lunes, 26 de octubre de 2009

Retazos de mi memoria

Yo tenía 5 y tú 6

Y saltaba en los charcos y llenaba botes de mermelada con agua de playa mientras me alimentaba de cuentos y castillos de arena mojada.
Tú me decías que el mundo se acababa en la línea del horizonte, donde los barcos desaparecían y las gaviotas volaban y, claro está, yo te creía, te miraba embobada, pues adoraba tu risa y tu mirada serena
Siempre me decías, que al morir, viviríamos en una estrella.
Llegaste en enero, te fuiste en abril.

Habrían de pasar siete años más para saber de ti.


Yo tenía 12 y tu 13

Yo seguía viendo duendes y hadas tras los recodos, pero tú me mirabas ausente, con expresión de incordio.
Si me besaste, si te besé, si deseaste hacerlo o reprimiste un “tal vez”, no me di cuenta. No más de cien.
Sufría la intensidad del amor, como solo la sufren los adolescentes, lleno de pasión y vacío de mente.
Anhelante como el hambre pero tenso como la cuerda de un violín.

Habrían de pasar otros siete años para volver a saber de ti.



Yo tenía 19 y tú 20

Fui a esperar tu tren y creo que entonces me viste por primera vez. Como si antes no hubiera existido, como si hubieras olvidado los juegos compartidos. Pero tus ojos eran de gato, de soldado experimentado, me dijiste que no me recordabas, pero sentí que tus manos temblorosas te habían delatado. Si me besaste, si te besé, no recuerdo cuántas fueron, quizás más de cien.
Te sentí con la misma intensidad que el viento del sur. Ese que llegaba cargado de canciones extrañas, de aromas exóticos, que venía de improviso para dejarte olor a mar, pero desaparece empujado por el frío invernal.
Me quisiste o tal vez no. Me extrañaste o tal vez no. Me encadené a mi corazón como la flor a su jardín.

Pero habrían de pasar diez años más para volver a saber de ti.



Yo tenía 30, tú 31.


Te casaste, me casé y me recordaste aquella estrofa que alguna vez te canté: ¿Qué será de nosotros, cuando nos vayamos y otros ocupen nuestro lugar?
No entendías que todavía creyera en la magia, en los bosques encantados, que creyera que tú y yo nos habíamos estado esperando.
Con la traición de los amantes condenados, con el sigilo del ladrón escarmentado, nos unimos en un temor a despertar sin haber soñado. Con el reloj de nuestras horas miserablemente hibernado.
Si te supliqué, si me suplicaste por última vez, no lo recuerdo. No más de cien.
Seguiste tu camino hacia la rutina, hacia la última página del libro, la que dice FIN.

Habrían de pasar otros diez años, para volver a saber de ti.



Yo tenía 40 y tú 41

Soñamos nuestros sueños a través de nuestros hijos. Los amamos, los quisimos con la esperanza de pervivir en ellos. La cautela reemplazó nuestra pasión inicial, la que nos decía que todavía había marcha atrás, la que susurraba todavía hay tiempo, y con la mirada resabida de los que se creen perfectos, mitigamos nuestro dolor en la alegría del reencuentro.
Si te acordaste de mí, si me acordé de ti, no lo recordé bien.
No más de cien.
Con la angustia del desertor, o el miedo del vencido, nos separamos de nuevo, con nuestro orgullo herido.
Usamos la sonrisa forzada de comodín.

Y dejé transcurrir 20 años más para volver a saber de ti.



Yo tenía 60 y tú 61


Nos pesaba la vida cargada de sueños incumplidos, de deseos frustrados y un amor prohibido. Me reí, te reíste, lloré, lloraste.
Nos mirábamos sin entender los límites de nuestro abandono, el que nos hizo amarnos sin comprometernos a fondo sin entender que nuestro amor no fue una casualidad, que nos dejamos vencer por la desidia y la comodidad. Que dejamos un barco a la deriva, que ya nunca llegará a puerto, pues se perdió entre la bruma del mediodía, cansado y hambriento.
Nos miramos con la pena de quién pierde un ser querido, sin haberse despedido, sin haberse confesado. Con el ancla como un lastre a mis pies anudado.
No sé si te convencí.

Pero habrían de pasar otros 20 años para volver a saber de ti.



Yo tenía 80 y tu 81

Fue por una carta, una que me mandaste. Te lamentabas de lo pasado y lo que no me contaste. Que fue el miedo a tener lo que se pudiera perder, la debilidad de querer lo que puede desaparecer. Y ahora que parece que el tiempo se ha perdido, lloras por las lágrimas que debiste haber vertido.
Pero antes de que no puedas leer lo que te he escrito, me estoy riendo por la evidencia de lo que tú nunca has visto.
Tan simple es la realidad, que solo los niños la pueden contemplar. Los que llenan botes de mermelada con agua del mar y mojan su botas en los charcos recién formados.
Los que sueñan con vivir en estrellas y viajar sin descansar.
¿Es que no lo ves?

Ahora tenemos toda la eternidad…




Escrito por mi compañera Mallory Knox.

sábado, 17 de octubre de 2009

Conversation with mrs. Seussicide

Cuando entré, me limité a sentarme frente a ella. Esa terrible dualidad, estoy sentado frente a ella, pero en realidad no estoy aquí en absoluto.
Lo primero, las típicas preguntas rutinarias:
-¿Crees en el amor, Andrés?
El amor es para la gente real.
-Tú pareces real.
Odio a la gente real.
En realidad he venido por esto, le digo. Y me destapo el pecho y la barriga, dejando ver las largas cicatrices y las heridas a medio curar.
-¿Y por qué lo haces?
La automutilación libera endorfinas. Las endorfinas calman el dolor; es como un orgasmo. Me hago daño para olvidar que me estoy haciendo daño, le digo. Ya sabe, esa terrible dualidad.
-El sexo y la masturbación también liberan endorfinas.
Y yo me bajo los pantalones y le enseño lo que no tengo. Me lo corté a los quince años, le digo. Pero seguimos siendo hombres.
-¿Seguimos?
Sí, ya sabe. Esa terrible dualidad.
Sigue apuntando cosas en su libretita y veo que subraya algo. Luego pregunta:
-¿De qué trabajas?
No trabajo. Y dejé los estudios a los quince años.
-¿Para qué?
Para reírme de mí mismo, supongo.
-¿De ti mismo?
Sí, ya sabe. Esa terrible dualidad. Además, prefiero no tener nada.
-¿Por qué?
Por miedo a perderlo, supongo.
-Oh, vaya...
Y entonces me doy cuenta de que esta tía es una principiante sin idea de nada. Ni siquiera puede entender que yo y yo mismo seamos personas distintas.
-¿Y su familia?
Pienso en el viejo muerto, y en la vieja, que ahora está con ese tal sr. X. Sí, mucha preocupación por mí, pero bien sabe que cuando yo falte -y no es que me quede mucho- ella podrá fornicar a gusto con el sr. X. Ya le he dicho que papá no se merece esto, pero ella ni caso.
Incluso el día de mi entierro echarían un casquete de celebración. Al llegar de mi entierro, se sentarían en el sofá del salón y mirarían las fotos que hay en la estantería junto a él.
Ella le diría, con lágrimas en la cara: "Mira, en esta foto sale con su padre pescando".
Y él le tocaría las tetas.
Ella le diría, ya dejando de llorar: "Mira, en esta tenía seis años, y estaba aprendiendo a montar en bici con su padre".
Y él le tocaría el coño.
Ella le diría, algo ruborizada: "En esta cumplió los dieciséis, y vino a su cumpleaños su primera novia".
Y él le metería el dedo en el coño.
Y entonces mi espíritu y el de papá caerían al suelo, rompiéndonos en trozos de cristal, mientras ellos dos dan vueltas en el sofá y la habitación se llena de gemidos.
Por supuesto eso no se lo digo.
Le digo, la familia bien.
Y ella me dice que ya se nos ha acabado el tiempo.
Me extiende una receta médica y me dice que eso me ayudará a descubrirme a mí mismo.
Salgo de la habitación, decepcionado, pues no me ha ayudado en nada, y miro la hoja y veo que pone Dietilamina de ácido lisérgico 350 µg.
Y pienso, así de fácil es la psicología.

lunes, 12 de octubre de 2009

La historia de la foto

Esta es la historia de una foto.
Porque, cada uno de las cosas de este mundo, puede contarnos una historia, si es que la sabemos escuchar. Como el peluche abandonado por el niño el día de los Reyes porque tiene juguetes mejores. Si lo miramos muy de cerca, se nos antoja parecido a ese animal herido que se esconde entre nieblas de alcohol porque su mujer lo ha abandonado por su mejor amigo. Por analogía, incluso podríamos decir que ese peluche, ahora destartalado y roto, tiene la mirada de un perro abandonado. Esa mirada desarraigada y vacía que parece preguntar por qué, una y otra vez, como si la respuesta se le escapase. Quedaos bien con la imagen, porque siempre es la misma. Sólo hay que saber aplicar la perspectiva.
Bien. Imaginemos ahora una casa victoriana en las afueras de la ciudad de Londres. Imaginemos un porche de madera, mojado cuando llueve, y adornado con un árbol, luces, y adornos en Navidad. Imaginemos el coche aparcado en el garage, y la forma en la que se dislumbra la hogera desde fuera de la casa, y la sombra de sus habitantes salpicada sobre la ventana. Todo tiene buen aspecto. Cálido, familiar, afable, cariñoso, feliz. Una casa agradable con una familia feliz; quedaos bien con la imagen, porque siempre es la misma.
Imaginémonos ahora a un chaval con muletas, al que su jefe le está preguntándo cómo ha sido capaz de darle ese aspecto tan atrozmente real a la imagen CasaRota.jpg. Porque todas las cosas importantes tienen nombre en esta vida. Imaginémonos al jefe preguntándo qué ha usado cómo sangre para darle ese efecto realista. Imaginémonos al chaval con una sonrisa sarcástica preguntando ¿efecto realista?
Imaginémonos al chaval con la misma sonrisa cruel y burlona, ahora salpicada de sangre, huyendo de su casa con un ojo morado, la nariz rota, y unos cuantos efectos personales: algo de dinero, algo de ropa, y una cámara de fotos; mientras su padre corre detrás gritando que vuelva, que aún no ha acabado con él. Imaginémonos la misma casa, de aspecto majestuoso, contento e inmune, mientras el mundo se derrumba a su alrededor. Porque siempre es lo mismo; lo llevemos donde lo llevemos, siempre es la misma imagen: la casa cálida y acogedora por fuera, pero deprimida y destrozada por dentro. E imaginémonos ahora al chaval, respondiendo a las preguntas de su jefe que el truco para saber aplicar la perspectiva consiste en mirar más allá de la fachada de las cosas.
Demos un salto en el tiempo e imaginémos al chaval, viviendo en una pensión de alquiler de Londres. Le llevó una hora conseguir subir hasta el piso catorce, y aldededor de quince minutos para echar abajo la puerta. Imaginémonos un colchón sucio y apestoso al lado de un charco de pis, por donde pululan un montón de moscas. Imaginémonos el olor de la habitación; como si alguien hubiese muerto; y al chaval instalándose en ella.
Imaginemos el hobby del chaval. Imaginémoslo llevándolo a cabo cada vez que el pie se le curaba lo bastante. No es lo que un psicólogo aconseja, pero funciona. Porque la mejor forma de olvidar es sepultarte a ti mismo en los detalles.
Imaginemos al chaval pegando las puertas a las paredes. Pegando las paredes a los cimientos, y juntanto los pedacitos de la chimenea. Colgando los canalones. Hasta el más mínimo detalle con una exactitud y precisión matemática. Colgando las persianas, colocando las buhardillas. Pegando una enredadera de hiedra en un costado de la chimenea con las manos y las manos de los dedos pegados entre hilos de pegamento. Pegando la diminuta esterilla de la entrada. Colgando las lucecitas fuera, poniendo el buzón al lado de la puerta, y las diminutas botellitas de leche minúsculas en el porche. Mientras inhala el olor a pegamento, está terminado el jardín; sembrando la hierba, plantando árboles y poniendo el periodiquito doblado justo en la entrada.
Imaginémonos al chaval poniéndo las pilas en su sitio, y observando como las ventanas se iluminaban. Dejando la casa en el suelo de su desnuda habitación, apagando la luz y cerrando las ventanas. Y vista así, la casa, tiene un aspecto perfecto. Perfecto, seguro y feliz. Una bonita casa victoriana, con su familia en su interior. La luz sale por las ventanitas iluminando la hierba y los árboles, y las cortillas brillan, amarillas, en el cuarto del niño. Azules en el dormitorio de los padres. Imaginad todo lo que se puede hacer limitándose a juntar las piezas: los ladrillos rojos, la madera, el plástico y el cristal.
Imaginémonos al chaval llorando frente a la casa. Luego se quita el zapato y da un fuerte pisotón con el pie descalzo. Da un pisotón bien fuerte y luego otro. Sin importar cuándo le duelan el cristal, la madera y el plástico duro. Sigue y sigue pisando aunque la vista se le nuble y la mente se le desvanezca. Sigue y sigue pisando aunque el charco de su sangre se junte con el de orina. Y entonces, agarra las muletas, y va a por la cámara. A partir de ahí, sólo es cuestión de aplicar la perspectiva.
Imaginad, imaginad; y aplicad la perspectiva de la historia de la foto en otros objetos. Porque cada objeto en esta vida, hasta el más nimio, puede contar sus historias: desgarradoras, felices, asfixiantes y enfurecedoras. Y yo sólo os doy las piezas, vosotros tenéis que montar el puzzle. Imaginad todo lo que podéis conseguir.

domingo, 4 de octubre de 2009

Rebelión no es la palabra adecuada

Ese maldito disléxico de Einstein tenía toda la razón cuando afirmaba que el tiempo es relativo al observador. Cuando miras de frente el cañon de la pistola que sostiene la persona que te ama, el tiempo se comprime y tu vida pasa ante tus ojos. Justo en ese instante puedes meter tu vida en un segundo. Cuando uno oye hablar de un segundo puede imaginar algo fugaz, nunca nada eterno como el horizonte.
Es entonces cuando hago inventario de mi vida. Tu pasado suele tener la fea costumbre de sorprenderte cuando menos te lo esperas. Oyes ecos perdidos por todas partes como en una cinta estropeada. Un destello de ojos y ella aprieta la pistola contra tu mentón. Y mientras tu primer beso pasa ante tus ojos, sólo eres capaz de balbucear que qué hace. Qué haces, le dices.
O al menos eso es lo que yo imagino. Yo estoy en el otro lado de sus ojos y empuño el arma contra su barbilla. El cañón le oprime con la suficiente fuerza como para que se la zona de alrededor se le ponga rojiza.
Le digo que el cuento de la bella durmiente lleva toda la vida siendo malinterpretado, el príncipe no la besó para despertarla; alguien que ya lleva durmiendo cien años no puede despertar. Fue al revés: el príncipe la besó para despertarse de la pesadilla que le había llevado hasta ella.
-¿Y eso qué significa?, dice él.
Significa que yo soy tu bella durmiente, y que, de una manera u otra, estoy aquí para despertarte de tu pesadilla.
-Pero si disparas me matarás, dice él, entre casi sollozos. Sus ojos profundos reducidos a un espejo opaco que refleja parte de su incredulidad y desconcierto.
Yo le sigo que sí, que tal vez. Pero que a las personas a las que amas se les pueden hacer cosas peores que matarlas. Puedes dejar que que los maten ellos. Lo normal es quedarse sentado esperando a que el mundo lo haga por ti. Solamente tienes que leer el periódico. Aún así matar es sólo una palabra. Como amor. Amor es sólo una palabra; lo que importa es la conexión que implica. Así pues, tal vez no te mate. Tal vez te libere.
Él me dice que no, que me equivoco. Que las pistolas matan.
Y yo le contesto que las armas sólo limitan el disparo en una sola dirección. Que las personas disparan; matan, no las pistolas.
-En realidad en dos direcciones. Al igual que la bala atraviesa la carne de la víctima, hace añicos igualmente la imagen de la persona que aprieta el gatillo. Te has quedado fuera, cariño. No lo hagas, podemos hablar, me dice, en un tono lastimero más propio de un fantasma que de un hombre.
No lo entiendes, le digo. Nadie lo entiende. Hasta el viejo Orwell lo entendió todo del revés. El Gran Hermano no te está mirando, está ocupado en reclamar tu atención en cada momento que pasas despierto. En asegurarse de que siempre estás distraido. En asegurarse de que se marchite tu imaginación. Porque, es más fácil atiborrar a un pueblo de cosas que no necesitan que dominarlo físicamente. Ya nadie es dueño de su mente. Concentrarse y pensar es imposible. Somos esclavos, cariño. Esclavos en una prisión que no podemos saborear, ver, oler, tocar ni oír. Somos esclavos de nuestra mente.
Y él nada. Sólo sollozos. Como si un acto de servidumbre pudiese compensar todos estos años de despotismo. Porque sí, también lo hago por mí. El amor tiene un límite, un límite que a veces es superado por la forma de control masculina. Te odio porque te quiero.
La pistola ahora le comprime desde la frente. El círculo de la barbilla está morado, pero la zona de alrededor va recobrando el color natural.
Y él nada. Sólo sollozos.
Imagina que la persona a la que quieres va por la noche, cuando todos han salido, a tu oficina y te apunta con un arma a la cabeza. Imagina que la persona que se supone que vive para servirte amenaza con volarte la cabeza. Así se debió de sentir Dios con Nietzsche. Dominio no es la palabra adecuada, pero es la primera que se me viene a la cabeza.
Pero no nos engañemos. Le amo. Pero quiero ser libre. De él y de la sociedad.
Y él nada. Sólo sollozos.
Esa forma de ser alimentado es peor que ser observado, continuo. Las drogas, el divorcio, la televisión, la música, los libros, las enfermedades, el conformismo. Todas esas bonitas distracciones. Hay cosas peores que matar a las personas que amas. Puedes ver cómo los mata el mundo. Puedes ver cómo tu mujer envejece y se aburre. Puedes ver a tus hijos crecer y descubrir todas esas cosas de las que intentabas salvarlos, le digo.
Le pregunto si es esto lo que él esperaba tener como prototipo de vida perfecta.
No lo sé, me dice.
Le digo que debió haber supuesto que algún día moriría y que entonces todo su esfuerzo valdría cero. Toda esa esclavitud laboral para comprar cosas materiales que no necesitábamos se va por el retrete cuando mueres. Porque, ¿qué te queda? El residuo de una buena conciencia por haber sido un buen ciudadano, ya está. He muerto, pensarías, pero me queda la conciencia de saber que compré una casa y dos coches.
Vaya estupidez.
Y él nada. Sólo sollozos.
Así que disparo. Cierro los ojos y disparo. El retroceso del arma me hace daño en la muñeca.
Y él nada. Sólo cae por la ventana.
La paz de todos esos esclavos laborales que deberían estar volviendo a casa para continuar con su rutina con la tranquilidad de las vacas indias se ve turbada cuando choca contra el suelo. Supón que la vida pasada es algo así como un espejo que se ha roto. Intentas reconstruirla y llevar a cabo tus ilusiones, pero te cortas, y entonces ves reflejado en lo que te has convertido. Recuerdas todos aquellos sueños de tu infancia de ser astronauta, o estrella del rock, o futbolista deplazados por un oficinista rutinario y aburrido de traje y corbata a cuadros. Y, sencillamente, te hundes. Así es como se deben de sentir ellos. Así es como me sentí yo.
Porque, hay un momento que el futuro deja de ser alentador para convertirse en desmoralizador. Someterse no es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la mente.
Y él, ese cuerpo ahí abajo, es lo que más quería en el mundo. No nos engañemos, lo quería y lo sigo queriendo. Pero su cuerpo muerto, tirado entre la multitud que forma un círculo a su alrededor, ha perdido toda humanidad. Ahora sólo es un cuerpo con traje y corbata.
Muy apropiado, porque alrededor sólo hay cuerpos con trajes y corbatas. No hay personas vivas en sus interiores. De hecho, cuando se paren sus corazones sólo será un mero formalismo, pues murieron hace ya tiempo junto con sus futuros.
Pero él ya es libre. La persona que quiero ya es libre. Ahora me toca a mí.
Cuando Dios creó el mundo, lo creó redondo para que no pudiesemos ver el final de nuestro camino. Pero yo sí puedo ver el final de mi camino, está ahí, contra el pavimento; mi mundo ahora es vertical.
Durante un instante, perdida en el aire frío, sentí la libertad y la perfección en cada uno de mis poros. Después se acabó, en el borde del final de mi camino.
Pero por ese instante de perfección y liberación todo había merecido la pena.