domingo, 19 de diciembre de 2010

Idílico

Un día entré a casa y Lilith me pidió el divorcio. Me dijo que no me aguantaba más, que mis problemas con la bebida y mi mal comportamiento habían superado ya todas sus fronteras. Habían conseguido más peso sentimental incluso que su juego de reminiscencias que tenía lugar en algún lugar de su cabeza justo cada vez que Lilith pensaba sobre ello, recordándole los buenos momentos que habíamos pasado juntos. El contrato estaba sobre la mesa, su abogado presente, y no había nada más que hacer; ya no había marcha atrás, ni catarsis, ni forma alguna de revivir el pasado, ni de cambiarlo, ni nada. La primero que aprendí es que una vez que las cosas se joden, ya no tienen arreglo.
El proceso de divorcio me pareció carente de sentido, porque, para empezar, nunca habíamos parecido un matrimonio; sólo era un convenio estipulado. Pero su abogado insistió. Lilith quería una ruptura total y que no quedara nada que nos relacionara nunca más salvo una cosa: una pensión alimenticia para nuestro hijo Kevin. Al principio me negué, pero se fueron sucediendo frases como "Joder, James, ¡es tu hijo!" o "Si no puedes ni ocuparte de él, por lo menos ayúdame para que lo haga yo" que convirtieron lo que a simple vista parecía un acuerdo en igualdad de condiciones en algo notablemente a su favor. No hizo falta tan siquiera hablar sobre la custodia, se sobreentendía que dadas las circunstancias era algo que le correspondía por derecho natural, y además, se me denegaba el derecho a visitarlo en vista de los posibles trastornos afectivos que podía sufrir: de acuerdo con su abogado, yo era ese Elemento Perturbador que revivía sus traumas infantiles, y él tenía suficientes pruebas para demostrarlo. "Si está usted en desacuerdo, acuda a los tribunales" comentó el abogado en más de una ocasión. Lo segundo de lo que me di cuenta es de que la eyaculación es el punto legal de no retorno.
Lo tercero de lo que me di cuenta es de que Lilith realmente había querido construir un largo futuro junto a mí. De verdad había intentado que las cosas fueran bien entre nosotros. Nunca antes había prestado atención, y justo ahí, en trámites de nuestra separación me di cuenta por sus ojos de que ella me había llegado a querer sinceramente. Pero debería haber sabido que soy transparente. Lilith debería haber sabido que la razón por la que yo estaba allí no tenía nada que ver con ella, sino que simplemente intentaba encontrar un lugar donde recuperar las ganas de vivir. No fue hasta que Lilith dijo "De verdad que te había querido" cuando empecé a llorar. Un silencio significativo se adueño de la sala tras su confesión. Quería decirle que todavía la amaba, pero no era lo que ella quería oír. Fui el primero en abandonar la habitación, y mientras bajaba las escaleras tuve que apretar con fuerza las mandíbulas para no derrumbarme por completo.
Ahora, cada vez que pienso en ello, me llevo la mano a la pistola cargada que llevo desde entonces siempre encima. Me hace recordar que no tengo porqué soportar, y que, cuando quiera, puedo abandonar.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Ya no quedan revolucionarios como los de antes

Ya no hay revolucionario que no esté criando malvas. Y si lo hay está jodido y aislado en una cárcel, con un cuchillo dentro del culo y una mano opresora que le asfixia desde el cuello, y le empuja la cabeza en un cubo de agua helada y le pregunta que si está en la ETA o en Septiembre Negro o por qué coño hacía lo que iba a hacer, mientras los medios aseguran que el tipo era un maltratador que sufría varios trastornos psicológicos graves y que menos mal que las fuerzas de seguridad, que velan por nuestras vidas, le han detenido a tiempo o podía haber ocurrido una catástrofe.
Todo queda muy bonito dicho desde esas altas esferas de control meticuloso con un camuflaje mediático que hace parecer que aún queda libertad o algún indicio de ella, y que hay opciones reales. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que el movimiento ha muerto, y de acción individual sólo quedan casos aislados. Pero no nos engañemos, la revolución es una batalla y la hemos perdido. La hemos perdido porque el contrincante se ha adaptado a nuestras exigencias, como un virus y las ha usado contra nosotros. Ahora se atiborra al individuo con productos y con distracciones para que no pueda pensar por sí mismo. Los derechos son inversiones para aumentar la productividad. Al igual que se engrasan las máquinas para que funcionen con suavidad, al trabajador se le tiene ahora contento con jornadas de ocho horas, con vacaciones pagadas y con seguridad social. Aparentemente hemos ganado, y eso es lo que ellos usan contra nosotros, pero no. La verdadera revolución, además del bienestar social, era librar a la sociedad de la tiranía de esos opresores, de las víboras chupasangre, de los que usan el sistema para seguir exprimiento al individuo. Ahora la opresión no es física, es... mediática. Publicitaria.
Incluso la revolución se ha convertido en un producto de mercado. Botas, chupas, estética, chapitas, canciones, películas, libros. Los revolucionarios de ahora sufren narcisismo situacional adquirido y se encierran en una habitación a esnifar heroína con un cubo para vomitar al lado de la cama. Compiten con la cocaína para estar a la moda. Llevan peinados supuestamente transgresores, y dedican canciones a las víctimas de la guerra de alguna república bananera. Los revolucionarios de ahora pecan de muchas cosas, pero especialmente de una: alimentan el sistema que quieren destruir. Camisetas del Che, de Sid Vicious, de Kurt Cobain... Sus muertes: estrategias comerciales. Su revolución: bienes de mercado. Y los que no, se catalogan, como si fueran de un modelo comercial.
Pero yo tengo algo mejor. La experiencia me dice que hay que volver al orígen, a la fórmula que dio sentido a las reivindicaciones: una bomba. Y cuando estalle, la falsa seguridad gubernamental se irá a pique. Lo demás, depende de vosotros.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Como abogado

Me convencí de que, en realidad, no sabía nada. Lo había hecho millones de veces con anterioridad y era un experto a la hora de borrar la realidad. Como abogado me resulta fácil imaginar una escena más plausible que la que en realidad se había presentado. Así que sustituí los treinta minutos en los que los hechos habían tenido lugar por otra cosa, y, puesto que la verdad de los hechos de la noche del 20 de Octubre es -¡oh!- irrelevante me sentí cómodo al inventar otra película.
Todo es cuestión de modificar los hechos. Para defender un caso tienes que creerte realmente lo que defiendes. Todo es cuestión de plantarse frente al espejo, y repetirse una y otra vez los hechos que deseas defender, hasta que tú mismo acabes creyéndotelos. Así de maleable es la memoria. El término médico es "aprendizaje por repetición", y de nuevo, en eso soy un experto; por algo me saqué la carrera de derecho. Sólo hay que releerse una vez tras otra todos esos galimatías sobre la ley y la justicia hasta que, por fin, los has memorizados.
Empiezas lleno de ilusión y optimismo, pero al final descubres con la sabiduría que te da experiencia que todo eso no son más que una mierda de idealismos románticos. Cualquier abogado que se precie debe desprenderse de los ideales. No se puede salvar el mundo, no se puede luchar en favor de la justicia y de la igualdad, porque, sencillamente nada de eso existe. La definición de esos términos se aleja mucho de la realidad, no existe justicia una, existe otra justicia, existen otras leyes: una doble moral. La voluntad de poder. Selección natural. La ley del más fuerte. Como abogado presentas tendenciosamente todas las pruebas en favor de las conclusiones que deseas alcanzar y rara vez te inclinas por la verdad. Todo se basa en darle la vuelta a los hechos, y, sobre todo, en la terminología.
Cuando la abogada de la señorita Delacroix calificó como "violación" los hechos sucedidos la pasada noche del 20 de Octubre, yo empleé el término "despecho". Cuando ella empleó el término "violencia", yo hablé de "malentendido". Ella habló de "indefensión", nosotros de "inocencia fingida". Empleé el término "lujuria" en más de una ocasión. Gracias a la idealista e inexperta abogada de la señorita Delacroix, la imagen que el juez se llevó de la propia señorita Delacroix no pudo ser más negativa. La de una lasciva oportunista que decidió utilizar una caída por las escaleras como prueba para lanzar una falsa acusación contra un hombre al que acababa de seducir, con el objetivo de sacarle dinero. Sus ojos eran de derrota total cuando el martillo del juez nos dió la razón. Algo se había roto en ella, lánguidamente salió de la sala, y se perdió en la calle.
Mi cliente -un italiano con una extraña cicatriz en la cara- me invitó a unas cervezas para celebrarlo. En el bar él comentó, literalmente, que "cuando es forzado es más placentero", lo cual jodió mi propia versión de la historia. Me puso de bruces contra la verdad. Al principio no le dí importancia, pero desde entonces, no me creo nada de lo que digo frente al espejo. Mis discursos han pasado de "gestas" a "peroratas". Ya no ganaba casos por "unanimidad" sino por "una nimiedad" -¿qué nimiedad? la verdad puede ser muy insignificante-.
Seguía defendiendo casos de violación; y los ganaba; pero no lograba creerme la película y eso hizo que esa incómoda sensación de disconformidad cada vez ganase más peso hasta que finalmente se apagase la chispa que solía animarme.
Una tarde me desperté y caí en la cuenta de que ya no sabía cómo funcionaba nada. ¿Qué botón encendía la cafetera? ¿Quién pagaba la hipoteca? ¿De dónde venían las estrellas? ¿Qué hacía saliendo por ahí con ladrones de diamantes? Con el tiempo aprendes que todo se acaba. Ya no deseaba formar parte de nada. La psicóloga lo tachó de "sentimiento de culpabilidad". Cuando le repliqué que no era así, añadió "necesitas tocar fondo". Pero, como abogado, cuesta tocar fondo porque ganas cerca de trescientos mil al año.