sábado, 28 de noviembre de 2009

No sé decir que no

Una vez conocí a una chica que se pasaba todo el tiempo escuchándote. Se podría decir que todo lo que sabía, lo había aprendido escuchando. Tanto al verbo como al escrito. Apilaba todos aquellos libros dentro de su cabeza; subrayándo, anotando, arrancando hojas. Filosofía, sobre todo. La poca gente que la conocía, adivinaba sus opiniones por la modulación de esa risa. A pesar de los cigarrillos, seguía siendo aterciopelada.
Así, una carcajada limpia y seca venía a significar que eras rematadamente tonto. Su variante, una sonrisa corta venía a significar "Eres sumamente tonto pero comparto tu opinión". Una risa suave y agradable significaba que le gustaba tu opinión; pero aún quedaba cierto brillo de astucia en sus ojos que revelaba algo que a la gente no le terminaba de gustar. Si algo podía confundir a la gente, era cuando se reía hacia dentro, discreta y poco sonorizada, pero aún así intensamente. Esa era la risa que usaba cuando no se reía de nada en concreto, sino de ti.
Solía decir que la humanidad no pensaba, y aún así existía. Solía decir que le gustaban los piercings porque era lo más cercano a la automutilación aceptada socialmente. Cierto día, le dije que era el día más largo del año, que si no le recordaba a algo. Era su cumpleaños. Ella me dijo que últimamente todos los días lo eran.
Los mejores momentos que pasé con ella era cuando no pasaba nada, y entonces la realidad se desplazaba a un segundo plano.
Un día, cuando empecé a redactar mis primeras gilipolleces, me dijo, a camino entre el bromeo y la seriedad, que a ver si un día escribía algo sobre ella.
Y aquí me tienen, nueve meses después de que desapareciera. No sé decir que no.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Mi ración individual de amigo

Es cierto eso que dicen que el tiempo no quiere decir nada, que no es lineal, y que el inifino es buen momento para comenzar. Yo podía estar bajando las escaleras hacia el andén, pero también estaba en el dentista el día que me pusieron aparato. Mi mente hacía que estuviese en todas partes a la vez. Pero había algunas de ellas en las que estaba especialmente. Y podría algún día dejar de estar en el dentista, o en el tren, o en clase, pero nunca abandonaría esos lugares. Aún muerto y enterrado seguiría en aquella cama, en aquel banco, en aquella palmera. En aquellos labios. De hecho, mientras escribo esto, sigo en aquel lugar.
Esos agujeros de gusano temporales; la memoria. Tienes que cuidarla bien, porque cuando lo has perdido todo es lo único que te queda.
Sentía como si todo el mundo me adelantase, pero la cola se convertía en caravana y avanzaba con pesadez. Decidí apartarme, apoyarme junto a una columna del andén y dejar que el tráfico fluyese sin mí. Un joven hizo lo mismo que yo. Se apoyó a mi lado y, olvidando la obviada ley de Renfe de prohibido fumar, encendió un cigarrillo. Me miró. Le miré. Le miré a los ojos, pero no vi nada. Sólo mi reflejo.
El tráfico de personas era lento pero fluído, recordaba a una cadena de montaje. Me imaginé al ser humano montado a piezas tal como se montaría un coche o una lavadora. Me imaginé grandes filas de clones humanos en formol alimentados como por una cadena de montaje y siendo preparados para el mundo laboral. Y me reí de mi ironía; justo tal como es ahora.
El chaval pareció comprenderlo. Él también miró aquel rebaño y se rió.
Supuse que en un mundo donde a los humanos se nos criase como a robots, se nos fabricase como a lavadoras, matar a un ser humano tendría un valor ético obsoleto, sería como matar un ordenador, o como matar una televisión. Y supuse que el amor, el odio, la alegría, o la tristeza no serían más que aspectos equiparables al de una computadora: rendimiento gráfico, procesaje de datos, cálculo líneal, etcétera. Tal vez incluso esos sentimientos estuviesen digitalizados. Y me volví a reír de mi ironía; justo tal como es ahora.
Pero él no se rió. Me miró.
Intenté explicarle "En el siglo XVIII, La Revolución Francesa mató al rey. En el siglo XIX, Nietzsche mató a Dios. Y bueno, en el siglo XX, la industria mató la esencia humana".
Y él contestó "Deberíamos subir ya. Vamos a perder el tren". El tren se había tragado la cola.
"¿A quién coño le importa?"
"A mí."
Y subió. Después subí yo. Pero antes fui al aseo procurando tardar lo máximo posible. No quería que supuese que me dejé influenciar por él.
Cuando me senté, sabía que iba en mi vagón; lo había visto entrar; lo que no sabía es que se sentaba justo a mi lado. Cuando me senté, él estaba leyendo un periódico. Me miró; lloraba; le miré, sonreía. Volvió la vista al periódico y dijo "Mi novia vive a trescientos kilómetros de mí". Me miró, le miré, y dije "La mía a setecientos". Volvió la vista al periódico.
Él se bajó en Valencia. Yo en Murcia.
No volvimos a hablar en todo el trayecto.
Pero no me importó. Yo todavía no estaba allí; estaba en otro lugar.