domingo, 21 de noviembre de 2010

Descongestión mental

En el inicial subidón de cocaína se abre paso una descongestión mental que finalmente se va apaciguando y dejando paso a un estado de melancolía y desesperación. Los pensamientos suicidas, que deben ser fugaces, se atascan en tu abarrotado cerebro.
Por un momento piensas: joder, meterme coca es como mear en la bañera para que no se vacíe. Pero poco después llegas a la conclusión: venga, coño, que si meo lo suficientemente rápido la bañera no se vacía. Y te metes una raya tras otra sintiéndote libre, con el cerebro descongestionado, frío, excitado. La cosa sigue así hasta que finalmente la coca se acaba, y vas viendo como el agua, ahora enmierdada, baja el nivel poco a poco hasta que finalmente tienes que salir de la bañera y resbalarte en la realidad.
El tiempo que tarda este proceso responde a una sencilla operación matemática. Teniendo en cuenta que un gramo de cocaína cuesta 60 euros, y que con un gramo te da para 10 rayas, y que cada raya te mantiene con vida aproximadamente media hora, con 30 euros te da para aguantar 2 horas y media. Suponiendo, además, que sólo me pueda gastar 30 euros al día en cocaína, significa que tengo que aguantar otras 21 horas y media diarias de sufrimiento. Sé que 30 euros al día es un precio que realmente no me puedo permitir, pero eso carece de relevancia cuando estás sinceramente enganchado a la cocaína.
Acabas olvidando, incluso, que ese anillo tan valioso que acabas de vender por 120 euros es una herencia familiar de un valor incalculable. Te olvidas además de las facturas, el trabajo, esa cosa insulsa a la que solías llamar amor, y en definitiva, al resto de la gente. Acabas tú, nervioso y violento, convertido en el centro de ese curioso universo que has creado. Acabas olvidando la civilización: la cocaína se convierte en tu único alimento, y el dinero, el único medio para cazarla.
Pero los pensamientos suicidas, oh, esos sí que no los olvidas. Acaban convirtiéndose en un elemento de supervivencia, algo con lo que pasar el día a día. Puede que el valium te haga olvidarte de los efectos físicos, pero ni siquiera él puede diluir tu congestionada mente.

martes, 16 de noviembre de 2010

La sangre tiene un sabor especial

Aunque la cena no es especialmente romántica -quiero decir, no está mal, pero tampoco está de puta madre- algo me ronda la cabeza. Y es que, mientras ella habla y habla sobre el trabajo, los amigos, y la madre que la parió, yo no puedo dejar de pensar en el aspecto, la forma en que brotaría su sangre en el caso de inflingirle un tajo en el cuello con el cuchillo de 20 centímetros que guardo en mi maletín. ¿Saldría en un chorro con presión, o fluiría pegada a la piel, empapándole la ropa? ¿Saldría de manera limpia y lisa, o burbujeando? ¿De color claro o de color oscuro? ¿Qué contenido proteínico tiene su sangre? ¿Qué sabor tendrá, a cobre? Me evado pensando en quemarle los globos oculares con un encendedor hasta que le estallasen, fantaseo con la idea arrancarle una pierna, meterla al horno, y comérmela, e incluso me descubro a mí mismo con una erección cuando intento imaginar qué aspecto tendrá su cabeza sobre el recipiente de porcelana china del recibidor.
Lo cierto es que incluso mi lujuria desenfrenada de sangre tiene sus límites, y decido que ella está a salvo. Decido que no voy a llevarla a mi apartamento, a sacar un cuchillo en el momento menos inesperado, a darle un tajo en la barriga, a sacarle los intestinos y asfixiarle con ellos mientras le meto el fémur de la prostituta que maté la semana pasada por el culo por el simple hecho de que me excite hacerlo. No. Me decido en contra. Pero me apetece. Al fin y al cabo, ¿qué son las apetencias? Nada tangible, desde luego.
Temo que hoy me tendré que conformar con el convencional sexo. O ni eso. Puede que llegue solo a casa, y decida ponerme el collar que me hice con los huesos de aquella cajera del supermercado, me meta en la bañera, y me la casque como un mono. Aunque no me apetezca.
Sólo para demostrarme que yo me puedo imponer a mis propias apetencias. Y que lo que hago se debe únicamente a mi voluntad.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Desaparece

Su boca se abre, se cierra, y se vuelve a abrir; sonríe, me atrae como un imán pintado con lápiz de labios rojo. La toco, le cojo la mano por encima de la mesa, y se la sostengo un buen rato. Ella se estremece, hace un ademán de apartarla, pero finalmente se decide en contra y la deja donde está. Se ruboriza, gesticula pero no habla, sonríe. El sol sale de Indochine, el restaurante se vacía, nos quedamos solos, son cerca de las dos de la mañana. Los latidos del corazón se me disparan y detienen, se estabilizan momentáneamente, pero después vuelven a dispararse. Escucho con cuidado. Posibilidades alguna vez imaginadas se precipitan. Ella entrecierra los ojos y cuando vuelve a mirarme, yo entrecierro los míos. Pero entonces pasa algo. Lo que empieza como leve se desarrolla sin esfuerzo en una sensación de disconformidad inaguantable, una sensación de vacío interior que amenaza con secarme por completo. Me hace levantarme, decir "Lo siento", e irme corriendo.
Ella sale detrás de mí, yo soy más rápido, pero los músculos se me deshacen, los huesos me crujen, desfallezco, y finalmente me alcanza en la salida del restaurante.
Un telón de miles de estrellas brilla en el cielo, y me humilla lo muchas que son. Es algo que me cuesta bastante soportar. Una sensación de derrota se apodera de mí. Sudor frío. Náusea.
Pregunta "¿Qué pasa?". Pienso en otras cosas mientras intento evitar su mirada: aire, agua, cielo, tiempo, un momento, un punto en que quise enseñarle todas las cosas hermonsas del mundo. Vuelve a preguntar "¿Qué te ocurre?". Pero, sencillamente, no tengo tiempo ni paciencia para hacer revelaciones, para empezar de nuevo, para acontecimientos que tienen lugar más allá del dominio de mi visión inmediata.
Yo intento decir algo, pero es como si a mi mente le costara comunicarse con la boca, ella me mira como si tratara de realizar un análisis racional de quién soy, lo que es, por supuesto, imposible: no existe una clave.
Entonces me abraza, y emana un calor al que no estoy acostumbrado. Estoy tan acostumbrado a imaginar que todo sucede del modo en que pasa en las películas, a visualizar las cosas del modo en que suceden los acontecimientos en la pantalla, que casi puedo oír el sonido de la orquesta, casi puedo alucinar que la cámara toma una vista panorámica de nosotros y la imagen en setenta milímetros de sus labios que se abren, murmuran "Te quiero" y se acercan a los míos a cámara lenta. Pero mi abrazo es frío, helado, y lo noto; me doy cuenta; al principio borrosamente y luego con mayor claridad, de que mi desolación interior se encuentra gradualmente cada vez más avanzada, y de que ella me besa en la boca y eso me lleva de vuelta a la realidad y la aparto.
Le digo que lo siento, que me tengo que ir. Ella me mira desilusionada, pero dice "Te llamaré". Asiento, y me voy.
Una vez, hace cinco años, conocí a una chica que me dijo "La vida está llena de posibilidades sin límite". Se acababa de graduar en tercero de Medicina, pero no vivió para llegar a cuarto. Y esta noche, la chica que ha estado sentada delante de mí no es en absoluto ella, por mucho que mi mente intente revivirla en otras personas.
De vuelta en mi apartamento, recuerdo aquella vez que fui con ella al zoo, y compramos globos, y luego los soltamos para ver cómo se alejaban volando. Intento recordar su cara, su rostro, pero es esquivo a mis pensamientos, se emborrona, y finalmente desaparece.