martes, 12 de mayo de 2009

Youthanasia

Esperé tres semanas a que me dieran la noticia. Pensé que me quedaría hecho polvo, pero estaban sucediendo tantas cosas, tantas otras cosas, que apenas le di importancia. Cuando pensaba en ello, cosa que hacía sobre todo por la noche, no podía determinar hasta qué punto se alimentaba la ansiedad que ya llevaba sintiendo desde quién sabe cuánto tiempo. Pensé en la forma que tenía el tiempo de congelar las entrañas, y después, hacerlas saltar poco a poco en pedacitos. Putos años.

Te hacen pasar, te dicen que te sientes y que te prepares. Saben lo que se hacen y lo hacen bien. Pero sólo tienen un número limitado de formas de decirlo; y todas se reducen a lo mismo, a la omisión de sentimientos de empatía y preocupación alguna por el estado anímico del individuo. “Edgar, has dado positivo”, me dice la mujer de la clínica, con la frialdad y ecuanimidad cínica propios de la jerga médica.

Es extraño que uno pueda hacer caso omiso de algo de forma tan concienzuda, que su omisión acabe convirtiéndose en aquello que indica su presencia y que el conocimiento al respecto se filtre de forma subrepticia, inconsciente. Un poco como la propia enfermedad. Me oigo decir a mí mismo: “Ya está, así que tengo el sida”. Y dije eso, elegí decirlo, porque alguna parte inteligente y optimista de mí que nunca me abandona, anhelaba oír todo el discurso aquel de que no es una sentencia de muerte y que si me cuidaba y seguía los tratamientos podía llevar una vida normal.

Pero lo primero que pensé fue: “Bueno, ya la hemos jodido”. Y me produjo una extraña sensación de alivio, porque hacía ya algún tiempo que sentía que la habíamos jodido; era como si lo único que hubiese descubierto fuera cómo. El resto del tiempo que pasé en la clínica no supuso más que ruido de fondo. Así que me fui a casa y me senté en el sofá. Empecé a desternillarme de la risa hasta que me empezó a salir desquiciada, entonces se me quedó atascada en la garganta y se convirtió en sollozos atroces. Intentaba pensar en quién, cómo, qué, dónde y por qué.

Pero no se me ocurría nada. Pensé en cómo me sentía. Me pregunté cuánto duraría. Lo mejor era resistir, hasta que solucionase unos asuntos pendientes. No paraba de repetirme que aquél sólo era un día más y que la noche sería una más en una larga y oscura sucesión que se prolongaría hasta lo desconocido, mucho más allá de donde alcanza la vista y la imaginación. Continuaría viviendo, me decía a mí mismo, y puede que por mucho tiempo. Lejos de resultar reconfortante, el terror que me inspiraba esa idea casi aplastó lo poco que me quedaba dentro: puede que mi vida continuase, pero no iba a mejorar.

Uno no se da cuenta de la clase de ancla que es la esperanza hasta que nota que ha desaparecido del todo. Te sientes eviscerado, vacío por dentro, y es como si ya nada perteneciese a este mundo. Es como si no hubiese ya nada que te retuviese dentro. En la desintegración de la realidad, la vista se difumina primero, y a eso le sigue una concentración desesperada en lo extremo y mundanal. Te agarras a cualquier cosa que parezca suministrar la respuesta, e intentarás encontrarle el significado con todas tus fuerzas. Yo no logro encontrarle el sentido a nada.

Una vocecita en mi interior me grita que aún sigo asintomático, que mi vida continuará hasta más allá de la difuminada vista del horizonte. Pero en lo único que puedo pensar yo es en la forma que tendrían unas uniformes gotas de sangre seropositiva chocar contra el suelo. La gravedad. Todo es tan simple como eso. Las cosas tienden a caer. Las cosas tienden a bajar. ¿Sería mi salud producto de la gravedad? Sin duda. El gris lo va invadiendo todo. Hace poco era capaz de patinar sobre el hielo. Ahora el hielo se había derretido y yo me hundía rápidamente, confundiéndome con el gris.

Mi suerte estaba echada. Ya no había nada que hacer. En realidad nunca hubo mucho que hacer, pero entonces menos que nunca. Pensé en que la gente que me quería, la gente que sufriría mi pérdida tenía derecho a unas cuantas respuestas. Pero no, no tenía tiempo para el festín necrófago de la cultura a la confesión íntima; se me haría muy duro despedirme. Estoy seguro de que ellos lo habrían comprendido. Estoy seguro de que ellos lo superarán. Porque, aún así, el viento seguirá soplando.

Cuando todo vale nada, cuando nada vale todo. Ya mi esfuerzo nunca se vería recompensado. Nunca me casaría, nunca tendría hijos, nunca me compraría una casa. Nunca tendría ese trabajo con el que he soñado. Y Ya nunca más podré disfrutar de un pitillo a la sombra. O de ese palpitar creciente que siento cuando beso a una chica. Ya no me podré levantar tarde los domingos. Ni podré discutir sobre política con mi hermano. Ya no podré hacer nada. Lo cual significa que ese era el final.

Me serví una copa de vodka para darme fuerzas. Me supo amarga, como la vida misma. Noté la sensación de revuelto cuando llega a mi vacío estómago. Yo no tengo mariposas en el estómago, las mariposas tienen alas frágiles y suaves; yo tengo cuervos revoloteando. La segunda me supo mejor, pero el miedo no me abandonaba.

Así que sí, ese era el final. Pero no es un final feliz, como en las películas; no es un final alegre marcado por el beso de una hermosa dama. Es un final triste; uno de esos finales en los que muere el protagonista. Uno de esos finales en los que terminas sincronizándote tanto con el protagonista difunto, que acabas viendo la película una y otra vez sólo para disfrutar de cada momento en el que el protagonista sigue vivo. No es uno de esos finales que te hacen reír, o llorar, o que se te encoja el corazón. Es un final vacío. Pues a mí, dudo que alguien me eche de menos. Dudo que alguien recuerde una y otra vez mi vida con la ilusión de que sigo vivo.

Pero tenía que llegar al final. Tenía que contiunar hasta el final de la carretera. Y mientras agonizaba y esperaba con ahínco mi último estertor, llegué a la conclusión de que lo último que me habría gustado, lo último que quería, era tener un mejor final.

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