiento pesadamente con la cabeza mientras él se lanza a la carga de otra alegoría que justifique su teoría. Y cuando ha acabado, vuelvo a asentir con la cabeza. Pero en realidad no le escucho. Su voz no supone más que ruido de fondo, un panfleto vacío. Estoy más atento de ese escote, de esas dos piernas aderezadas con una corta minifalta, de esos rojos labios carnosos y esa mirada viciosa de ojos azules... Y, cuando salgo de mi ensimismamiento, me sonríe. Juro que me sonríe. Noto la colleja de Diego, y juro que me sonríe.
-¿Pero me estás escuchando, joder?
-Me ha sonreído...
-Joder, esto es serio, te decía que la naturaleza de la política de la educación actual no es sino...
-¡Te digo que me ha sonreído!
-Pero... ¿quién?
-¡Ésa! -señalo, pero ya no está.
La veo andando hacia el horizonte, meneando sus dulces piernas, y la vuelvo a señalar. Cuando está a punto de desaparecer tras la vuelta de una esquina, nos mira, nos lanza un beso invisible, y entonces sí, desaparece.
-¡Joder! Menuda guarra -exclama Diego.
A esto que, otra sombra, el doble que la de Diego, avanza sobre nosotros y se nos echa encima, y su figura, desde lo alto, exclama:
-Esa a quién llamáis guarra es mi hija, y ese gesto iba dirigo hacia mí.
Noto que el odio y la frustración del hombre se van centrando sobre Diego mientras éste esboza una sonrisa cruel e intimidadora. Lo que debía haber sido un intercambio rápido de palabras, se prolonga en una incómoda batalla de miradas hasta que Diego vuelve a decir:
-Da igual, sigue siendo una puta cerda.
Y el hombre, abandonando su actitud agresiva y dibujando en su cara otra sonrisa despiadada, responde:
-Ya lo sé, a mi ex-mujer ha salido.
Y los dos rompen a reír como hienas.
Eran las 2 del medio día, y el sol había sido tapado por una nube. Y daba igual, no había salvación entre caníbales.

viernes, 14 de mayo de 2010

El señor O'Hagan

Los enfermeros sudando; los costados de la camisa del uniforme blanco, desde la manga al cinturón, lleno de manchas de sudor y de sangre. Golpean con sus guantes de látex el pecho del señor O’Hagan, adhieréndose al sudor y la sangre que baña todo su pecho.

Pongámonos in situ, son las tres de la mañana y en el Hospital General de Portland se recibe una llamada de socorro de una esposa conmocionada quien cuenta que el señor O’Hagan, sí, el Señor O’Hagan, el magnate más importante de la industria del petróleo, sufrió una sobredosis de morfina y cayó por las escaleras haciéndose una herida en la cabeza.

Con la piel prácticamente azul; después de toda una movilización médica y periodística hacia la casa victoriana situada en las afueras de la ciudad; en el cuerpo del señor O’Hagan se desinfla la poca vida que le quedaba. El fotógrafo encargado del New Yorker disparando su cámara, flash tras flash desde todos los ángulos, bañándolo todo en estallidos estroboscópicos que nos dejan ciegos; parpadeando.

Respirando el aire caliente, cargado de olor a sudor y perfume, la señora O’Hagan contempla el cuerpo casi vacío de su marido. Inerte. Frío a pesar de los cristales empañados por la respiración humana. Ella ahí, con el corazón envasado al vacío, con los ojos chorreando lágrimas por las dos mejillas, el corrimiento del lápiz de ojos y la sombra de ojo resiguiendo las arrugas parecidas a telarañas que le van desde los ojos a la barbilla; su cara hecha trizas por el entramado de grietas negras ramificadas mientras su mente rememora cada uno de los segundos que pasaron juntos.

Un enfermero estruja un tubo de gelatina transparente y unta de gelatina las palas cardíacas. Luego frota una pala con otra, extendiendo la gelatina transparente entre las dos. Un millón de voltios de electricidad, listos para dar un shock que devuelva a la vida al señor O’Hagan.

Los enfermeros le plantan las dos palas cardíacas en el pecho caído y sudoroso, y el espinazo de O’Hagan se arquea bajo la descarga que le entra. Los músculos de los brazos y las piernas se le hinchan, bien definidos, grabados y tallados, la piel dura y tensa. Durante esa descarga, O’Hagan parece joven otra vez, esbelto y bronceado, liso y sonriente. Los ojos muy abiertos por el shock. El flash del fotógrafo y la chispa de la centella de los enfermeros convierten a O’Hagan en una persona viva; viva y brillante, y luminosa.

Y durante ese destello, su mujer le mira, y lo ve devuelto a la flor de la vida, joven como cuando los dos eran jóvenes.

Los desfibriladores cardíacos puestos a más de 450 julios dejan quemaduras por contacto. Las palas pueden chamuscarle el pecho al paciente. Cualquier joya metálica puede doblarse al rojo vivo, pendientes o collares. En los pectorales caídos del señor O’Hagan, el relicario con forma de corazón se ha calentado tanto que se le ha incrustado en el pecho, marcándose en él de por vida; o mejor dicho de por muerte. El relicario se ha abierto, el oro de ha puesto negro, y la foto del bebé que había dentro se ha enroscado y se ha chamuscado en medio de una nubecilla de humo.

Y los enfermeros se apartan del cuerpo muerto, y le dicen a su mujer que no han podido salvarle, mientras montones de periodistas se abren paso a golpes sólo para poder conseguir una foto del cadáver. Y, puede que sea un gesto de voluntad, o puede que le fallen las piernas, pero su esposa se derrumba sobre O’Hagan, con el relicario todavía al rojo vivo entre ellos dos.

domingo, 11 de abril de 2010

National Geographic

El joven taciturno y espinoso andaba paulatinamente con el pilóto automático de vuelta a su vivienda cuando un tipo, demasiado arrugado y canoso para su temprana edad, le sorprendió. Fue un intercambio rápido y sencillo de palabras; su palabrería arrogante y su chulería innata le servían igual que al ciervo macho le sirven sus cuernos: para jactarse ante la hembra y defender el territorio, siendo ello una hembra perteneciente a la especie homo habilis. En este caso, un especímen con singularidad propia: sus rasgos faciales delataban un probable empleo en un supermercado, e iba cargada con un carricoche en las manos y un bombo bajo el chándal azul. Así, mientras sus ojos reflejaban la completa ignorancia y su semblante la agresividad, su boca se tornaba en una mueca de desprecio burlón, y profería una serie de sonidos y fonemas, cuyo significado en castellano; por analogía ante el conocimiento de la lengua de otros especímenes de características muy similares; sería:
-Primo, ¿me das un euro?
El joven, con cierta ingenuidad y completa inocencia, se rascó los bolsillos, y, ante la negativa de la petición -en el límite con la exigencia- de aquel tipo, dijo:
-Sólo llevo una moneda de dos euros, ¿tienes cambio?
Sacando pecho y cruzando los brazos para reafirmar su postura, el tipo contestó:
-No, no tengo, primo.
La amabilidad natural del joven, perteneciente a una raza superior del homo sapiens, le llevo a, en un principio, darle la moneda. Pero, antes de que extendiese la mano con la moneda, el otro especímen cometió el error de, torpemente, meterse la mano al bolsillo derecho, y el tintineo del bronce replicó desde el fondo de éste. Entonces el joven cayó en la cuenta, ¿por qué habría de dar él algo por ese tipo que ni siquiera facilitaba tal ayuda? Y, con tal efervescencia que se sorprendió a sí mismo, espetó:
-Entonces jódete. Que te den por culo.
Para aquel tipo, aquella muestra de agresividad ponía en grave peligro su estatus de macho alfa, y con ello, el control absoluto sobre el especímen hembra, que miraba con sorpresa y desdén al joven. Así, intentó golpear al joven con su extremidad superior derecha.
La subordinación del cuerpo a la mente es algo común a todos los mamíferos, pero en él era algo diferente. Puesto que carecía de cerebro, sus brazos se agitaban desorganizados intentando golpear a su presa, la cual, con unas pocas fintas y unos cuantos golpes bien dirigidos, logró reducir a cero la resistencia e imposición que en un principio presentaba aquel tipo.
Mientras y desde el suelo, aquel tipo observaba, tras su pantalla de idiocia, al joven marcharse. El hecho de olvidar su cara para una posible revancha suponía anotar una derrota, lo cual en la escala de orgullo de su clan era algo inaceptable. Además, puede que luego fuese a cazarlo a su propio hábitat con los demás especímenes de su tribu. Y, puede también que intentasen asaltar a algún otro homo sapiens, pues cuando atacan en manada es cuando mejores resultados suelen obtener.