lunes, 18 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (V)

La casa a la que me he mudado es oscura y depresiva.
Pero no había otra cosa mejor que hacer, la paga del paro no da para más. Incluso he tenido que volver a mi ciudad natal, a Cartagena. Menudo cambio; de Murcia a Cartagena. Salir de un paraíso fiscal y drogas para meterte de lleno en la tumba portuaria llena de oscuridad y desesperación que es Cartagena.
Al contrario que el aburrido barrio gris residencial en el que nunca pasa nada, con sus bloques de hormigón vacíos, su restaurante chino, y sus supermercados; el puerto de Cartagena es uno de esos lugares conflictivos donde se junta todo el despojo de la ciudad.
Es un lugar apetecible para los de mi ralea.
Porque entre estos vorágines sentimientos de autodestrucción se está abriendo una con increíble rápidez el odio y la agresividad: en semejante estado de ánimo no soportaría siquiera que se me acercase alguien.
En estas circunstancias el puerto es el lugar más adecuado de la ciudad. Quizá se te acerque aún más gente, pero sus turbios asuntos van más en la onda con lo que siento ahora mismo. Incluso el pestilente aire de odio y desesperación va en la onda con lo que siento ahora mismo.
Me siento terriblemente identificado en este lugar.
Me siento en armonía en este paraje urbano.
Toda la gente de aquí no era más que escoria. Aquí es dónde el mediterráneo arroja todas sus inmundicias humanas, al puerto de Cartagena.

En un bocacalle un hombre se me acerca tambaleando a un paso alarmante, mientras yo voy de allí para acá con mis muletas. Me sorprendí organizando un debate en mi fuero interno, decidiendo rápidamente que le rodearía el cuello con las manos y lo estrangularía hasta la muerte si intentaba establecer cualquier tipo de contacto conmigo. Lo miré con odio a los ojos, concentrándome en su nuez con intención homicida y el rostro retorcido en un gesto burlón y cruel de rabia llevada a su grado máximo. Pero no, el hombre apartó atemoirzadamente la mirada, arqueando el cuerpo a los pocos segundos para evitar que lo barriera de la acerca cuando pasé.
Me topé con un tugurio del que procedía mucho ruido del interior. No soportaba el movimiento y el griterío, me provocaban mayor aversión aún la agitación y el ruido que la amenaza de violencia.
Tras observar que el hombre al que había intentado barrer de la acera entraba, me sorprendí siguiéndole.
El barman tardó un rato en advertir mi presencia. Casi podía notar que ésta era un estorbo; y en cierto estados anímicos me habría ofendido semejante negligencia y probablemente la habría armado. En este momento, al contrario, me hacía feliz que me ingorasen: confirmaba, pues, que era efectivamente tan invisible como deseaba.
Cuando por fin me atendió, me dice que aquí no soy bien recibido. Me meto a su poco higiénico aseo, ignorando por completo sus gritos de indignación y me preparé un pico... Un pico para olvidar este duro día. Un pico para dejar todo el dolor atrás.

Salí por la puerta tambaleándome con las muletas. El hombre al que había tenido intención de matar sale a ayudarme. Tiene una botella de vino en la mano y apesta bastante a alcohol.
Me sujeta y me lleva hasta un callejón.
"¿Estás bien colega?"
"Lo suficiente como para no necesitar ayuda de una escoria como tú".
Así que eso fue todo. El hombre me empezó a dar una tunda. Estaba demasiado pasado como para sentir nada, y demasiado poco pasado como para no recordarlo. Me encogí en un ovillo en el suelo, y me resigné al hecho de llevarme una tunda.
Se suele medir la gravedad de las palizas por su duración, y empezaba a inquietarme, pues esta estaba durando bastante.
Aún oigo sus pisadas conforme se va alejando, y yo intento reincorporarme. Me doy la vuelta, de cara a suelo, y mis manos se cruzan con un adoquín suelto.
Lo que siguió a continuación; no logro recordarlo. Cogí el adoquín. Luego no estaba en mis manos; un crujido, el sonido de un cuerpo desplomándose. Todo lo que recuerdo a continuación es una sensación de náusea en el estómago, y que me arrastré sobre el suelo en busca de mis muletas para ponerme de pie; no sin antes toparme con un charco de sangre que se diluía por la boca de una alcantarilla.

Me levanté pesadamente y recorrí la ciudad sin rumbo fijo; mientras el mar de odio se evaporaba dejando lugar a la sal; ese resquemor sentimental de culpa. Ese sentimiento de culpa, palabra tan ligera que a veces sentimos tan pesada. El hombre tal vez tenía familia; personas que le querían y dependían de él. Tal vez era padre de dos hijos cuya madre los había abandonado con 7 y 3 años que se tendrían que mudar a... No.
El mundo me da vueltas. El lugar donde estoy ahora me resulta extrañamente familiar. Caigo al suelo al tropezarme con algo. Con algo duro; algo de piedra... Consigo leer la inscripción:
PABLO BERNAL MARTÍNEZ
18-07-1963 - 13-11-2007
"Papá".
Tal vez el hombre al que había matado era mi propio... No.
Necesito salir de aquí.
Tú lo has matado, has matado a tu propio padre.
No.
Intento entrar en casa. Golpeo la puerta, pero está cerrada.
"Tú ya no vives aquí". Es una la voz de una anciana.
"¿Qué?"
"Tú ya no vives aquí, joven... ¿Te encuentras bien?".
"Quiero ver a mi padre... Quiero ver a papá..."
"Hijo de mi alma..."
"¿Qué?"
"Tu padre está muerto..."
Tú lo has matado. Tú lo has matado. Tú lo has matado. Tú lo has matado.
No.
"Chaval, ¿estás bien?"
Mareo. Vómitos. Niebla. Necesito aire.
Entro en el ascendor. Marco la planta baja.
Las piertas se cierran... Me asfixio, hace calor aquí dentro. Muerte.
El ascensor se bloquea. Ahora vas a morir tú también.
"Eh, chico..."
Hace calor, hace mucho calor... La temperatura se eleva, hasta niveles aterradores. Muere.
Intento salir, intento salir, y lo único con lo que me tropiezo entre estas cuatro paredes es con mi propia angustia.
PISO 30.
Pero qué... Muere.
El suelo comienza a derretirse, dividiéndose en hebras cada vez más pequeñas que descienden a gran velocidad. Es como chicle, ahora comienza a caer, y yo con él.
PISO 13.
Las hebras van derritiéndose, dividiéndose cada vez más pequeñas y más débiles, mientras la velocidad de descenso crece alarmantemente. El chicle se estira cada vez más.
PISO 2.
Muereeeeeeeeeee.
Esperé el golpe, cerré los ojos, apreté la mandíbula y lo esperé. No llegó.
Intento abrir los ojos, pero los tengo pegados. Me los palpo, y sí, mis párpados están completamente sellados. Es como si nunca hubiese abierto los ojos. Comienzo a buscar algo a mi alrededor; algo afilado con lo que cortar mis párpados; pero todo lo que mis manos logran tocar es una sustancia pegajosa. Me los rasgo con las uñas, profiriendo un grito de dolor. Ahora lo veo todo en ese color rojizo, ese color sanguíneo...
PISO -2.
Siento las últimas hebras que sujetan mi cuerpo, pegándose a él cuán papeles pegados por cola.
PISO -7
Mi cuerpo está sujeto ahora por una última hebra delgadísima que se va estirando hasta lo casi imposible. Tiene ahora el grosor de un pelo. Intento trepar por el resto de hebras que el vacío ha dejado rotas colgando sobre mí, pero me es imposible.
PISO -13
La última hebras rompiéndose bajo mis pies, mi cuerpo cayéndo al vacío.
PISO -13-11-2007.
No.
Cierro los ojos y noto cómo los párpados se me recomponen, volviéndose a pegar. Pero no me importa, no pienso abrir los ojos nunca más.
¡Muereeeeeeeeeeee!
El golpe.
Dolor. Los gritos de auxilio de una señora mayor, el sabor metálico de la sangre, la sensación de ser brisa, la sirena de la ambulancia, la cara de una enfermera, la voz de mi hermano dándome gritos de ánimo y entonces...
La luz.

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