martes, 22 de diciembre de 2009

Esperando al comprador

Cuando llego a la aparcamiento acordado como lugar donde se llevará la transacción, veo que no hay nadie. Está literalmente vacío. Se me pasa por la cabeza la idea de que sea una trampa: un comprador de armas medianamente inteligente no llegaría tarde jamás a su trabajo. Desecho la idea al poco rato, ni Dios ni la ley saldrían de su agujero en una noche como esta. Todos prefieren apilarse junto a sus mujeres en sus casas, con sus trabajos para toda la vida, esperando a que el frío se vaya y el día caiga en lugar de hacer algo.
Veo a las ratas apilarse junto al cálido vapor de agua que despiden las alcantarillas de Nueva York. Da gusto ver cómo todo ese entramado, todo ese subsuelo lleno de agua caliente que caracteriza esta ciudad sirve para algo. Para calentar ratas.
Así que me saco la pipa y me pongo a esperar al jodido comprador. Me tiemblan las manos del frío al encenderla, y pienso que no es mala la vida de una rata, pero luego caigo, ¿y qué cojones nos diferencia? Yo también voy de aquí para allá, para donde vaya la basura, al fondo, hacia la alcantarilla, buscando algún tipo de calor que de alguna forma nada puede ofrecerme. Quizá ese tipo de calor que espero también se evapore.
Pero de una cosa estoy seguro, las ratas de verdad se libran de esperar. Y yo aquí, con el culo helado y tiritando esperando al jodido comprador. La gente dice que hay que hacer algo, que el tiempo se nos va y la vida se acaba. Y yo pienso que no, que siempre hay que esperar. Te pasas media vida esperando a terminar tus estudios, y luego esperando a terminar de pagar la hipoteca. Y para cuando has terminado, eres tan viejo que no puedes hacer otra cosa que esperar la muerte. La vida es así, tan seguro que aunque quieras perritos calientes y los tengas, siempre desearás estar haciendo justo lo que no estás haciendo.
Esa sensación de que hay algo más, de que la vida es más que lo que se percibe con los sentidos físicos te deja desconcertado, como las páginas arrancadas de un cuento para niños. Y te pasas la vida buscando, esperando una respuesta, y entonces, simplemente la diñas.
Yo, simplemente, no espero una respuesta, tan sólo espero al jodido comprador. Fumando con la pipa espero al comprador, y a la muerte. ¿Porque qué mejor manera de esperar hay? Lo único razonable es sentarse a fumar, y dejar que todo te lo hagan, y que el tiempo traiga al comprador y a la muerte.
Sólo me falta el calor de las ratas, eso seguro.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Sufrimiento y Arte

Algo que nunca te enseñan en la facultad de buenas artes es que, de acuerdo con el escritor Thomas Mann, para hacer buen arte hay que sufrir.
Ningún libro de arte hablaría sobre Nietzsche y su sífilis terciaria. Sobre Mozart y su uremia. Sobre Paul Klee y el escleroderma que le encogió los músculos y las articulaciones hasta la muerte. Sobre Frida Kahlo y la espina bífida que le llenaba las piernas de llagas sangrantes. Sobre lord Byron y su pie deforme. Sobre las hermanas Brontë y su tuberculosis. Sobre el suicidio de Mark Rothko y Hemimngway. Sobre Flannery O'Connor y su lupus.
Algunas pinturas al óleo están llenas de plomo, cobre u óxido de hierro. Grandes artistas como Vinvent van Goght o Toulouse-Lautrec se intoxicaron con ellas al retorcer el pincel con la boca para darle más punta.
Pinturas tóxicas, absenta y sífilis. Venenos, drogas y enfermedad. Inspiración.
Todo arte es autorretrato. Quizá por eso la inspiración necesita enfermedad, heridas y locura. Quizá por eso el arte necesite, en cierto modo, autodestrucción.
Paganini, quizá el mejor violinista de todos los tiempos, sufría la tortura de la sífilis, la tuberculosis, la diarrea, la ostiomielitis en la mandíbula, las hemorroides y las piedras en el riñón. El mercurio que le hicieron tomar los médicos tomar para su sífilis lo envenenó hasta que se le cayeron los dientes, la piel se le volvió de color gris blanquecino, y perdió el pelo. Paganini tenía el aspecto de un cadáver, de algo putrefacto, de haber muerto, pero cuando tocaba el violín se convertía en inmortal.
También padecía el síndrome de Ehlers-Danlos, una enfermedad congénita que le dejó las articulaciones tan flexibles que era capaz de doblarse el pulgar hacia atrás y tocarse la muñeca. De acuerdo con Thomas Mann, justamente aquello que lo torturaba le convertía en un genio.
Todo es autorretrato.
Miguel Ángel era un maníaco-depresivo que se retrato a sí mismo como mártir flagelado en su cuadro. Henri Mattise dejó la abogacía por una apendicitis y comenzó a pintar. Robert Schumman solamente empezó a componer después de que la parálisis de su mano derecha terminara con su carrera de concertista de piano.
Tal vez la gente tiene que sufrir de verdad antes de poder arriesgarse a hacer lo que aman.

sábado, 28 de noviembre de 2009

No sé decir que no

Una vez conocí a una chica que se pasaba todo el tiempo escuchándote. Se podría decir que todo lo que sabía, lo había aprendido escuchando. Tanto al verbo como al escrito. Apilaba todos aquellos libros dentro de su cabeza; subrayándo, anotando, arrancando hojas. Filosofía, sobre todo. La poca gente que la conocía, adivinaba sus opiniones por la modulación de esa risa. A pesar de los cigarrillos, seguía siendo aterciopelada.
Así, una carcajada limpia y seca venía a significar que eras rematadamente tonto. Su variante, una sonrisa corta venía a significar "Eres sumamente tonto pero comparto tu opinión". Una risa suave y agradable significaba que le gustaba tu opinión; pero aún quedaba cierto brillo de astucia en sus ojos que revelaba algo que a la gente no le terminaba de gustar. Si algo podía confundir a la gente, era cuando se reía hacia dentro, discreta y poco sonorizada, pero aún así intensamente. Esa era la risa que usaba cuando no se reía de nada en concreto, sino de ti.
Solía decir que la humanidad no pensaba, y aún así existía. Solía decir que le gustaban los piercings porque era lo más cercano a la automutilación aceptada socialmente. Cierto día, le dije que era el día más largo del año, que si no le recordaba a algo. Era su cumpleaños. Ella me dijo que últimamente todos los días lo eran.
Los mejores momentos que pasé con ella era cuando no pasaba nada, y entonces la realidad se desplazaba a un segundo plano.
Un día, cuando empecé a redactar mis primeras gilipolleces, me dijo, a camino entre el bromeo y la seriedad, que a ver si un día escribía algo sobre ella.
Y aquí me tienen, nueve meses después de que desapareciera. No sé decir que no.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Mi ración individual de amigo

Es cierto eso que dicen que el tiempo no quiere decir nada, que no es lineal, y que el inifino es buen momento para comenzar. Yo podía estar bajando las escaleras hacia el andén, pero también estaba en el dentista el día que me pusieron aparato. Mi mente hacía que estuviese en todas partes a la vez. Pero había algunas de ellas en las que estaba especialmente. Y podría algún día dejar de estar en el dentista, o en el tren, o en clase, pero nunca abandonaría esos lugares. Aún muerto y enterrado seguiría en aquella cama, en aquel banco, en aquella palmera. En aquellos labios. De hecho, mientras escribo esto, sigo en aquel lugar.
Esos agujeros de gusano temporales; la memoria. Tienes que cuidarla bien, porque cuando lo has perdido todo es lo único que te queda.
Sentía como si todo el mundo me adelantase, pero la cola se convertía en caravana y avanzaba con pesadez. Decidí apartarme, apoyarme junto a una columna del andén y dejar que el tráfico fluyese sin mí. Un joven hizo lo mismo que yo. Se apoyó a mi lado y, olvidando la obviada ley de Renfe de prohibido fumar, encendió un cigarrillo. Me miró. Le miré. Le miré a los ojos, pero no vi nada. Sólo mi reflejo.
El tráfico de personas era lento pero fluído, recordaba a una cadena de montaje. Me imaginé al ser humano montado a piezas tal como se montaría un coche o una lavadora. Me imaginé grandes filas de clones humanos en formol alimentados como por una cadena de montaje y siendo preparados para el mundo laboral. Y me reí de mi ironía; justo tal como es ahora.
El chaval pareció comprenderlo. Él también miró aquel rebaño y se rió.
Supuse que en un mundo donde a los humanos se nos criase como a robots, se nos fabricase como a lavadoras, matar a un ser humano tendría un valor ético obsoleto, sería como matar un ordenador, o como matar una televisión. Y supuse que el amor, el odio, la alegría, o la tristeza no serían más que aspectos equiparables al de una computadora: rendimiento gráfico, procesaje de datos, cálculo líneal, etcétera. Tal vez incluso esos sentimientos estuviesen digitalizados. Y me volví a reír de mi ironía; justo tal como es ahora.
Pero él no se rió. Me miró.
Intenté explicarle "En el siglo XVIII, La Revolución Francesa mató al rey. En el siglo XIX, Nietzsche mató a Dios. Y bueno, en el siglo XX, la industria mató la esencia humana".
Y él contestó "Deberíamos subir ya. Vamos a perder el tren". El tren se había tragado la cola.
"¿A quién coño le importa?"
"A mí."
Y subió. Después subí yo. Pero antes fui al aseo procurando tardar lo máximo posible. No quería que supuese que me dejé influenciar por él.
Cuando me senté, sabía que iba en mi vagón; lo había visto entrar; lo que no sabía es que se sentaba justo a mi lado. Cuando me senté, él estaba leyendo un periódico. Me miró; lloraba; le miré, sonreía. Volvió la vista al periódico y dijo "Mi novia vive a trescientos kilómetros de mí". Me miró, le miré, y dije "La mía a setecientos". Volvió la vista al periódico.
Él se bajó en Valencia. Yo en Murcia.
No volvimos a hablar en todo el trayecto.
Pero no me importó. Yo todavía no estaba allí; estaba en otro lugar.

lunes, 26 de octubre de 2009

Retazos de mi memoria

Yo tenía 5 y tú 6

Y saltaba en los charcos y llenaba botes de mermelada con agua de playa mientras me alimentaba de cuentos y castillos de arena mojada.
Tú me decías que el mundo se acababa en la línea del horizonte, donde los barcos desaparecían y las gaviotas volaban y, claro está, yo te creía, te miraba embobada, pues adoraba tu risa y tu mirada serena
Siempre me decías, que al morir, viviríamos en una estrella.
Llegaste en enero, te fuiste en abril.

Habrían de pasar siete años más para saber de ti.


Yo tenía 12 y tu 13

Yo seguía viendo duendes y hadas tras los recodos, pero tú me mirabas ausente, con expresión de incordio.
Si me besaste, si te besé, si deseaste hacerlo o reprimiste un “tal vez”, no me di cuenta. No más de cien.
Sufría la intensidad del amor, como solo la sufren los adolescentes, lleno de pasión y vacío de mente.
Anhelante como el hambre pero tenso como la cuerda de un violín.

Habrían de pasar otros siete años para volver a saber de ti.



Yo tenía 19 y tú 20

Fui a esperar tu tren y creo que entonces me viste por primera vez. Como si antes no hubiera existido, como si hubieras olvidado los juegos compartidos. Pero tus ojos eran de gato, de soldado experimentado, me dijiste que no me recordabas, pero sentí que tus manos temblorosas te habían delatado. Si me besaste, si te besé, no recuerdo cuántas fueron, quizás más de cien.
Te sentí con la misma intensidad que el viento del sur. Ese que llegaba cargado de canciones extrañas, de aromas exóticos, que venía de improviso para dejarte olor a mar, pero desaparece empujado por el frío invernal.
Me quisiste o tal vez no. Me extrañaste o tal vez no. Me encadené a mi corazón como la flor a su jardín.

Pero habrían de pasar diez años más para volver a saber de ti.



Yo tenía 30, tú 31.


Te casaste, me casé y me recordaste aquella estrofa que alguna vez te canté: ¿Qué será de nosotros, cuando nos vayamos y otros ocupen nuestro lugar?
No entendías que todavía creyera en la magia, en los bosques encantados, que creyera que tú y yo nos habíamos estado esperando.
Con la traición de los amantes condenados, con el sigilo del ladrón escarmentado, nos unimos en un temor a despertar sin haber soñado. Con el reloj de nuestras horas miserablemente hibernado.
Si te supliqué, si me suplicaste por última vez, no lo recuerdo. No más de cien.
Seguiste tu camino hacia la rutina, hacia la última página del libro, la que dice FIN.

Habrían de pasar otros diez años, para volver a saber de ti.



Yo tenía 40 y tú 41

Soñamos nuestros sueños a través de nuestros hijos. Los amamos, los quisimos con la esperanza de pervivir en ellos. La cautela reemplazó nuestra pasión inicial, la que nos decía que todavía había marcha atrás, la que susurraba todavía hay tiempo, y con la mirada resabida de los que se creen perfectos, mitigamos nuestro dolor en la alegría del reencuentro.
Si te acordaste de mí, si me acordé de ti, no lo recordé bien.
No más de cien.
Con la angustia del desertor, o el miedo del vencido, nos separamos de nuevo, con nuestro orgullo herido.
Usamos la sonrisa forzada de comodín.

Y dejé transcurrir 20 años más para volver a saber de ti.



Yo tenía 60 y tú 61


Nos pesaba la vida cargada de sueños incumplidos, de deseos frustrados y un amor prohibido. Me reí, te reíste, lloré, lloraste.
Nos mirábamos sin entender los límites de nuestro abandono, el que nos hizo amarnos sin comprometernos a fondo sin entender que nuestro amor no fue una casualidad, que nos dejamos vencer por la desidia y la comodidad. Que dejamos un barco a la deriva, que ya nunca llegará a puerto, pues se perdió entre la bruma del mediodía, cansado y hambriento.
Nos miramos con la pena de quién pierde un ser querido, sin haberse despedido, sin haberse confesado. Con el ancla como un lastre a mis pies anudado.
No sé si te convencí.

Pero habrían de pasar otros 20 años para volver a saber de ti.



Yo tenía 80 y tu 81

Fue por una carta, una que me mandaste. Te lamentabas de lo pasado y lo que no me contaste. Que fue el miedo a tener lo que se pudiera perder, la debilidad de querer lo que puede desaparecer. Y ahora que parece que el tiempo se ha perdido, lloras por las lágrimas que debiste haber vertido.
Pero antes de que no puedas leer lo que te he escrito, me estoy riendo por la evidencia de lo que tú nunca has visto.
Tan simple es la realidad, que solo los niños la pueden contemplar. Los que llenan botes de mermelada con agua del mar y mojan su botas en los charcos recién formados.
Los que sueñan con vivir en estrellas y viajar sin descansar.
¿Es que no lo ves?

Ahora tenemos toda la eternidad…




Escrito por mi compañera Mallory Knox.

sábado, 17 de octubre de 2009

Conversation with mrs. Seussicide

Cuando entré, me limité a sentarme frente a ella. Esa terrible dualidad, estoy sentado frente a ella, pero en realidad no estoy aquí en absoluto.
Lo primero, las típicas preguntas rutinarias:
-¿Crees en el amor, Andrés?
El amor es para la gente real.
-Tú pareces real.
Odio a la gente real.
En realidad he venido por esto, le digo. Y me destapo el pecho y la barriga, dejando ver las largas cicatrices y las heridas a medio curar.
-¿Y por qué lo haces?
La automutilación libera endorfinas. Las endorfinas calman el dolor; es como un orgasmo. Me hago daño para olvidar que me estoy haciendo daño, le digo. Ya sabe, esa terrible dualidad.
-El sexo y la masturbación también liberan endorfinas.
Y yo me bajo los pantalones y le enseño lo que no tengo. Me lo corté a los quince años, le digo. Pero seguimos siendo hombres.
-¿Seguimos?
Sí, ya sabe. Esa terrible dualidad.
Sigue apuntando cosas en su libretita y veo que subraya algo. Luego pregunta:
-¿De qué trabajas?
No trabajo. Y dejé los estudios a los quince años.
-¿Para qué?
Para reírme de mí mismo, supongo.
-¿De ti mismo?
Sí, ya sabe. Esa terrible dualidad. Además, prefiero no tener nada.
-¿Por qué?
Por miedo a perderlo, supongo.
-Oh, vaya...
Y entonces me doy cuenta de que esta tía es una principiante sin idea de nada. Ni siquiera puede entender que yo y yo mismo seamos personas distintas.
-¿Y su familia?
Pienso en el viejo muerto, y en la vieja, que ahora está con ese tal sr. X. Sí, mucha preocupación por mí, pero bien sabe que cuando yo falte -y no es que me quede mucho- ella podrá fornicar a gusto con el sr. X. Ya le he dicho que papá no se merece esto, pero ella ni caso.
Incluso el día de mi entierro echarían un casquete de celebración. Al llegar de mi entierro, se sentarían en el sofá del salón y mirarían las fotos que hay en la estantería junto a él.
Ella le diría, con lágrimas en la cara: "Mira, en esta foto sale con su padre pescando".
Y él le tocaría las tetas.
Ella le diría, ya dejando de llorar: "Mira, en esta tenía seis años, y estaba aprendiendo a montar en bici con su padre".
Y él le tocaría el coño.
Ella le diría, algo ruborizada: "En esta cumplió los dieciséis, y vino a su cumpleaños su primera novia".
Y él le metería el dedo en el coño.
Y entonces mi espíritu y el de papá caerían al suelo, rompiéndonos en trozos de cristal, mientras ellos dos dan vueltas en el sofá y la habitación se llena de gemidos.
Por supuesto eso no se lo digo.
Le digo, la familia bien.
Y ella me dice que ya se nos ha acabado el tiempo.
Me extiende una receta médica y me dice que eso me ayudará a descubrirme a mí mismo.
Salgo de la habitación, decepcionado, pues no me ha ayudado en nada, y miro la hoja y veo que pone Dietilamina de ácido lisérgico 350 µg.
Y pienso, así de fácil es la psicología.

lunes, 12 de octubre de 2009

La historia de la foto

Esta es la historia de una foto.
Porque, cada uno de las cosas de este mundo, puede contarnos una historia, si es que la sabemos escuchar. Como el peluche abandonado por el niño el día de los Reyes porque tiene juguetes mejores. Si lo miramos muy de cerca, se nos antoja parecido a ese animal herido que se esconde entre nieblas de alcohol porque su mujer lo ha abandonado por su mejor amigo. Por analogía, incluso podríamos decir que ese peluche, ahora destartalado y roto, tiene la mirada de un perro abandonado. Esa mirada desarraigada y vacía que parece preguntar por qué, una y otra vez, como si la respuesta se le escapase. Quedaos bien con la imagen, porque siempre es la misma. Sólo hay que saber aplicar la perspectiva.
Bien. Imaginemos ahora una casa victoriana en las afueras de la ciudad de Londres. Imaginemos un porche de madera, mojado cuando llueve, y adornado con un árbol, luces, y adornos en Navidad. Imaginemos el coche aparcado en el garage, y la forma en la que se dislumbra la hogera desde fuera de la casa, y la sombra de sus habitantes salpicada sobre la ventana. Todo tiene buen aspecto. Cálido, familiar, afable, cariñoso, feliz. Una casa agradable con una familia feliz; quedaos bien con la imagen, porque siempre es la misma.
Imaginémonos ahora a un chaval con muletas, al que su jefe le está preguntándo cómo ha sido capaz de darle ese aspecto tan atrozmente real a la imagen CasaRota.jpg. Porque todas las cosas importantes tienen nombre en esta vida. Imaginémonos al jefe preguntándo qué ha usado cómo sangre para darle ese efecto realista. Imaginémonos al chaval con una sonrisa sarcástica preguntando ¿efecto realista?
Imaginémonos al chaval con la misma sonrisa cruel y burlona, ahora salpicada de sangre, huyendo de su casa con un ojo morado, la nariz rota, y unos cuantos efectos personales: algo de dinero, algo de ropa, y una cámara de fotos; mientras su padre corre detrás gritando que vuelva, que aún no ha acabado con él. Imaginémonos la misma casa, de aspecto majestuoso, contento e inmune, mientras el mundo se derrumba a su alrededor. Porque siempre es lo mismo; lo llevemos donde lo llevemos, siempre es la misma imagen: la casa cálida y acogedora por fuera, pero deprimida y destrozada por dentro. E imaginémonos ahora al chaval, respondiendo a las preguntas de su jefe que el truco para saber aplicar la perspectiva consiste en mirar más allá de la fachada de las cosas.
Demos un salto en el tiempo e imaginémos al chaval, viviendo en una pensión de alquiler de Londres. Le llevó una hora conseguir subir hasta el piso catorce, y aldededor de quince minutos para echar abajo la puerta. Imaginémonos un colchón sucio y apestoso al lado de un charco de pis, por donde pululan un montón de moscas. Imaginémonos el olor de la habitación; como si alguien hubiese muerto; y al chaval instalándose en ella.
Imaginemos el hobby del chaval. Imaginémoslo llevándolo a cabo cada vez que el pie se le curaba lo bastante. No es lo que un psicólogo aconseja, pero funciona. Porque la mejor forma de olvidar es sepultarte a ti mismo en los detalles.
Imaginemos al chaval pegando las puertas a las paredes. Pegando las paredes a los cimientos, y juntanto los pedacitos de la chimenea. Colgando los canalones. Hasta el más mínimo detalle con una exactitud y precisión matemática. Colgando las persianas, colocando las buhardillas. Pegando una enredadera de hiedra en un costado de la chimenea con las manos y las manos de los dedos pegados entre hilos de pegamento. Pegando la diminuta esterilla de la entrada. Colgando las lucecitas fuera, poniendo el buzón al lado de la puerta, y las diminutas botellitas de leche minúsculas en el porche. Mientras inhala el olor a pegamento, está terminado el jardín; sembrando la hierba, plantando árboles y poniendo el periodiquito doblado justo en la entrada.
Imaginémonos al chaval poniéndo las pilas en su sitio, y observando como las ventanas se iluminaban. Dejando la casa en el suelo de su desnuda habitación, apagando la luz y cerrando las ventanas. Y vista así, la casa, tiene un aspecto perfecto. Perfecto, seguro y feliz. Una bonita casa victoriana, con su familia en su interior. La luz sale por las ventanitas iluminando la hierba y los árboles, y las cortillas brillan, amarillas, en el cuarto del niño. Azules en el dormitorio de los padres. Imaginad todo lo que se puede hacer limitándose a juntar las piezas: los ladrillos rojos, la madera, el plástico y el cristal.
Imaginémonos al chaval llorando frente a la casa. Luego se quita el zapato y da un fuerte pisotón con el pie descalzo. Da un pisotón bien fuerte y luego otro. Sin importar cuándo le duelan el cristal, la madera y el plástico duro. Sigue y sigue pisando aunque la vista se le nuble y la mente se le desvanezca. Sigue y sigue pisando aunque el charco de su sangre se junte con el de orina. Y entonces, agarra las muletas, y va a por la cámara. A partir de ahí, sólo es cuestión de aplicar la perspectiva.
Imaginad, imaginad; y aplicad la perspectiva de la historia de la foto en otros objetos. Porque cada objeto en esta vida, hasta el más nimio, puede contar sus historias: desgarradoras, felices, asfixiantes y enfurecedoras. Y yo sólo os doy las piezas, vosotros tenéis que montar el puzzle. Imaginad todo lo que podéis conseguir.

domingo, 4 de octubre de 2009

Rebelión no es la palabra adecuada

Ese maldito disléxico de Einstein tenía toda la razón cuando afirmaba que el tiempo es relativo al observador. Cuando miras de frente el cañon de la pistola que sostiene la persona que te ama, el tiempo se comprime y tu vida pasa ante tus ojos. Justo en ese instante puedes meter tu vida en un segundo. Cuando uno oye hablar de un segundo puede imaginar algo fugaz, nunca nada eterno como el horizonte.
Es entonces cuando hago inventario de mi vida. Tu pasado suele tener la fea costumbre de sorprenderte cuando menos te lo esperas. Oyes ecos perdidos por todas partes como en una cinta estropeada. Un destello de ojos y ella aprieta la pistola contra tu mentón. Y mientras tu primer beso pasa ante tus ojos, sólo eres capaz de balbucear que qué hace. Qué haces, le dices.
O al menos eso es lo que yo imagino. Yo estoy en el otro lado de sus ojos y empuño el arma contra su barbilla. El cañón le oprime con la suficiente fuerza como para que se la zona de alrededor se le ponga rojiza.
Le digo que el cuento de la bella durmiente lleva toda la vida siendo malinterpretado, el príncipe no la besó para despertarla; alguien que ya lleva durmiendo cien años no puede despertar. Fue al revés: el príncipe la besó para despertarse de la pesadilla que le había llevado hasta ella.
-¿Y eso qué significa?, dice él.
Significa que yo soy tu bella durmiente, y que, de una manera u otra, estoy aquí para despertarte de tu pesadilla.
-Pero si disparas me matarás, dice él, entre casi sollozos. Sus ojos profundos reducidos a un espejo opaco que refleja parte de su incredulidad y desconcierto.
Yo le sigo que sí, que tal vez. Pero que a las personas a las que amas se les pueden hacer cosas peores que matarlas. Puedes dejar que que los maten ellos. Lo normal es quedarse sentado esperando a que el mundo lo haga por ti. Solamente tienes que leer el periódico. Aún así matar es sólo una palabra. Como amor. Amor es sólo una palabra; lo que importa es la conexión que implica. Así pues, tal vez no te mate. Tal vez te libere.
Él me dice que no, que me equivoco. Que las pistolas matan.
Y yo le contesto que las armas sólo limitan el disparo en una sola dirección. Que las personas disparan; matan, no las pistolas.
-En realidad en dos direcciones. Al igual que la bala atraviesa la carne de la víctima, hace añicos igualmente la imagen de la persona que aprieta el gatillo. Te has quedado fuera, cariño. No lo hagas, podemos hablar, me dice, en un tono lastimero más propio de un fantasma que de un hombre.
No lo entiendes, le digo. Nadie lo entiende. Hasta el viejo Orwell lo entendió todo del revés. El Gran Hermano no te está mirando, está ocupado en reclamar tu atención en cada momento que pasas despierto. En asegurarse de que siempre estás distraido. En asegurarse de que se marchite tu imaginación. Porque, es más fácil atiborrar a un pueblo de cosas que no necesitan que dominarlo físicamente. Ya nadie es dueño de su mente. Concentrarse y pensar es imposible. Somos esclavos, cariño. Esclavos en una prisión que no podemos saborear, ver, oler, tocar ni oír. Somos esclavos de nuestra mente.
Y él nada. Sólo sollozos. Como si un acto de servidumbre pudiese compensar todos estos años de despotismo. Porque sí, también lo hago por mí. El amor tiene un límite, un límite que a veces es superado por la forma de control masculina. Te odio porque te quiero.
La pistola ahora le comprime desde la frente. El círculo de la barbilla está morado, pero la zona de alrededor va recobrando el color natural.
Y él nada. Sólo sollozos.
Imagina que la persona a la que quieres va por la noche, cuando todos han salido, a tu oficina y te apunta con un arma a la cabeza. Imagina que la persona que se supone que vive para servirte amenaza con volarte la cabeza. Así se debió de sentir Dios con Nietzsche. Dominio no es la palabra adecuada, pero es la primera que se me viene a la cabeza.
Pero no nos engañemos. Le amo. Pero quiero ser libre. De él y de la sociedad.
Y él nada. Sólo sollozos.
Esa forma de ser alimentado es peor que ser observado, continuo. Las drogas, el divorcio, la televisión, la música, los libros, las enfermedades, el conformismo. Todas esas bonitas distracciones. Hay cosas peores que matar a las personas que amas. Puedes ver cómo los mata el mundo. Puedes ver cómo tu mujer envejece y se aburre. Puedes ver a tus hijos crecer y descubrir todas esas cosas de las que intentabas salvarlos, le digo.
Le pregunto si es esto lo que él esperaba tener como prototipo de vida perfecta.
No lo sé, me dice.
Le digo que debió haber supuesto que algún día moriría y que entonces todo su esfuerzo valdría cero. Toda esa esclavitud laboral para comprar cosas materiales que no necesitábamos se va por el retrete cuando mueres. Porque, ¿qué te queda? El residuo de una buena conciencia por haber sido un buen ciudadano, ya está. He muerto, pensarías, pero me queda la conciencia de saber que compré una casa y dos coches.
Vaya estupidez.
Y él nada. Sólo sollozos.
Así que disparo. Cierro los ojos y disparo. El retroceso del arma me hace daño en la muñeca.
Y él nada. Sólo cae por la ventana.
La paz de todos esos esclavos laborales que deberían estar volviendo a casa para continuar con su rutina con la tranquilidad de las vacas indias se ve turbada cuando choca contra el suelo. Supón que la vida pasada es algo así como un espejo que se ha roto. Intentas reconstruirla y llevar a cabo tus ilusiones, pero te cortas, y entonces ves reflejado en lo que te has convertido. Recuerdas todos aquellos sueños de tu infancia de ser astronauta, o estrella del rock, o futbolista deplazados por un oficinista rutinario y aburrido de traje y corbata a cuadros. Y, sencillamente, te hundes. Así es como se deben de sentir ellos. Así es como me sentí yo.
Porque, hay un momento que el futuro deja de ser alentador para convertirse en desmoralizador. Someterse no es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la mente.
Y él, ese cuerpo ahí abajo, es lo que más quería en el mundo. No nos engañemos, lo quería y lo sigo queriendo. Pero su cuerpo muerto, tirado entre la multitud que forma un círculo a su alrededor, ha perdido toda humanidad. Ahora sólo es un cuerpo con traje y corbata.
Muy apropiado, porque alrededor sólo hay cuerpos con trajes y corbatas. No hay personas vivas en sus interiores. De hecho, cuando se paren sus corazones sólo será un mero formalismo, pues murieron hace ya tiempo junto con sus futuros.
Pero él ya es libre. La persona que quiero ya es libre. Ahora me toca a mí.
Cuando Dios creó el mundo, lo creó redondo para que no pudiesemos ver el final de nuestro camino. Pero yo sí puedo ver el final de mi camino, está ahí, contra el pavimento; mi mundo ahora es vertical.
Durante un instante, perdida en el aire frío, sentí la libertad y la perfección en cada uno de mis poros. Después se acabó, en el borde del final de mi camino.
Pero por ese instante de perfección y liberación todo había merecido la pena.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Venta de almas

18:29 PM. Grandes almacenes, sección de almas.

-Hola, señorita, ¿puede atenderme?
-Claro, ¿qué desea?
-Pues mira, estoy buscando un alma nueva, que por lo que parece la mía antigua se ha evacuado de mi cuerpo. Ha desaparecido completamente.
-Oiga, pues es raro, ¿cómo se dio cuenta de que ya no tenía alma?
-Pues hace unos días, que estaba tumbado en la cama. Y ya sabe, estamos en Septiembre y aún no hace frío, pero yo estaba helado. Me tapé con dos mantas y puse la calefacción a tope y aún seguía congelado. Además sentía como si algo se hubiese quebrado en mi interior, como si me faltase un pedazo o algo. Comprobé que tenía todos los dedos de las manos y de los pies, y entonces caí, y me dije "Oye, pues va a ser el alma".
-Es extraño, caballero. Normalmente las almas no se van así porque sí, algo muy malo habrá pasado. Normalmente se rompen y se quiebran, pero luego se pegan con el tiempo con el pegamento de la insensibilización. ¿Cuándo empezó usted a sentirse roto por dentro?
-Pues mira, fue el pasado domingo. Lo que pasa es que maté a hostias a mi mujer, ¿sabe? Le empecé a golpear con el puño en la cara hasta reducirla a una masa sanguinolenta, y creo que por eso se ha ido. Porque mi alma era de esas antiguas, ¿sabe?, no es de última generación, así que creo que no pudo soportarlo.
-Oh, vaya. Es lo que pasa, que los asesinatos pasionales van muy mal para las almas antiguas. ¿Me deja ver el hueco que ha dejado su alma, señor? Necesito examinarlo para ver qué almas irían bien con usted.
-Ah, claro, sí. Mire, está aquí, ¿lo ve? Junto al corazón.
-Vaya, vaya. Lamento comunicarle que está usted condenado, así que le tendré que dar almas que también que estén condenadas. Y es una pena, porque el pasado domingo nos llegó el alma de una señora, que era una bellísima persona, que murió a manos de su marido. Pero ya le digo, completamente incompatibles. También, eso que se ahorra, porque las almas que deben ir al cielo son mucho más caras que las condenadas.
-Joder... Oiga, ¿y de dónde sacan ustedes las almas? Curiosidad sólo, ya sabe.
-Ah, pues es sencillo. Verás, las cogemos de las personas que mueren antes de tiempo. Cuando una persona muere prematuramente, el alma aún no se ha preparado para evacuar el cuerpo, porque le pilla de imprevisto y tal, así que se quedan en el cuerpo. Nosotros las cogemos, y se las vendemos a otras personas, para que cuando mueran, las almas puedan alcanzar el cielo o el infierno.
-Bueno, ¿y qué almas cree usted que me vendrían bien?
-Pues mira, tenemos el alma de un joven que se murió hace poco. Uno de sus hobbies era tirarse a la vía del metro poco antes de que pasase para que la gente que había se tirase a salvarlo. Es un alma bastante depresiva, no creo que le dé mucho calor por las noches, pero supongo que si toma antidepresivos puede solucionarlo. Como parte buena, es un alma con la que no tendrá usted remordimientos, pues no sabe distinguir el bien del mal.
-Oh, ¿y cómo murió el chico?
-Pues... puso en práctica su hobby en una parada vacía, así que el tren le pasó por encima.
-¿No tiene otro alma mejor?
-Bueno, nos llegó una hace unas horas de un hombre de cuarenta y tres años. Era un hombre bastante egocéntrico y narcisista, así que gracias a ello, era feliz. Se creía perfecto; no le faltará autoestima ni calor nocturno con este alma. Además, tampoco tendrá usted remordimientos, pues es un alma fría, cruel y calculadora. Lo malo es que es bastante más cara que la del chaval.
-Hum, ¿y cómo murió el hombre?
-Pues se le cruzaron los cables, y salió a la calle armado con un fusil a disparar a todo el que se le cruzase por en medio. Montó una buena, mató a cincuenca y siete personas, de entre ellas, veintitrés policías. Al final un agente de policía logró reducirle de un disparo en la cabeza.
-Me gusta, me gusta. Se la compro.
-¿Para tomar aquí, o para llevar, señor?
-Para llevar, para llevar. Envuélvemela.
-Aquí tiene.
-Gracias... ¡Oiga, pero este alma tiene una mancha negra en el fondo! Y es bastante grande.
-Oh, no se preocupe. Dada su nula capacidad de culpabilidad, no le molestará en absoluto. Incluso puede quitarla, salta con facilidad si la ablanda usted rezando todas las noches, y luego frota con un poco de bondad.
-Hum, demasiado trabajo, ¿sabe? Pero bueno, si usted dice que no la notaré, me la llevo. Por curiosidad, ¿a qué se deben las manchas? ¿No tiene ninguna sin manchas?
-Oh, sin manchas hay muy pocas. Sin manchas sólo están las almas puras, las que aún no están ni condenadas ni salvadas; las almas de bebé. Sólo nos quedan tres almas de bebé que murieron por la muerte súbita, y ninguna de las tres es de su talla. Y, las manchas, pues se deben a toda una vida de maldad y pecados, por eso todas las almas de adulto tienen manchas. Tarde o temprano, todo el mundo comete pecados.
-Vaya... Pues muchas gracias, señora. Intentaré cuidar de este alma lo mejor que pueda. Adiós.
-Disfrute de su compra, señor. ¡Adiós!

lunes, 21 de septiembre de 2009

Hartos de todo (II)

La insípida pero sórdida naturaleza de la realidad me produce desasosiego, pero sólo sucede porque, según mi raciocinio, es el bajón post-cocaína quién hace que esas feas reflexiones que deberían ser fugaces perduren, atasquen las cañerías de mi sistema y le obliguen a uno lidiar con ellas. Voy con el pilóto automático encendido, pero me doy cuenta de que ahora me dirijo hacia la guarida de Carlos.
Su rostro consumido está pálido como la ceniza, pero se le iluminan los ojos al reconocerme. Cuando intento pasar, el astuto cabrón arquea el cuerpo sobre la puerta y me lo impide. Está de un espitoso que te cagas; esa masa negra dorada de cadenas, anillos y dientes raperos.
Noto el olor a amoníaco, y veo que tiene una pipa preparada. Me ofrece una calada. Una sola calada. Le pego una chupada larga y profunda mientras sus maníacos ojos me animan y su mechero quema las piedras. Al retener y aspirar lentamente, noto ese ardor sucio y ahumado en el pecho y una flojera en las piernas, pero me aferro al pecho de Carlos y disfruto del cuelgue frío y revoltoso. Observo cada anillo, cada grano negro, cada cadena y cada mancha del techo con una minuciosidad repulsiva, lo cual debería repugnarme, pero no lo hace, porque esa parte de mi psique se encuentra estremecido en el lado frío de la habitación.
Carlos no pierde el tiempo, ya prepara otra dosis en esa oxidada cuchara y extiende el lecho de cenizas sobre el papel con una delicadeza violenta que me deja asombrado. Primero mira la cuchara, después la parafernalia, y después pregunta algo.
¿Que si tengo la pasta? No, musito, no la tengo. Pero tú vas a darme otra calada de esa pipa. Pasará algún tiempo hasta que pueda permitirme siquiera un gramo de coca. Pero qué cojones, eso carece de relevancia cuando estás realmente enganchado.
Oh-oh, mala respuesta. ¡Vaya negocio! Ahora en lugar de sostenerme en el cuerpo de Carlos, lucho condecoradamente aunque sin esfuerzo por tratar de no cagar mis dientes mientras él me golpea frenéticamente, y yo busco mi navaja. Entonces una lluvia de su egagrópila sangre tiñe de rojo las proximidades, y el sentimiento de desprecio por mí mismo acaba jugando al parchís con el resto de mi psique en el lado frío de la habitación.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Hartos de todo (I)

Mi enjuto rostro se contrae desde el otro lado del espejo y deja paso a una media sonrisa nerviosa, mientras me mira con esos enormes ojos glaciales. Exactamente, efectúo ocasionales visitas a los lavabos, aunque siempre para ingerir en lugar de excretar. Pero incluso mientras me meto por la tocha media economía colombiana, la cara hundida y mortífera del otro lado del espejo me evidencia la triste realidad: la coca me aburre. Nos abure a todos. Somos unos capullos apáticos hartos de todo, en un lugar que odiamos, destrozándonos con drogas de mierda para hacer frente a la sensación de que la verdadera vida transcurre en otra parte. Conscientes de que lo único que hacemos es alimentar la paranoia y el desencanto, pero pese a ello, siendo demasiado apáticos para dejarlo. Porque, por desgracia -o no-, no hay nada que tenga el sucifiente interés para dejarlo.
En cosa de diapositivas han pasado tres días y estamos en un piso para pegarle al crack mientras un capullo habla sobre todo lo que le costó conseguir el material y que más vale que lo paguemos o nos vayamos a tomar por culo. Los billetes arrugados aparecen a regañadientes mientras el tufo a amoníaco inunda el ambiente. Siempre que esa horrible pipa toca mis labios, haciéndome ampollas, me entra una sensación de derrota y de náusea hasta que la calada me envía al otro extremo de la habitación: frío, helado, contento, pagado de mí mismo, diciendo chorradas y tramando planes para dominar el planeta.

viernes, 28 de agosto de 2009

Confesiones a un psicólogo

Tenía cerca de un año y medio cuando se llevaron a mi padre y nos echaron de casa. Es increíble que lo recuerde todo con tal nitidez, pero lo recuerdo.
Mi padre diciendo: "Hijo mío, tengo que irme a ayudar a estos policías. Tú obedece a todo lo que te diga tu madre y sé fuerte. Recuerda, ahora eres el hombre de la casa."
Y mamá llorando y abrazándome.
Y mi padre siendo arrastrado escaleras abajo gritándome: "No llores, hijo mío, no llores. Recuerda que ahora eres el hombre de la casa. Los hombres de las casas son valientes."
Y no lloré. Recuerdo que esa misma tarde nos fuimos a vivir con mi abuela.

Todo lo que recuerdo es una mesa; el límite divisorio entre mi recuerdo y mi imaginación era el trapo que caía de ella en forma de cortina, y las sombras que podía vislumbrar en ella cada vez que pasaba alguien. El mundo fuera del cobijo subterráneo de la mesa era aburrido y hostil.
El resto de la gente era aburrido. El resto de los niños eran aburridos. Sólo éramos yo y la mesa. Y papá. Échaba de menos a papá, y quería verle pronto para decirle que había sido valiente y no había llorado.
Recuerdo que la razón por la que me escondía bajo la mesa eran los gritos. Los gritos, las discusiones y los llantos de mi alrededor. Yo no lograba entender nada, sólo percibía el dolor. Y quería que parasen.
Conocía bien el dolor. Y recuerdo bien como percibía ese dolor. No era como cuando te rasgabas las rodillas al caerte, no; era algo más profundo. Era como un dolor interno, un dolor desesperado. Como los gritos de mi madre cuando se llevaron a mi padre.
Me daba miedo. Los gritos, las discusiones. La rabia, y los golpes. Mi abuelo borracho lanzándole un jarrón a mi madre. Mi abuela amenazándole con un cuchillo de cocina. Y golpes, y más golpes.
Sabía que cuando me caía, me cagaba, o me meaba me prestaban atención. Y sabía que el llanto era el símbolo de que algo iba mal. Así que, con un trozo del jarrón roto, me hice un corte bastante grande en la mano.
Salí corriendo, llorando, con la sangre resbalándome por el codo, hacia mi madr, diciendo "¡Me he caído!". Y mi abuelo se sentó, mi abuela dejó el cuchillo, y mi madre corrió con los brazos abiertos hacia mi.
Y los gritos cesaron, y la gente se preocupó por mí.
Así es cómo comencé a autolesionarme.

martes, 25 de agosto de 2009

Primer día en boxeo ilegal

Uno suele tardar en darse cuenta de que se ha metido en un edificio en el cual todo el mundo tiene las orejas deformes. Una vez te has dado cuenta, ya no ves nada más; ni siquiera todas las narices torcidas, ni los labios partidos, ni las cejas rotas.
En el mundo del boxeo ilegal se aceptan apuestas, y las orejas rotas, aplastadas, derretidas o encogidas son contempladas con orgullo. Quieren decir que uno le ha dedicado tiempo y esfuerzo. Forman parte del juego. Es la naturaleza del deporte, como cicatrices, como heridas de guerra. Como emblemas de pelea.
Crac. Así suena su mandíbula al partirse. William golpea a Petersen desde la izquierda, y su mandíbula queda colgando con los dientes columpiándose en ella. El árbitro toca el silbato. William gana.
William pelea ahora contra Harrington.
En el mundo del boxeo ilegal si te niegas a combatir por cualquier razón, sea la que sea, te cortan un dedo del pie y te lo hacen llevar colgado al cuello durante tu próximo combate. Dicen que da mala suerte.
Harrington es un hombre de unos noventa kilos y William de unos ciento veinte. Dice que no lo considera un combate justo, están a categorías diferentes.
Mientras la sangre cae de mi nariz tiñendo de rojo la vestimenta de la doctora del ring y salpicando sus Doctor Martens, Harrington es subido a empujones al cuadrilátero.
La doctora, señalado una oreja deforme, dice: "Te pasa cuando peleas y te golpean las orejas. De los golpes, de la abrasión, el cartílago se separa de la piel, y, al separarse, la oreja se llena de sangre y fluídos. Al cabo de un tiempo se vacía, pero el calcio queda solidificado sobre el cartílago."
Harrington golpea con la izquierda sobre la boca de Peterson, la cual se parte longitudinalmente. Harrington tiene un corte transversal en la mejilla derecha, debido a los derechazos de Peterson. La sangre brota por sus caras.
La doctora dice: "La sangre se va filtrando lentamente en la oreja y se apelmaza, porque el calcio se solidifica sobre el cartílago. Luego se hace otra herida y más sangre se filtra y se apelmaza, y poco a poco la oreja se queda irreconocible".
El boxeo ilegal es un deporte en el que todo va al revés. Si quieres ir hacia la derecha, tendrás que apoyarte en el pie izquierdo. Si quieres ir hacia la izquierda, tendrás que apoyarte en el derecho. Si quieres avanzar, tendrás que retroceder. En un deporte en el que todo va al revés, las heridas y la sangre no son una muestra de debilidad; al contrario. Cuanto más sufras para derrotar a tu adversario, siempre y cuando lo derrotes, más mérito tendrá.
Motas de sangre alcanzan al público mientras las pequeñas gotitas forman charcos dentro del ring.
La doctora dice: "Cuando las orejas se llenan de sangre, tienes que vaciártelas. Para ello tendrás que usar jeringuillas. Y mientras las vayas vaciando antes de que la sangre se endurezca, se puede ir evitando, más o menos."
Mientras el cuerpo de Petersen se desploma sobre el ensangrentado suelo, Harrington escupe sangre y levanta el brazo en señal de victoria.
La doctora extrae sangre de mi oreja izquierda y me recoloca la nariz. Suena otro crac y empieza a salir sangre de nuevo. Expulsa la sangre de la jeringuilla y la deja sobre un recipiente metálico. Entonces vuelve a clavar y sigue extrayendo sangre.
Me mira y dice: "Sé que tú no quieres tener las orejas deformes".

miércoles, 19 de agosto de 2009

Esos ruidoadictos... (II)

La gente desde lo alto del piso se ve muy pequeñita. Van de un lado a otro, con sus maletines en sus manos. O con sus hijos. O con las novias, o con bolsas de la compra. O con helados, o hablando por el móvil. Los que no, las llevan en los bolsillos. Así parecen parte de algo. Parece que forman parte de la multitud, de la sociedad. Quizá con las manos ocupadas, todo parezca tener mejor aspecto. Quizá, simplemente, no sean las manos: sea el tener algo, algo que hacer; y mantener las manos ocupadas sea el mero símbolo de que tienes algo. Pero parecen todos tan normales y felices. Nadie pensaría que entre esa multitud hubiese algún esquizofrénico capaz de secuestrar un autobus escolar y de estrellarlo contra un hospital, o que haya alguien tan deprimido como para estrangularse con sus propios intestinos.
Quizá sea la altura. La forma de ver la perfección es contemplándola muy de lejos. De cerca siempre se ven las imperfecciones. Desde lo alto, todo parece una sociedad perfecta. Quizá si nos acercamos y miramos en el interior de cada uno podemos ver lo mal que va la cosa.
Así nos debe de ver Dios. Pequeñitos y felices. Como si todo fuese bien. O quizá a Dios se la sople todo. Él nos creó a su imagen y semejanza; con toda seguridad que él también tiene sus problemas de los que ocuparse, y no de los problemas ajenos. Con toda seguridad que él no busca otra cosa que una solución para sus problemas.

Y tal vez la solución al ruido sea más ruido. Retransmitir mi dolor o mi alegría o mi enfado por todo el vecindario con el equipo de música puesto a tope. Tal vez la solución a mis problemas sean más problemas. Problemas más gordos de los que preocuparme.
Das un fuerte puñetazo a la pared, y luego otro. Después otro que precede al siguiente. Hasta que los puños te sangren y dejen su marca en la pared. Hasta que los dedos se te desarmen y te crujan.
El cuerpo humano tiene una capacidad limitada de sentir dolor y placer. Cuando se alcanza el límite, ya no se siente nada. Así que la respuesta al dolor puede ser más dolor. De cualquier manera, el dolor físico puede mitigar el dolor emocional.
Más sufrimiento para ahogar el sufrimiento. Dolor para ahogar el dolor. Ruido para ahogar el ruido.
Pastillas contra pastillas. Quizá la solución sea el exceso y no el defecto.

No sé de dónde he sacado esta idea.
Los expertos en la cultura de la Grecia antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando los griegos de la Antigüedad tenían una idea, creían que un dios o diosa les estaba dando una orden. Apolo les estaba diciendo que fueran valientes. Atenea les estaba diciendo que se enamoraran. Ares les decía que asesinaran a su vecino. Hefesto les decía cómo resolver una ecuación.
Ahora la gente oye un anuncio de un cosmético que te deja la piel tersa y elimina las arrugas y salen corriendo a comprarlas, pero a eso lo llaman libre albedrío. Por lo menos, los griegos de la Antigüedad eran sinceros.
Y sigo golpeando la pared hasta que el vecino de abajo empiece a dar puñetazos al techo. Y haga ruido. Su respuesta es más ruido para ahogar el ruido.
Porque una planta también puede morir por exceso de agua.

lunes, 17 de agosto de 2009

Esos ruidoadictos...

Alguien está viendo Siete Vidas a todo volumen. Su sonido se filtra por el techo. El estruendo de las risas de la televisión hace vibrar cada una de las células doloridas de mi cabeza. Todos esos sonidos de risas en la televisión se grabaron durante los cincuenta, lo que dicta que hoy día la mayoría de gente a la que se oye reír está muerta. Muerta y enterrada. Su estruendosa risa transformada en un silencio frío y fertilizante. Y este sonido, este estruendoso sonido es su legado. Un parásito, algo que sobrevive al ser humano. Algo que sobrevive al cuerpo y al alma.
Alguien está tocando un bajo a todo volumen. Su ruido atraviesa el patio interior y hace gemir cada uno de los papelitos que tengo encima de la mesa.
A mi derecha se oye un ruido de batalla. Se oyen disparos de M1 Garand y de MP40. Se escucha una MG-42 y una Thompson. Se escucha un rifle de francotirador Springfield, y ruido de bombardeo por artillería y aviación. O bien en la casa de al lado se está librando una batalla en la que un contingente alemán se defiende de la invasión norteamericana en las playas de Normandía o bien alguien tiene la televisión puesta demasiado alta.
Esta es la gente que necesita que su televisor esté encendido todo el día. Gente que llena sus vidas de ruidos y ruidos para no poder escuchar su propio silencio. Estos son mis vecinos. Estos son el mundo entero. Estos adictos al ruido, que tienen fobia al silencio.
Todos los sonidos se filtran por las paredes y se mezclan: la risa de los muertos con la grave vibración de un bajo con la batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Y al día de hoy, esto te lo venden como "Hogar, dulce hogar". Este asedio de ruidos. Te lo venden como civilización y sociedad. Te lo venden como progreso.
Y se inventan pastillas y píldoras para las imperfecciónes que deja "el progreso" en ti. Pastillas para poder dormir, pastillas para el dolor de cabeza. Pastillas para las contracciones musculares, y pastillas para los que escuchan voces. Pastillas para el hipersomnio. Pastillas para la depresión. Pastillas con efectos secundarios.
Pastillas con efectos secundarios para arreglar los efectos secundarios de otras pastillas. El apaño que cubre el desperfecto que ha dejado otro apaño que cubría una imperfección que dejaba otro apaño y así sucesivamente.

Siempre he querido encontrar mi Nana. Encontrar un sonido, o imagen, que cuando sea escuchado o visto sea interpretado por el cerebro. Y le envíe un mensaje. El mensaje de morir, de ser desconectado. Cantar una palabra, enseñar una fotografía, y matar a una persona.
Y enviarlos a todos al espacio exterior, donde no hay aire, por lo que no se transmite el sonido. Convertir todo su ruido en un silencio frío y fertilizante.
Pero aún quedaría su legado. Todas las películas, y la música. Todos los documentales, informativos, reportajes y series de televisión. Todo el ruido grabado.
Matarlos sería el apaño que cubre un desperfecto pero deja otra imperfección.

¿Qué se puede hacer? ¿Toda solución a un problema causa otro problema? ¿Hay alguna solución definitiva? ¿O estamos condenados a vagar restaurando los problemas causados por soluciones anteriores?

domingo, 16 de agosto de 2009

El recordatorio

En mi peripecia para buscar cerveza a las 3 y pico de la madrugada me he dado cuenta de dos cosas.
La primera, es que el cartel de "Abierto las 24h" del chino de abajo miente.
La segunda se remonta bastante tiempo atrás. Por aquel entonces yo estaba bastante deprimido. Una amiga me dijo que todo era mental, pues no tenía razones reales para sentirme como me sentía. Que todo era sugestión. Que si no podía desde dentro que lo hiciese desde fuera. Que o eso o que me hinchase a pastillas y píldoras de fluoxetina. O de venlafaxina. O de bupropion. O de sertralina, o de citalopram o derivados.
Creí que lo conveniente era hacer lo primero. Con un permanente rojo, y un taco de post-it amarillos fui adornando mi vida. Dándole color; el color rojo que se supone que ha de tener la felicidad. Con el rotulador escribí en grande en un post-it HOY VOY A TENER UN BUEN DÍA, y lo pegué en la parte que daba para dentro de la puerta de mi habitación. Cada mañana lo leía y me lo repetía a mí mismo al levantarme hasta creérmelo. Me levantaba de buen humor, y todo parecía tener mejor aspecto. Las chicas eran más guapas. La comida sabía mejor. Me iban mejor los exámenes. No sabía cómo, pero la cosa funcionaba. Aún era insuficiente, me dejaba con ganas de más. Pronto la técnica hallanó otros espacios.
Pronto empecé a poner post-it en el frigorifico que decían VOY A DISFRUTAR DE UNA SALUDABLE COMIDA. O más en la ducha que decían VOY A QUEDARME LIMPITO Y FRESCO. Ponía más en los libros diciendo VOY A DISFRUTAR DE ESTE LIBRO. Y en las películas, y en los discos de música. Y en los videojuegos, y en el monitor del ordenador.
Llené el techo de mi habitación con post-it que decían HOY VOY A DORMIR BIEN. Cuando no HOY VOY A TENER DULCES SUEÑOS. En la puerta de la calle ME LO VOY A PASAR GENIAL FUERA. Y en las puertas y en las paredes. Y en las ventanas y en las persianas. Y en los altavoces del ordenador. Hasta en los lápices VOY A UTILIZAR BIEN ESTE LÁPIZ.
Y cuando más lo hacía, más quería. Me convertí en un adicto.
Si no seguía embadurnando mi vida de ese rojo sobre amarillo me volvía a deprimir lentamente. Necesitaba más y más, para mantener ese estado de felicidad.
Sobre el lavabo QUÉ AGRADABLE ES LAVARSE LAS MANOS. En las toallas GRACIAS POR SECARME. En los paraguas GRACIAS POR PROTEGERME DE LA LLUVIA.
Los mensajes ya no eran de autoayuda. Eran mensajes optimistas y ya está. Pronto comencé a repetir los mentajes. A poner varios post-it con el mismo mensaje en el mismo objeto. A darle a toda mi vida un plumaje de papel amarillo con los objetos de mi casa.
En los periódicos GRACIAS POR MANTENERME AL DÍA. En las gomas GRACIAS POR BORRAR MIS FALLOS.
Un día mi padre dijo que ya bastaba, que estaba hasta las pelotas de los post-it que había hasta en la sopa. Me dijo que los quitase todos. Y desaparecieron los post-it que había sobre las estanterías que decían GRACIAS POR SOSTENER MIS LIBROS. Y los que había en el horno y en el microondas que decían GRACIAS POR CALENTAR MI COMIDA. Y todos los demás.
Y la depresión volvió. No me sentía realizado, no sentía nada de nada. Sentía que mi vida era una absurda pérdida de tiempo. Que el tiempo se acababa, y que moriría sin haber hecho nada que mereciese la pena. Así que pinté en la calle un mensaje que leería cada vez que saliese, durante el resto de mi vida, que decía HOY ES EL PRIMER DÍA DEL RESTO DE TU VIDA, para sentir que todavía tenía toda la vida por delante para hacer algo que mereciese la pena.
Y la segunda cosa de la que me he dado cuenta, es que alguien ha tachado con una cruz la palabra primer con un rotulador negro sustituyéndola por la palabra peor. De forma que queda HOY ES EL PEOR DÍA DEL RESTO DE TU VIDA.
Cogí el permanente y bajé para intentar corregirlo, pero ya no pintaba. Se había gastado. Y me di cuenta de que mi esperanza roja había desaparecido, se había gastado de la misma manera que lo hace un rotulador.
Así que cada vez que salgo me encuentro con ese mensaje, me mina de forma implacable. Deprimiéndome. Haciéndome sentir que cada día es el peor día de mi vida.
Y puede ser que tenga razón.




sábado, 15 de agosto de 2009

20:17 PM, andén 7

El momento es decisivo. Cuando nuestras miradas se encuentran por fin en el andén, cuando nuestros abrazos se juntan y nuestros corazones se sincronizan. A sabiendas de que quizá nunca nos volvamos a ver, de que tal vez nunca compartamos más palabras ni sepamos nada el uno del otro. A sabiendas de las abrumadoras posibilidades pero con la certeza de que nunca nos olvidaremos.
Cuando noto que su cálido aliento me roza el cuello poniéndome la piel de gallina, caigo en la cuenta de que ya ha llegado el momento. Que nuestro tiempo se está acabando y que hay algo que debería saber.
Nos separamos y le digo que ambos sabíamos que este momento llegaría, que cuando me alisté lo sabíamos, y que no deberíamos haberlo ocultado. Le digo que no sé qué hacer, pero que todo va a ir bien.
La miro a los ojos, y le digo que todo irá bien, aunque sé que no es verdad. Después, me quedo escuchando, esperando a que termine de llorar para decir lo que siento. Estoy aquí, en un lugar donde nunca soñé que volvería a estar, y le digo que estoy enamorado.
Nuestros cuerpos siguen unidos. Mi pecho se estremece con cada uno de sus latidos. Y mientras la gente va y viene a nuestro alrededor, nosotros estamos ahí abrazados, impasibles a todo. Flotando mientras la vida pasa apresuradamente a nuestro alrededor.
Sus labios articulan palabras en silencio. Lo sé, dice. Yo también, dice.
Entonces nos besamos, y es agradable. Noto como si mi corazón se llenase de agua caliente. El tiempo parece congelarse y nada importa al margel del momento.
Le digo que lo siento. Que debería haberselo dicho antes.
No tienes de que arrepentirte de nada, dice, el destino lo hizo así.
Le digo que no quiero creer que esté escrito que yo he de enamorarme de ella. Que prefiero haberme enamorado y ya está, por mí mismo y no porque es lo que ha de suceder.
¿Qué más cosas quieres?, pregunta ella.
No quiero nada más en realidad, le digo. Todo lo que quiero es que el suelo siempre esté bajo mis pies, el cielo sobre mi cabeza, y que ella siempre esté a mi lado.
Sé lo que hay al final de la vía, se intuye desde más allá del horzonte. Sé lo que hay en ese tren. Pero he de subirme; no es el destino, es lo que he elegido. Correcta o no, mi elección no es ningún plan maestro ya escrito. Es y ya está.
Mientras subo al tren, la miro a ella. No es perfecta y no está completa, pero es la vida que he de dejar atrás.

martes, 21 de julio de 2009

Fiesta en casa Roy

"Detesto esa puta mierda, joder" declaró Rant, "¿qué tiene de fuste follar con un durex puesto? Puto sexo seguro, puta muerte segura. Si no hay riesgo ni incertidumbre no se disfruta, joder."
"Que te jodan, Rant. Es mi polla y hago con ella lo que me salga de los cojones", contestó Victor, a medio camino entre la risa y el enfado.
"Vale, pues que te den por el culo".

Las discusiones de borrachines eran un problema secundario, nada comparado con Roy. Roy era el problema principal. Este es su piso, es su reino, y parece haberse propuesto que todos lo pasemos bien. En lo que a mi experiencia se refiere, ese es el "nos" mayestático de Roy, pues el único que lo pasa bien es él. Pasarlo bien según su criterio es tener que aguantar su mierda de discos de Simply Red, U2, y demás grupos de rock comprometido toda la noche, mientras nos cuenta sus batallitas sexuales.
De eso tratan, más o menos, las relaciones públicas de Roy. La gente trata de aguantarlo y aumentarle el ego mediante comentarios halagadores a las mismas historietas que ya ha repetido hasta la saciedad, poniéndo gran esfuerzo en parecer que es la primera vez que las escuchan. A cambio Roy no te partirá la cara, y si algún otro cabrón pretende hacerlo ya se ocupará él de hacer que se arrepienta.

Ahora Roy le está dando la barrila a Adam. Adam asiente ecuánimamente mientras le temblequea la mandíbula por el ácido en el que está colgado. El muy capullo lleva encima cuatro pastis de ketamina. Se apostó conmigo a que se colocaría más que yo; que sólo voy de dos secantes de LSD; con esas cuatro. Y por ahora parece estar ganando, pues la charla que le está dando Roy sería difícilmente soportable si no fuese de ácido.
Adam es bajista en un grupo de punk mugriento. Había un gran proverbio que decía que si no tenías ni zorra de música, pero aún así querías crearla te dedicases al punk. Lo difícil sería clasificar al punk más como música que como una serie de ruidos grotescos canalizados estruendosamente por los altavoces. Pero de acuerdo con esa teoría, Adam sería un perfecto punk. Imaginad a un drogata pasado de ácidos con un viejo Sojing de cuerdas de niquel de 0.45 que suena a cascajo. Imagináoslo, y subidlo a un escenario dándo gritos. Fatal, ¿eh?
Ahora, en realidad Adam me ha contado que está tan colgado en los conciertos que apenas puede actuar. Así que se dedica a dar saltos y aporrear ese cascajo que tiene por instrumento, mientras hay un CD con las pistas de bajo grabadas en playback.

Todo en el piso, en la fiesta, va según tendría que ir.
Una furcia con unas Doctor Martens está ligando con un chaval. Se da la vuelta, y puedo ver las letras , poco sugerentes ellas, impresas sobre su camiseta que dicen INSERTE POLLA AQUÍ, y una flecha que señala el trasero.
Mientras Tommy está metiendose rayas de coca en la mesa de la cocina. Después estornuda, y un enorme moco blanco sale disparado, quedándose pegado en el suelo. Al ver que está lleno de polvo blanco, Tommy se agacha, lo lame, y lo lleva de vuelta a su interior.
Jane y Aston están teniendo una fuerte discusión sobre quien tiene más derecho a chuparle la polla a Richy, que está tirado en el sofá, totalmente ido por las gelatinas de metadona.
Marc está bailando en calconcillos delante de la televisión. Su novia se va del piso, como protesta por su comportamiento. Para empezar, Marc está tan borracho que ni siquiera había reparado en su presencia.
Unos yoncarras con arpones hacen trainspotting sobre sus siniestros, mientras un oso blanco pasa entre ellos dejando una estela rosa allá por donde anda.
"Hostia puta, Adam, ¿has visto el oso?"
"Nah, tío, en realidad es un perro-oso, sabes."
Y así es. Así es todos los jodidos fines de semana.
Para muchos, esta forma de vida parece aterradora y deprimente, y en cierto modo lo es, si no estás demasiado pasado como para no sentir nada. Para otros, es una forma de vida que les ayuda a superar todos sus errores; una vía de escape a la depresión y el aburrimiento.
Para mí, no podría ser más aburrida. Pero así es la vida, escoges y andas un camino. Y siempre es tarde para volver atrás y escoger otro.

domingo, 19 de julio de 2009

La historia de tu vida

Probando, probando.
Aquí solo, sentado en un reconfortante filtro de soledad, veo el cielo azul y ecuánime que se extiende hasta más el allá. El sol es absoluto y ardiente justo delante de mí. Este es un día precioso, y será precioso para siempre.
Tengo apretado el botón de la grabadora.
Probando, probando.
Mientras las lenguas de fuego narantas y amarillentas se retuercen sobre todo lo que queda de este rascacielos. Las escaleras de los camiones de bomberos sólo llegan hasta el octavo piso. Si estáis en el piso número doscientos cincuenta y cuatro de un rascacielos en llamas lo tenéis jodido.
Si estáis escuchando esto, es que yo estoy muerto.
Y ésta es mi autobiografía.
En ella se cuenta la historia de Chester Branson. La historia de lo que todo salió mal, la historia de lo que nunca debió haber sucedido.
Probando, probando.
Estoy atrapado en mi vida, en el piso de un gran rascacielos, y el ecuánime cielo azul se acerca cada vez más deprisa. Tal vez mi historia termine envuelta en llamas. Tal vez esta cinta nunca llegue a ser escuchada.
Pero no me importa, sólo quiero dejar constancia de la existencia de un persona que realmente nunca vivió como tal. ¿Y si no se vive como persona, se puede morir como persona?
Ojalá pudiese irme y dejar atrás la vieja historia de mi vida. Porque hay muchas cosas que quisiera cambiar, pero ya no puedo. Ya está todo hecho. Ahora no es más que una historia.
Probando, probando.
Mi nombre es Chester Branson, y tengo treinta y tres años. Y es de lo más irónico, pero ahora siempre tendré treinta y tres años.
Y no seré nada. Me limitaré a ser una dedicatoria pobre en una lápida.
Sube al cielo, quizás.
Tu familia te acompañará siempre, tal vez.
A lo mejor, fue un fracasado para el mundo, fue el mundo para mí.
No lo sé. Y no me importa.
Ahora siempre sólo seré el recuerdo angustioso que os impida dormir. Tal vez me limite a ser un ramo de flores al año depositado sobre una tumba.
Probando, probando.
Trabajaba aquí, en esta oficina. No hay nada como una lista para ver la línea recta que va de la vida a la muerte. Mi vida se reducía a limpiar los despachos de jefatura los lunes. A limpiar los cristales los miércoles.
Según esa lista, ahora debería estar limpiando los ciento setenta despachos.
Con este sistema, toda tu vida se reduce a puntos en una lista. Tareas que cumplir. Toda tu vida aparece ante tus ojos, plana. La distancia más corta entre dos puntos es una línea temporal, el horario, un mapa de tu tiempo, el itinerario del resto de tu vida.
Probando, probando.
Jueves, 6:20 PM: quitar el polvo a los ordenadores.
Viernes, 12:30 AM: vaciar todas las papeleras y sacar la basura.
Sábado, 9:00 PM: morir incendiado.
La muerte no tiene nada de enigmático. Nada de heróico. Nada de doloroso. Sólo es otro punto de tu vida que cumplir. Para bien o para mal, es el último punto. Y entonces la libertad, la muerte. Tan perfecta, tan compleja. Creed en mí y moriréis para siempre.
Probando, probando.
Un helicóptero de la policía pasa junto a la ventana surcando el cielo, mientras yo me esfuerzo por morir.
El fuego me abrasa. Pero no duele. Por lo menos no de la manera que solía doler. Porque ahora, este dolor físico es lo único que tengo. Este dolor es mío, y de nadie más, y porque duela no se va a ir. Este dolor físico es lo único que me hace sentir vivo. Es lo único realmente mío, lo único que puedo crear en mí. El dolor es lo más puro que existe.
Probando, probando.
Aquí la vida y la muerte de Chester Branson. El cielo es azul y justo en todas direcciones. El sol es total y potente. Este es un día precioso, y será precioso para siempre.
Aquí, a continuación, la historia de Chester Branson. La historia de su vida. Lo que todo salió mal. Lo que tal vez nunca debió haber sucedido.
Probando, proban...

miércoles, 15 de julio de 2009

London Crawling (III)

Convierto la carta de Gemma en una pelotita y la tiro a la basura. La dura vida del apático emocional; la dura vida de un autista emocional.
Pero lo daría todo, lo daría todo sólo por ver en su cara reflejado el momento en el que tiro su carta a la basura. Lo daría todo sólo por tener uno de esos teléfonos en los que se oye todo para que, cuando me llamase, escuchase la cadena del retrete. O para que escuchase el sonido de un huevo friéndose. Y entonces sabría que me la suda.
Un espasmo de bienestar recorre mi cuerpo justo cuando veo cómo el papel arrugado se cuela en la papelera. Oh, qué bonito es dejar a alguien cuando aún quiere verte. Porque indudablemente tendrás que dejarla cuando no quiera volver a verte.

Hecho esto, bajo a comprar el periódico para ver las necrológicas. La muerte, la única prueba de que no todo es verdadero, auténtico e invariable. Todo se acaba, todo se pudre, todo se marchita, todo cambia.
Llega un momento en el que puedes medir tu propia muerte en función de las muertes ajenas. Cuando compras bombillas no sabes que estás limitando tu vida al registro de luz. No sabes que cada bombilla de esas dura unos cinco años aproximadamente. Entonces caes, cuando ya has cambiado unas siete bombillas, te das cuenta de que probablemente no vayas a poder cambiar otras siete.
Terminas el instituto, ¿y ahora qué? Universidad. ¿Y ahora qué? Te casas, compras una casa, crías una familia. ¿Y ahora qué? Terminas de pagar la hipoteca. ¿Y ahora qué? Y entonces te mueres.
Y te das cuenta de que no hay nada que haya justificado tu existencia. Has hecho todo lo que se supone que hay que hacer. Has sido obediente. Has criado una familia, y te has aburrido trabajando todos los días de tu vida. Has sido un buen ciudadano. Has cumplido tu papel en el ciclo vital de la vida dejando descendiencia. ¿Pero qué ha sido de ti? Has sido ciudadano, has sido padre, has sido contribuyente, has sido marido, has sido comprador, has sido mecánico. Has sido todo lo que se supone que hay que ser, pero no has sido .
¿Qué desearías haber hecho antes de morir? Escribe un libro, construye una casa, esculpe una estatua, pinta un cuadro, compón una canción. El arte es la única manera de inmortalizar. Convierte tu vida en una obra de arte. Inmortalízate.
Por eso miro las necrológicas, es la única manera de sentirme vivo. Treinta y dos años y no he vivido. Sigo siendo un niño de treinta y dos años. Por eso visito las tumbas todos los días.
Las juergas con alcohol y drogas tenían su gracia al principio. Pero dejan una cuenta de linfocitos espantosamente baja. Casi puedo sentir la tuberculosis incubándose en el interior de mis pulmones. Meciéndome suavemente con cada inspiración y espiración.
Me voy a morir y este no puede ser el final. Tiene que haber algo más. Necesito que lo haya.
Por eso siempre pego el oído a las criptas, intentando escuchar una respiración agitada y el sonido de los arañazos. Por eso siempre que veo a alguien saliendo de Bunhill Fields pienso que, por favor, que esté muerto.
Incluso yo acorralado por una horda sedienta de sangre de zombis sería feliz. Incluso si me matasen y me eviscerasen sería feliz. Porque sabría que hay algo más. Que no es el final.

jueves, 9 de julio de 2009

Dance tonight, revolution tomorrow

Me encantaban todos esos pequeños detalles. Esos minuciosos detalles, que cuidabas a la perfección. "Los pequeños detalles son los que rigen el mundo", solías decir tú. "Hay que cuidarlo todo a la perfección, todo error, por nimio que sea, puede tener su consecuencia negativa", decías. "Como la mariposa que bate sus alas y crea un huracán en el lado contrario del mundo". "Así nací yo", añadías, "un pequeño error en un preservativo, un pequeño agujero". "Y fíjate todo lo que he logrado, un pequeño agujero en un preservativo ha cambiado el mundo veintiocho años después", decías, "como la mariposa que bate sus alas".
Y lo recuerdo, lo recuerdo todo. Cada forma labial acompasada que dejaba sonido a una vocal, cada mirada. Lo cuidabas todo al más mínimo detalle.
También recuerdo que dijiste cuando me declaré. Dijiste "Lo primero que has de saber es que la esperanza es una fase que se deja atrás". "Deja atrás tu esperanza, olvídala". Te constesté que no lo entendía.
Entonces era una niñita presumida y tonta. Ahora sí que lo entiendo a la perfección, cariño. Tú me lo has hecho entender.
"No sirve de nada tener esperanzas, las cosas no se harán solas por mucha esperanza que tengas", me decías, "tienes que hacerlas tú". "Todo el mundo está solo en este mundo", continuabas. "No te entiendo", decía yo. "Nadie aprende metafísica en un sólo día", me contestaste, "ya lo entenderás".
Y así es, ya lo entiendo. Lo entiendo, todos estamos solos.
Te recuerdo a ti, encima de un pozo de sangre, en el lecho de tu muerte. Pero reías, eras feliz. "Todo ha salido según el plan", me dijiste. "¿Qué plan? ¡Te estás muriendo!", contesté. "En eso consistía".
Y entonces me explicaste. Me explicaste que tu verdadero sino en la vida era reducir la civilización a cenizas. Me explicaste que el trabajo de reconstruir un mundo mejor no te correspondía a ti. Y añadiste "Lo siento, amor mío, creo que no te hice entender que todos estamos solos en este mundo".
Te reíste y continuaste. "Quería saber qué se sentía, qué se sentía sabiendo que tu próxima bocanada de aire sería la última, tu estertor. Quería vivir ese segundo en el que la vida pasa ante tus ojos. Yo lo estoy viendo todo, cariño, y para empezar no es un segundo sino una agradable eternidad".
"¿Y qué ves?"
"Te veo a ti, nos veo a nosotros. En un bosque de arces, antes de la revolución, antes de la pistola, antes de la anarquía".
"Sólo quiero que me prometas una última cosa", continuaste, "recuerda todo lo que te he dicho. Y prométeme que les dirás a los chicos que volveré".
Aquello no lo entendí del todo. Pero hice correr la voz.
Día tras día, tu tumba se llenaba de pancartas.
"Te echamos de menos, señor", decían.
"Estamos continuando con su plan", decían.
"Hacemos del mundo un lugar mejor".

Pero seguí recordando, recordándolo todo.
La gente siempre te tenía por un sanguinario. Me preguntaban cómo podía amar al hombre que ahorcó a unos políticos. Cómo podía amar al hombre que quemó todas las instituciones públicas. Me preguntaban cómo podía amar al hombre que hizo volar por los aires siete campamentos militares.
Pero ellos no entendían, no entendían como eras tú en realidad. No conocían tu otra mitad de vida. Yo era la única que te veía recién levantado. Yo era la única que disfrutaba cuando me traías el desayuno a la cama. O cuando llorabas en mis brazos preguntando si tanta violencia tendría un fin positivo.
Yo era la única que conocía aquellos besos en praderas bordeadas por bosques de arces.
"¿Por qué lo haces?", te preguntaba.
"En realidad la gente no mata el tiempo, es el tiempo quien los mata a ellos", respondías. "Haz algo importante con tu vida, haz que el tiempo te resucite y no mate también tus recuerdos."
"No lo entiendo", decía yo.
"Verás... Mi corazón está dividido en dos mitades. En una mitad estás tú, y en la otra mitad está el resto de la humanidad. Eres mi mitad de vida. Quiero el bien para ti, pero también lo quiero para ellos".
Yo era tu mitad de vida.
Entonces no lo entendía.
Ahora he estado recordando. Ahora sí lo entiendo.
Tu plan tenía dos fases: destrucción y reconstrucción.
Tú eras una parte de tu vida, y yo era la otra.
Y dijiste que volverías.
Entonces no lo entendía, pero ahora sí. Ahora veo exactamente cuál es mi cometido en tu plan, en tu vida. Ahora sé que no has muerto, que en realidad sigues siendo otra mitad que sigue viva en mí. En el recuerdo de todo el mundo. Todos esos pequeños detalles, esas pequeñas palabras que tanto cuidaban... son las que cambian el mundo.
Cuando hagamos del mundo un lugar mejor, será mi turno. Podré ir al otro lado a visitarte. Podremos consumar nuestro amor. Si no lo hacemos en el otro mundo lo haremos en los recuerdos de todas las personas.
Ahora... ahora tengo una revolución que continuar.

martes, 7 de julio de 2009

London Crawling (II)

Algunos se creen es quedar con una tía, y ya se baja ella las bragas. Pero no... Primero toca aguantar sus pajas mentales en la cena de rigor -la cual por supuesto tendrás que pagar tú- sus comentarios y su insulsa y aburrida charla hasta bien entrada la madrugada. Y si después de semejante lobotomía y de un riguroso asalto a la cartera has sobrevivido, entonces a lo mejor, pero sólo a lo mejor, habrá sexo.
Demasiado rollo para echar un clavo, preferiría irme de putas: mucho más barato incluso con las mejores, además de que puedes escoger tú y no te dan la brasa.
Pero ya basta de aborrecerme a mí mismo y a la humanidad; hoy quedé con una chica que conocí en mi anterior trabajo como maquinista. Ella era mi superiora, la manda-más. Desde una oficina en lo alto de la entrada oeste de la fábrica dirigía todo el cotarro. Ocurre que quedamos a cenar una noche para hablar sobre lo de mi indemnización. La velada fue bien; tan bien que hoy, dos meses y seis días después, me ha vuelto a llamar.
Gemma, se llama; trajeada, entusiasta y bonita.

Cuando la cena acaba, no queda más remedio que ir a mi casa, a mi destartalada casa en Hackney. Mientras vamos en taxi adentrándonos en las miserias del barrio, las ladinas miradas de soslayo de Gemma, discretas y furtivas, me indican que sus expectativas se reducen con cada semáforo que dejamos atrás.
Cuando entramos, noto su decepción en estado de crispación, mientras hecha un vistazo y yo me disculpo por el desorden de la casa. Cuando en realidad creo que está a punto de lanzar el último pílum del rechazo, ahoga su crispación en un vaso de amabilidad, respira hondo y dice: "¿Podemos sentarnos a hablar un poco?".
Y así es todo, el conejo se ha metido en la madriguera del lobo. Nos sentamos en la cama y empezamos a hablar sobre trivialidades, mientras a mí se me hace todo más difícil, pues sólo encuentro ganas de decir: cierra la puta boca y bájate las bragas, nunca más volveremos a vernos y si nuestros caminos se cruzan disimularemos nuestro bochorno con estoicismo y fingida indiferencia.
Lo más difícil es escuchar, pero también es lo más importante. La charla de antes del polvo. Todo es un ritual. El ritual a partir del polvo se vuelve de lo más deprimente.
Intento evitar el silencio, aunque me es difícil, y algunas de sus miradas -demasiado autocensuradoras como para resultar coquetas- lanzadas durante los lapsos de la conversación me indican que tiene algo importante que decirme.
Y entonces lo dice. Dice: "Te quiero". Mientras yo, de repente, me doy cuenta de su elegancia, su piel impecable, y esa sonrisa generosa.
Mientras noto esa sacudida de bienestar que va de la espalda a la cabeza, mientras ella se me acerca para besarme, yo pienso: ahora. Ahora es el momento de enamorarse. Sólo tienes que subirte al barco del amor, dejar que la entraña del amor os envuelva en un turbio embeleso. Y entonces mirarse estúpidamente a los ojos, jurar amor eterno.
Pero no. Hago lo de siempre y utilizo el sexo como medio de socavar el amor. Me abalanzo sobre ella, nos desnudamos, nos morreamos y lo hacemos.
Hago esperar el clímax hasta que pasa el expreso de las 01:32 de Liverpool Street, que lo hace retumbar todo, y entonces llegamos; llegamos los dos; y ella me declara su amor imperecedero a gritos.

Cuando se va a ir, no soy capaz de decirle nada. No soy capaz de sacar nada bonito de mi boca. Se queda en la puerta esperando algo, algo que se supone que debería decir yo. Tiene en los ojos ese aspecto culplable y dolorido de los rechazados. Mientras sale por la puerta, se me humedecen los ojos al pensar en su hermoso rostro. Fantaseo con bajar las escaleras gritando su nombre con un ramo de flores, abrirle mi corazón, jurarle amor eterno. Hacer de su vida algo especial, ser ese príncipe azul montado en un corcel blanco.
Esa fantasía... Pero no es más que eso.
Una asquerosa sensación de desamparo se apodera de mí cuando la veo alejándose por la calle. Decididamente sí, el ritual se vuelve sombrío y deprimente después del polvo.
Pero esa maldita fantasía: es fácil amar a alguien ausente, imaginárnoslo a nuestra medida; es fácil querer a quien no conocemos en realidad.
Y en eso soy un maestro.

viernes, 3 de julio de 2009

Sin sentir nada

Quería morir. Y pensé que lo haría, podía sentir que lo estaba haciendo. Desde luego, no era una muerte física; sentía que algo dentro de mí se había podrido. Como unos pensamientos cancerígenos que se extienden intoxicando al resto de sentimientos. Hacía tiempo que ya no sentía nada.
Ya parecía haber llegado el momento. En cierto modo, hacía ya algún tiempo que sentía que había llegado el momento, pero siempre procuraba ocultármelo a mí mismo.
Y ella me estaba haciendo sentir. Sentir de la misma manera que yo la hice sentir a ella. Me daba patadas con fuerza mientras me apunta con ese enorme rifle.
Me miró a los ojos, y yo le intenté sonreir. Gracias a Dios que lo había recuperado, que había recuperado todo lo que le quité: es preciosa.
Comprendía su dolor, comprendía su sufrimiento, que sencillamente tenía que salir a la superficie. Era la única manera de devolvérmelo todo.
-Tú me enseñaste que sí tenías ese derecho... Que tenías ese derecho simplemente tomándolo. La fuerza equivale al derecho. El derecho se ejerce. Y ahora me toca a mí ejercer el derecho, Bruce.
Me apuntó a la cabeza y yo cerré los ojos, entonces algo ocurrió. La habitación desapareció, el miedo desapareció. El dolor se fue. Todo lo que tenía y había tenido ya no imporaba porque sencillamente había llegado la hora. Ese era el final.
Pero lo descubrí, descubrí la libertad. Cuando lo había perdido todo, ya era libre de actuar como quisiese. Ya no tenía nada que perder, y gracias a ello, era libre. Descubrí la libertad antes de morir. Y fue el más bonito regalo que me han hecho nunca.
Pero ella no disparó.
-¡Joder, Bruce! ¡Quiero que me mires a los ojos mientras lo hago! Yo siempre te miraba mientras me pegabas, ¿recuerdas? Te suplicaba para que parases, Bruce. No sé qué te pasó para que te convirtieses en la miserable coartada de persona que eres, pero ese no es mi problema. Tú eres mi problema, o más bien lo eras. Ahora yo soy tu problema.
Cuando abrí los ojos, esa agradable sensación de desesperanza desapareció. La miré a los ojos, a esos acuosos y menguados ojos...

Como aquella vez. Tú contra la pared, y yo doblándote los dedos hacia atrás. Atiborrado de alcohol, y tú mirándome con esos acuosos y menguados ojos, en un estado sobrenatural que iba más allá del miedo y del dolor, mientras me suplicabas, me decías que si aún me quedaba una pizca de humanidad que parase. Mientras yo trataba de pensar por qué debería parar, tratando de sentir algo que me hiciera parar antes de aquel crujido.
Aquel grito.
Aquel crujido.
Y el cambio en tu grito, entonces más roto y desesperado que nunca.
Yo te estaba haciendo sentir, pero yo seguía sin sentir.
Sin sentir nada.

Quería pedir perdón. Pero no podía hacer nada.
Estaba ahí, de rodillas intentando respirar. Sentía que mis huesos se agitaban de la cabeza a los pies, haciendo que mi cuerpo se estremeciese con un ritmo discorde y mareante.
Quería pedir perdón.
Pero las palabras se me atrancaban en la boca mientras observaba cómo ella cargaba el arma.
Quería pedir perdón. Quería morir, y pedir perdón.
El cañón estaba entre mis cejas. Un disparo y teñiría la pared de rojo con mis sesos. Un disparo y todo habría acabado, antes de que pidiese perdón.
-Bruce, amor mío... Ve despidiéndote.
Intenté disculparme, intenté razonar, intenté llorar, intenté suplicar, pero la voz se me secaba en la garganta mientras ella tensaba el dedo sobre el gatillo.

martes, 30 de junio de 2009

El milagro de la muerte

Esta noche, después de las presentaciones, una chica a la que no conozco y cuya tarjeta la identifica como Glenda nos dice que es la hermana de Cloe y que, por fin, a las dos de la mañana del martes pasado Cloe se murió.
¡Oh! Este momento debería ser delicioso. Durante dos años Cloe ha llorado en mis brazos y ahora está muerta; muerta y enterrada, enterrada en una urna, mausoleo o columbario. ¡Oh!, la prueba de que un día estás vivo y arrastrándote por el mundo, y al siguiente te has convertido en un frío fertilizante, en bufé para gustanos. Éste es el asombroso milagro de la muerte, y sería un momento delicioso si no fuera por... ¡ah! por esa mujer.
Cloe era tal y como sería el esqueleto de la cantante Joni Mitchel si consiguieras hacerle sonreír y pasearse por una fiesta mostrando una amabilidad exquisita con todo el mundo. Imagínate el popular esqueleto de Cloe, del tamaño de un insecto y corriendo a las dos de la mañana por los sótanos y galerías de sus tripas. Su pulso convertido en una sirena cuyo aullido se oye por encima de todos y que anuncia: preparada para morir dentro de diez segundos, nueve, ocho. La muerte se iniciará dentro de siete seguntos, seis...
Por la noche Cloe corrió por el laberinto de sus propias venas colapsadas y por conductos que reventaban para derramar linfa caliente. Los nervios asomaban por el tejido como cables trampa y brotaban abscesos que se hinchaban como perlas blancas y calientes.
Aviso de megafonía: "Preparada para evacuar los intestinos dentro de nueve segundos, ocho, siete".
"Preparada para evacuar el alma dentro de diez segundos, nueve, ocho."
Cloe avanza chapoteando en el líquido expulsado de sus riñones enfermos, y que ahora le llega a los tobillos.
La muerte comenzará dentro de cinco segundos.
Cinco, cuatro.
En torno a ella, el pulverizador antiparásitos tiñe su corazón.
Cuatro, tres.
Tres, dos.
Cloe escala a pulso los conductos helados de su garganta.
La muerte comenzará dentro de tres segundos, dos.
La luz de la luna entra por su boca abierta.
Preparados para el último aliento.
Evacuación.
El alma se libera del cuerpo.
Se inicia la muerte.
Ya.
¡Oh!, sería tan delicioso recordar el amasijo de huesos calientes de Cloe aún en mis brazos mientras Cloe yace muerta en alguna parte.

miércoles, 24 de junio de 2009

London Crawling (I)

Esta es la última sección mierdera del Soho; estrecha y sórdida. Apesta a perfume barato de prostituta drogata, a fritanga, a alcohol y a la basura vertida desde las bolsas negras de plástico reventadas que se expanden por todo el suelo. Ásperos ríos de neón que se incorporan entre chisporroteos lumínicos a una vida de lo más apática a través del crepúsculo de una débil llovizna, pasando por las ancestrales y yermas promesas de una vida mejor.
Y ahí están los proveedores de felicidad, con la mandíbula apretada y la piel embutida en una cabeza afeitada y un gabán de los cincuenta raído.
Y ahí están las putas craqueras y heroinómanas, con sus brazos llenos de marcas de chutes y cuyas voces emiten enfermizos alardes para intentar atraer clientes. "Conmigo te lo pasarás de puta madre, guapetón".
Pero no, no me va follar con yonquis porque no se mueven. No le ponen nada de entusiasmo. El mismo resultado obtendría metiéndola en el seco y áspero agujero abierto sobre el colchón de mi cama; y además es gratis.
Así que ahí estoy, entrando en un bar desvencijado del Soho para preguntar por historias guarras que poder escribir. La dura vida del novelista.

La velada termina cuando veo entrar a unos negros craqueros por la puerta: tensos, larguiruchos y hostiles. El tipo de despojo que uno acostumbraría a ver en Nueva York o en Los Ángeles viviendo en un cartucho de alquiler de a dólar la noche; ese mismo tipo de despojo que se va expandiendo por el resto del mundo.
Así que me veo obligado a meterme en un taxi y cantarle la dirección E8 al puto taxista, que me mira como si fuese un maldito asistente social. Al menos tiene la decencia de dejarme allí, la mitad de los taxis ni lo hacen. Eso sí, todo a cambio del privilegio de sacarte treinta libras del ala por seis vomitivos kilómetros.
Pero qué hostias, a Hackney, donde está mi nueva residencia, no llega el metro. Estos cabrones londinenses van extendiendo la red por barrios periféricos antes que por aquí. Hasta en Bermondsey ya lo han puesto, joder. Es la única zona del Londres norte a la que no se puede ir con metro.

El expreso de las 21:41 con destino a Norwich pasa armando la de Dios es Cristo por la estación de Hackney Downs. Todo el chiringuito se tambalea cuando ese maldito tren pasa jalando leches por la vía, que está escasamente a medio metro aproximado de la ventana de la habitación de este piso de 30 metros cuadrados.
Casi se puede tocar el cochino cristal desde el tren. Pero hay tanta mugre, grasa y polvo pegados a él que es imposible asomarse al interior. Esos capullos de Great Eastern Rail tendrían que pagarme a mí la limpieza, que son ellos quienes me ponen la casa patas arriba con su mierda de trenes diesel.
Intento escribir pero no logro concentrarme. Miro el reloj; las 23:12. ¿Dónde está ese maldito procedente de Liverpool Street?
Me asomo a la ventana y lo veo a lo lejos. Me da tiempo de sobra a tirarme. Pienso: si lo voy a hacer, que sea ahora. Sudo, tiemblo y maldigo mi debilidad cuando el tren pasa haciendo retumbar todo el edificio de nuevo. Entonces caigo: si lo hago, podría llevarme a muchos inocentes por delante.
Miro el periódico, y, en las ofertas de pisos, veo uno en venta en Highgate que tiene muy buena pinta. Quizá ya sea la hora de largarse de este asqueroso cuchitril, arrancar el motor, y tratar de empezar de nuevo.

lunes, 22 de junio de 2009

Coma

El Cielo no está tan mal. Los ángeles que me cuidan trabajan por turnos repartidos en horas. Siempre vienen a mi habitación y me hablan. Me hablan sobre ellos, sobre sus vidas. Me ponen al tanto de las noticias de la Tierra.
Me dan de comer por un tubo, y, una vez a la semana, me limpian y me asean.
La gente me escribe al Cielo. Me mandan cartas; los ángeles me leen las cartas. Me envían cartas desde la Tierra y los ángeles me las leen. En ellas me cuentan sus vidas. Me dicen que me quieren, y que no pueden creer que esto haya ocurrido. Me dicen que me recuperaré y que pronto volveré a estar con ellos. Que pronto volveré a reír, y a llorar a sus lados. Que pronto volveré a ser feliz con ellos. Me dicen que se acuerdan de mí y que no pueden creer porqué lo hice.
Si hubiese teléfono en el Cielo les llamaría. No me evadiría de las conversasciones como antes, y hablaría con ellos largo y tendido. Les diría que por el Cielo todo va bien y que no se preocupasen más por mí. Que esto es mejor que la vida real. Les diría que no me maté con aquella pistola, que en realidad me salvé a mí mismo. Les diría que me olvidasen, que se salvasen a ellos mismos olvidándome. Que yo me seguía acordando de ellos. Que les esperaré al otro lado.

A veces recibo visitas. De mis padres y de mis amigos. De mi hermano y de mis compañeros de trabajo. De todas aquellas personas con las que compartí mi tiempo. Siento sus presencias, puedo oír sus voces. Soy feliz, pero puedo sentir su dolor. Sus lágrimas.
Ellos aún están en la Tierra, y me dicen que pronto volveré. A veces me traen flores; huelo sus aromas. A veces me leen las poesías que me han dedicado.
Entonces lloran, sus preciosas voces se ven convulsionadas por las lágrimas. Están tristes; furiosos y tristes; porque yo estoy en el Cielo y ellos en la Tierra. A veces me piden perdón, otras veces me piden otra oportunidad. Otra oportunidad para decirme lo mucho que me quisieron en vida, y para hacerme saber lo mucho que significo para ellos. Me piden perdón por no haberme dicho nunca todo lo que nunca me dijeron, todo lo que les importo. Lloran porque me están abriendo sus corazones y creen que no los puedo escuchar.
Pero yo sí les escucho. Y sólo con que pudiese decírselo, sólo con que consiguiese abrazarlos y devolverles las lágrimas. Sólo con eso, el Cielo sería perfecto.

Siempre me piden que vuelva. Siempre, entre lágrimas, lo dicen: "Por favor, vuelve ya".
Pero.
Pero yo no quiero volver. Todavía no.
Porque.
Porque a veces, algunas veces viene un ángel muy especial a visitarme. Siento su tacto reconfortante y su aliento cálido. Siento su voz aterciopelada que dice: "Te quiero". Y dice: "Te echamos de menos".
Y me abraza y llora. Me besa y repite: "Te amo". Entonces yo siento como una lágrima de mi dolor fluye a la superficie. Ella la recoge con el dedo índice y se la lleva a los labios.
Y entonces dice: "Sé que puedes oírme, lo sé".

sábado, 20 de junio de 2009

Terrorismo

Prepara en una bañera un concentrado casero de un noventa y siete coma ocho por ciento de ácido nítrico en estado gaseoso y el resto de agua helada, y añádele el triple de su volumen de ácido sulfúrico. Once gotas de glicerina con un cuentagotas, y ya tienes nitroglicerina.

Estoy en una parada de autobús de la Plaza Circular, esa que hay justo saliendo de la Avenida Constitución a la derecha.

Si mezclas la nitroglicerina con serrín, obtendrás explosivo plastico, cuya solidez aumentará proporcionalmente con la cantidad de serrín que le eches. Si lo mezclas con algodón y sales Epsom también funcionará. Otros mezclan la nitroglicerina con parafina.

Pasa un 29B: LA ALBERCA - MURCIA, POR PATIÑO.

Existen tres maneras diferentes de fabricar napalm. La primera, mezclando a razón del cincuenta por ciento gasolina con concentrado de zumo de naranja; especialmente importante que esté congelado. La segunda, mezclando a partes iguales gasolina y Coca-Cola light. Por último, disolviendo en gasolina residuos escatológicos hasta que la mezcla adquiera una consistencia sólida. Preferentemente que sean heces de gato.

Pasa un 44C: ALCANTARILLA - MURCIA - ESPINARDO

Para fabricar gas nervioso tan sólo tendrás que mezclar ácido fosfórico con sangre humana; ya que la sangre contiene una enzima, la colinesterasa en glóbulos rojos, presente en dicho gas.

Pasa un 91A: SANGONERA LA SECA - JABALÍ NUEVO - MURCIA

Podrás preparar dinamita mezclando nitroglicerina con nitrato sódico. Si en lugar de eso, mezclas la nitroglicerina con más ácido nítrico y parafina, obtendrás un potente explosivo de gelatina.
Si llevas el suficiente explosivo de gelatina, puedes colocarlo en los cimientos de un edificio y reducirlo a escombros con una simple llamada telefónica. O con un reloj. O con una mecha.
Así de simple.

Pasa un 41D: LAS TORRES DE COTILLAS - MURCIA

Se pueden usar cantidad de sustancias domésticas, o de una fácil accesibilidad para fabricar peligrosas armas caseras. Sin ir más lejos, la gasolina, el éter, el butano...
Incluso puedes aliñar tus explosivos con trozos de cristal roto, y, sobre todo, clavos y púas, que harán de efecto metralla. No es mucho, pero tiene un mayor radio de alcance. Mucho mayor. Y podrían seccionar dedos, narices, labios, orejas, y ojos. O herir de gravedad.
Si mezclas hipoclorito (lejía, cloro) con agua crearás un potente ácido capaz de perforar el alumino. O de disolver la madera.

Pasa un 31B: EL RAAL - ALQUERÍAS - MURCIA

Por fin.
Me subo, no sin antes recoger la cartera. Me voy al último asiento y saco el maletín de la cartera. Se lo doy al chófer. "Me lo he encontrado allí". Él se lo queda. Cuando termine su turno, deberá dejarlo en la estación de autobuses. Si en un plazo de quince días nadie la ha reclamado, pasará a ser propiedad de la empresa LatBus. Normas de empresa.
Miro el reloj, y me doy cuenta de que faltan dos minutos. El autobús tardó demasiado. Me bajo precipitadamente en una parada de la Gran Vía, cerca de El Corte Inglés.
Cuando el autobús para por enfrente del hace explosión, hiriendo a montones de personas que paseaban. Los cristales de El Corte Inglés revientan, al igual que todos los cristales de los coches cercanos.
De dos coches cercanos al autobús salen personas en llamas que corren a revolcarse por el asfalto. Y mientras sigo andando, casi alcanzando Santa Isabel, escucho sirenas de fondo a la misma vez que me evado mentalmente al oler el dulce aroma que despide la carne humana quemada.
Y así de fácil.

miércoles, 17 de junio de 2009

Buscando, buscando...

Me levanté temprano. Había ocurrido algo terrible, podía sentirlo. Podía notar la desgracia incubándose en mi interior, agrupándose en pequeñas gotas de dolor dispuestas a salir a la superficie. Lloré. Lo sabía, algo había pasado, algo se había quebrado en mí. Tenía que hablar con alguien, tenía que contárselo a ella. Ella me arroparía con sus brazos.
Cogí el móvil y busqué su número. Pero no estaba, su número no estaba... Tampoco sus mensajes, ni sus llamadas. Tampoco sus fotos ni sus canciones. Algo pasaba y yo lo sabía, lo sabía pero lo ocultaba. Ya conocía la historia antes de que me la contasen.
La seguí buscando, era como perseguir a un fantasma. Su dirección de correo electrónico había desaparecido de mi lista de contactos, su nombre no aparecía en Tuenti. Busqué la libreta llena de sus poemas, pero estaba ausente.
Salí a la calle, buscando aquel banco. Aquel banco de besos cálidos, busqué aquella escalera de miradas furtivas, busqué aquel árbol donde pintámos nuestros nombres dentro de un corazón. El banco parecía ahora lejano, la escalera indiferente, y mi nombre estaba pintado solo.
Lloré a mi amiga: "Tú me la presentaste". "Lo siento, Andrés, no sé de qué me hablas". Abatido y con el alma hecha pedazos volví a casa. Todo parecía ahora una falsedad teatral, parecía que de un momento a otro el telón se levantaría y me dirían "Aquí la tienes". Fantaseé con ello durante un rato más, imaginando que podía volver a sentir el contacto de sus labios. Volviendo a ser felices en un lugar donde sólo nosotros importábamos.
Pero por más que la buscaba, por más que pensaba en ella, sólo lograba toparme con mi propia desesperación y tristeza.
Intenté recordar pero no había nada que recordar. No recordaba ni su nombre, ni sus poemas, ni su cara. Sólo conseguía recordar besos y miradas. Sólo conseguía recordar la felicidad.
Pero había desaparecido sin dejar ni rastro.
Llegué a casa y me miré al espejo. Y sólo entonces me volví a sentir completo. Había encontrado al fantasma; a ese fantasma interior. Estaba reflejado en mis ojos.
Me acosté y me dormí. Y entonces volvieron los besos cálidos en bancos, volvieron las miradas furtivas en las escaleras, nuestro nombre volvió a estar pintado. Ella estaba conmigo. Volví a ser feliz.
Sólo en sueños conseguía ser feliz, la realidad me aplastaba.