viernes, 14 de mayo de 2010

El señor O'Hagan

Los enfermeros sudando; los costados de la camisa del uniforme blanco, desde la manga al cinturón, lleno de manchas de sudor y de sangre. Golpean con sus guantes de látex el pecho del señor O’Hagan, adhieréndose al sudor y la sangre que baña todo su pecho.

Pongámonos in situ, son las tres de la mañana y en el Hospital General de Portland se recibe una llamada de socorro de una esposa conmocionada quien cuenta que el señor O’Hagan, sí, el Señor O’Hagan, el magnate más importante de la industria del petróleo, sufrió una sobredosis de morfina y cayó por las escaleras haciéndose una herida en la cabeza.

Con la piel prácticamente azul; después de toda una movilización médica y periodística hacia la casa victoriana situada en las afueras de la ciudad; en el cuerpo del señor O’Hagan se desinfla la poca vida que le quedaba. El fotógrafo encargado del New Yorker disparando su cámara, flash tras flash desde todos los ángulos, bañándolo todo en estallidos estroboscópicos que nos dejan ciegos; parpadeando.

Respirando el aire caliente, cargado de olor a sudor y perfume, la señora O’Hagan contempla el cuerpo casi vacío de su marido. Inerte. Frío a pesar de los cristales empañados por la respiración humana. Ella ahí, con el corazón envasado al vacío, con los ojos chorreando lágrimas por las dos mejillas, el corrimiento del lápiz de ojos y la sombra de ojo resiguiendo las arrugas parecidas a telarañas que le van desde los ojos a la barbilla; su cara hecha trizas por el entramado de grietas negras ramificadas mientras su mente rememora cada uno de los segundos que pasaron juntos.

Un enfermero estruja un tubo de gelatina transparente y unta de gelatina las palas cardíacas. Luego frota una pala con otra, extendiendo la gelatina transparente entre las dos. Un millón de voltios de electricidad, listos para dar un shock que devuelva a la vida al señor O’Hagan.

Los enfermeros le plantan las dos palas cardíacas en el pecho caído y sudoroso, y el espinazo de O’Hagan se arquea bajo la descarga que le entra. Los músculos de los brazos y las piernas se le hinchan, bien definidos, grabados y tallados, la piel dura y tensa. Durante esa descarga, O’Hagan parece joven otra vez, esbelto y bronceado, liso y sonriente. Los ojos muy abiertos por el shock. El flash del fotógrafo y la chispa de la centella de los enfermeros convierten a O’Hagan en una persona viva; viva y brillante, y luminosa.

Y durante ese destello, su mujer le mira, y lo ve devuelto a la flor de la vida, joven como cuando los dos eran jóvenes.

Los desfibriladores cardíacos puestos a más de 450 julios dejan quemaduras por contacto. Las palas pueden chamuscarle el pecho al paciente. Cualquier joya metálica puede doblarse al rojo vivo, pendientes o collares. En los pectorales caídos del señor O’Hagan, el relicario con forma de corazón se ha calentado tanto que se le ha incrustado en el pecho, marcándose en él de por vida; o mejor dicho de por muerte. El relicario se ha abierto, el oro de ha puesto negro, y la foto del bebé que había dentro se ha enroscado y se ha chamuscado en medio de una nubecilla de humo.

Y los enfermeros se apartan del cuerpo muerto, y le dicen a su mujer que no han podido salvarle, mientras montones de periodistas se abren paso a golpes sólo para poder conseguir una foto del cadáver. Y, puede que sea un gesto de voluntad, o puede que le fallen las piernas, pero su esposa se derrumba sobre O’Hagan, con el relicario todavía al rojo vivo entre ellos dos.