viernes, 28 de agosto de 2009

Confesiones a un psicólogo

Tenía cerca de un año y medio cuando se llevaron a mi padre y nos echaron de casa. Es increíble que lo recuerde todo con tal nitidez, pero lo recuerdo.
Mi padre diciendo: "Hijo mío, tengo que irme a ayudar a estos policías. Tú obedece a todo lo que te diga tu madre y sé fuerte. Recuerda, ahora eres el hombre de la casa."
Y mamá llorando y abrazándome.
Y mi padre siendo arrastrado escaleras abajo gritándome: "No llores, hijo mío, no llores. Recuerda que ahora eres el hombre de la casa. Los hombres de las casas son valientes."
Y no lloré. Recuerdo que esa misma tarde nos fuimos a vivir con mi abuela.

Todo lo que recuerdo es una mesa; el límite divisorio entre mi recuerdo y mi imaginación era el trapo que caía de ella en forma de cortina, y las sombras que podía vislumbrar en ella cada vez que pasaba alguien. El mundo fuera del cobijo subterráneo de la mesa era aburrido y hostil.
El resto de la gente era aburrido. El resto de los niños eran aburridos. Sólo éramos yo y la mesa. Y papá. Échaba de menos a papá, y quería verle pronto para decirle que había sido valiente y no había llorado.
Recuerdo que la razón por la que me escondía bajo la mesa eran los gritos. Los gritos, las discusiones y los llantos de mi alrededor. Yo no lograba entender nada, sólo percibía el dolor. Y quería que parasen.
Conocía bien el dolor. Y recuerdo bien como percibía ese dolor. No era como cuando te rasgabas las rodillas al caerte, no; era algo más profundo. Era como un dolor interno, un dolor desesperado. Como los gritos de mi madre cuando se llevaron a mi padre.
Me daba miedo. Los gritos, las discusiones. La rabia, y los golpes. Mi abuelo borracho lanzándole un jarrón a mi madre. Mi abuela amenazándole con un cuchillo de cocina. Y golpes, y más golpes.
Sabía que cuando me caía, me cagaba, o me meaba me prestaban atención. Y sabía que el llanto era el símbolo de que algo iba mal. Así que, con un trozo del jarrón roto, me hice un corte bastante grande en la mano.
Salí corriendo, llorando, con la sangre resbalándome por el codo, hacia mi madr, diciendo "¡Me he caído!". Y mi abuelo se sentó, mi abuela dejó el cuchillo, y mi madre corrió con los brazos abiertos hacia mi.
Y los gritos cesaron, y la gente se preocupó por mí.
Así es cómo comencé a autolesionarme.

martes, 25 de agosto de 2009

Primer día en boxeo ilegal

Uno suele tardar en darse cuenta de que se ha metido en un edificio en el cual todo el mundo tiene las orejas deformes. Una vez te has dado cuenta, ya no ves nada más; ni siquiera todas las narices torcidas, ni los labios partidos, ni las cejas rotas.
En el mundo del boxeo ilegal se aceptan apuestas, y las orejas rotas, aplastadas, derretidas o encogidas son contempladas con orgullo. Quieren decir que uno le ha dedicado tiempo y esfuerzo. Forman parte del juego. Es la naturaleza del deporte, como cicatrices, como heridas de guerra. Como emblemas de pelea.
Crac. Así suena su mandíbula al partirse. William golpea a Petersen desde la izquierda, y su mandíbula queda colgando con los dientes columpiándose en ella. El árbitro toca el silbato. William gana.
William pelea ahora contra Harrington.
En el mundo del boxeo ilegal si te niegas a combatir por cualquier razón, sea la que sea, te cortan un dedo del pie y te lo hacen llevar colgado al cuello durante tu próximo combate. Dicen que da mala suerte.
Harrington es un hombre de unos noventa kilos y William de unos ciento veinte. Dice que no lo considera un combate justo, están a categorías diferentes.
Mientras la sangre cae de mi nariz tiñendo de rojo la vestimenta de la doctora del ring y salpicando sus Doctor Martens, Harrington es subido a empujones al cuadrilátero.
La doctora, señalado una oreja deforme, dice: "Te pasa cuando peleas y te golpean las orejas. De los golpes, de la abrasión, el cartílago se separa de la piel, y, al separarse, la oreja se llena de sangre y fluídos. Al cabo de un tiempo se vacía, pero el calcio queda solidificado sobre el cartílago."
Harrington golpea con la izquierda sobre la boca de Peterson, la cual se parte longitudinalmente. Harrington tiene un corte transversal en la mejilla derecha, debido a los derechazos de Peterson. La sangre brota por sus caras.
La doctora dice: "La sangre se va filtrando lentamente en la oreja y se apelmaza, porque el calcio se solidifica sobre el cartílago. Luego se hace otra herida y más sangre se filtra y se apelmaza, y poco a poco la oreja se queda irreconocible".
El boxeo ilegal es un deporte en el que todo va al revés. Si quieres ir hacia la derecha, tendrás que apoyarte en el pie izquierdo. Si quieres ir hacia la izquierda, tendrás que apoyarte en el derecho. Si quieres avanzar, tendrás que retroceder. En un deporte en el que todo va al revés, las heridas y la sangre no son una muestra de debilidad; al contrario. Cuanto más sufras para derrotar a tu adversario, siempre y cuando lo derrotes, más mérito tendrá.
Motas de sangre alcanzan al público mientras las pequeñas gotitas forman charcos dentro del ring.
La doctora dice: "Cuando las orejas se llenan de sangre, tienes que vaciártelas. Para ello tendrás que usar jeringuillas. Y mientras las vayas vaciando antes de que la sangre se endurezca, se puede ir evitando, más o menos."
Mientras el cuerpo de Petersen se desploma sobre el ensangrentado suelo, Harrington escupe sangre y levanta el brazo en señal de victoria.
La doctora extrae sangre de mi oreja izquierda y me recoloca la nariz. Suena otro crac y empieza a salir sangre de nuevo. Expulsa la sangre de la jeringuilla y la deja sobre un recipiente metálico. Entonces vuelve a clavar y sigue extrayendo sangre.
Me mira y dice: "Sé que tú no quieres tener las orejas deformes".

miércoles, 19 de agosto de 2009

Esos ruidoadictos... (II)

La gente desde lo alto del piso se ve muy pequeñita. Van de un lado a otro, con sus maletines en sus manos. O con sus hijos. O con las novias, o con bolsas de la compra. O con helados, o hablando por el móvil. Los que no, las llevan en los bolsillos. Así parecen parte de algo. Parece que forman parte de la multitud, de la sociedad. Quizá con las manos ocupadas, todo parezca tener mejor aspecto. Quizá, simplemente, no sean las manos: sea el tener algo, algo que hacer; y mantener las manos ocupadas sea el mero símbolo de que tienes algo. Pero parecen todos tan normales y felices. Nadie pensaría que entre esa multitud hubiese algún esquizofrénico capaz de secuestrar un autobus escolar y de estrellarlo contra un hospital, o que haya alguien tan deprimido como para estrangularse con sus propios intestinos.
Quizá sea la altura. La forma de ver la perfección es contemplándola muy de lejos. De cerca siempre se ven las imperfecciones. Desde lo alto, todo parece una sociedad perfecta. Quizá si nos acercamos y miramos en el interior de cada uno podemos ver lo mal que va la cosa.
Así nos debe de ver Dios. Pequeñitos y felices. Como si todo fuese bien. O quizá a Dios se la sople todo. Él nos creó a su imagen y semejanza; con toda seguridad que él también tiene sus problemas de los que ocuparse, y no de los problemas ajenos. Con toda seguridad que él no busca otra cosa que una solución para sus problemas.

Y tal vez la solución al ruido sea más ruido. Retransmitir mi dolor o mi alegría o mi enfado por todo el vecindario con el equipo de música puesto a tope. Tal vez la solución a mis problemas sean más problemas. Problemas más gordos de los que preocuparme.
Das un fuerte puñetazo a la pared, y luego otro. Después otro que precede al siguiente. Hasta que los puños te sangren y dejen su marca en la pared. Hasta que los dedos se te desarmen y te crujan.
El cuerpo humano tiene una capacidad limitada de sentir dolor y placer. Cuando se alcanza el límite, ya no se siente nada. Así que la respuesta al dolor puede ser más dolor. De cualquier manera, el dolor físico puede mitigar el dolor emocional.
Más sufrimiento para ahogar el sufrimiento. Dolor para ahogar el dolor. Ruido para ahogar el ruido.
Pastillas contra pastillas. Quizá la solución sea el exceso y no el defecto.

No sé de dónde he sacado esta idea.
Los expertos en la cultura de la Grecia antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando los griegos de la Antigüedad tenían una idea, creían que un dios o diosa les estaba dando una orden. Apolo les estaba diciendo que fueran valientes. Atenea les estaba diciendo que se enamoraran. Ares les decía que asesinaran a su vecino. Hefesto les decía cómo resolver una ecuación.
Ahora la gente oye un anuncio de un cosmético que te deja la piel tersa y elimina las arrugas y salen corriendo a comprarlas, pero a eso lo llaman libre albedrío. Por lo menos, los griegos de la Antigüedad eran sinceros.
Y sigo golpeando la pared hasta que el vecino de abajo empiece a dar puñetazos al techo. Y haga ruido. Su respuesta es más ruido para ahogar el ruido.
Porque una planta también puede morir por exceso de agua.

lunes, 17 de agosto de 2009

Esos ruidoadictos...

Alguien está viendo Siete Vidas a todo volumen. Su sonido se filtra por el techo. El estruendo de las risas de la televisión hace vibrar cada una de las células doloridas de mi cabeza. Todos esos sonidos de risas en la televisión se grabaron durante los cincuenta, lo que dicta que hoy día la mayoría de gente a la que se oye reír está muerta. Muerta y enterrada. Su estruendosa risa transformada en un silencio frío y fertilizante. Y este sonido, este estruendoso sonido es su legado. Un parásito, algo que sobrevive al ser humano. Algo que sobrevive al cuerpo y al alma.
Alguien está tocando un bajo a todo volumen. Su ruido atraviesa el patio interior y hace gemir cada uno de los papelitos que tengo encima de la mesa.
A mi derecha se oye un ruido de batalla. Se oyen disparos de M1 Garand y de MP40. Se escucha una MG-42 y una Thompson. Se escucha un rifle de francotirador Springfield, y ruido de bombardeo por artillería y aviación. O bien en la casa de al lado se está librando una batalla en la que un contingente alemán se defiende de la invasión norteamericana en las playas de Normandía o bien alguien tiene la televisión puesta demasiado alta.
Esta es la gente que necesita que su televisor esté encendido todo el día. Gente que llena sus vidas de ruidos y ruidos para no poder escuchar su propio silencio. Estos son mis vecinos. Estos son el mundo entero. Estos adictos al ruido, que tienen fobia al silencio.
Todos los sonidos se filtran por las paredes y se mezclan: la risa de los muertos con la grave vibración de un bajo con la batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Y al día de hoy, esto te lo venden como "Hogar, dulce hogar". Este asedio de ruidos. Te lo venden como civilización y sociedad. Te lo venden como progreso.
Y se inventan pastillas y píldoras para las imperfecciónes que deja "el progreso" en ti. Pastillas para poder dormir, pastillas para el dolor de cabeza. Pastillas para las contracciones musculares, y pastillas para los que escuchan voces. Pastillas para el hipersomnio. Pastillas para la depresión. Pastillas con efectos secundarios.
Pastillas con efectos secundarios para arreglar los efectos secundarios de otras pastillas. El apaño que cubre el desperfecto que ha dejado otro apaño que cubría una imperfección que dejaba otro apaño y así sucesivamente.

Siempre he querido encontrar mi Nana. Encontrar un sonido, o imagen, que cuando sea escuchado o visto sea interpretado por el cerebro. Y le envíe un mensaje. El mensaje de morir, de ser desconectado. Cantar una palabra, enseñar una fotografía, y matar a una persona.
Y enviarlos a todos al espacio exterior, donde no hay aire, por lo que no se transmite el sonido. Convertir todo su ruido en un silencio frío y fertilizante.
Pero aún quedaría su legado. Todas las películas, y la música. Todos los documentales, informativos, reportajes y series de televisión. Todo el ruido grabado.
Matarlos sería el apaño que cubre un desperfecto pero deja otra imperfección.

¿Qué se puede hacer? ¿Toda solución a un problema causa otro problema? ¿Hay alguna solución definitiva? ¿O estamos condenados a vagar restaurando los problemas causados por soluciones anteriores?

domingo, 16 de agosto de 2009

El recordatorio

En mi peripecia para buscar cerveza a las 3 y pico de la madrugada me he dado cuenta de dos cosas.
La primera, es que el cartel de "Abierto las 24h" del chino de abajo miente.
La segunda se remonta bastante tiempo atrás. Por aquel entonces yo estaba bastante deprimido. Una amiga me dijo que todo era mental, pues no tenía razones reales para sentirme como me sentía. Que todo era sugestión. Que si no podía desde dentro que lo hiciese desde fuera. Que o eso o que me hinchase a pastillas y píldoras de fluoxetina. O de venlafaxina. O de bupropion. O de sertralina, o de citalopram o derivados.
Creí que lo conveniente era hacer lo primero. Con un permanente rojo, y un taco de post-it amarillos fui adornando mi vida. Dándole color; el color rojo que se supone que ha de tener la felicidad. Con el rotulador escribí en grande en un post-it HOY VOY A TENER UN BUEN DÍA, y lo pegué en la parte que daba para dentro de la puerta de mi habitación. Cada mañana lo leía y me lo repetía a mí mismo al levantarme hasta creérmelo. Me levantaba de buen humor, y todo parecía tener mejor aspecto. Las chicas eran más guapas. La comida sabía mejor. Me iban mejor los exámenes. No sabía cómo, pero la cosa funcionaba. Aún era insuficiente, me dejaba con ganas de más. Pronto la técnica hallanó otros espacios.
Pronto empecé a poner post-it en el frigorifico que decían VOY A DISFRUTAR DE UNA SALUDABLE COMIDA. O más en la ducha que decían VOY A QUEDARME LIMPITO Y FRESCO. Ponía más en los libros diciendo VOY A DISFRUTAR DE ESTE LIBRO. Y en las películas, y en los discos de música. Y en los videojuegos, y en el monitor del ordenador.
Llené el techo de mi habitación con post-it que decían HOY VOY A DORMIR BIEN. Cuando no HOY VOY A TENER DULCES SUEÑOS. En la puerta de la calle ME LO VOY A PASAR GENIAL FUERA. Y en las puertas y en las paredes. Y en las ventanas y en las persianas. Y en los altavoces del ordenador. Hasta en los lápices VOY A UTILIZAR BIEN ESTE LÁPIZ.
Y cuando más lo hacía, más quería. Me convertí en un adicto.
Si no seguía embadurnando mi vida de ese rojo sobre amarillo me volvía a deprimir lentamente. Necesitaba más y más, para mantener ese estado de felicidad.
Sobre el lavabo QUÉ AGRADABLE ES LAVARSE LAS MANOS. En las toallas GRACIAS POR SECARME. En los paraguas GRACIAS POR PROTEGERME DE LA LLUVIA.
Los mensajes ya no eran de autoayuda. Eran mensajes optimistas y ya está. Pronto comencé a repetir los mentajes. A poner varios post-it con el mismo mensaje en el mismo objeto. A darle a toda mi vida un plumaje de papel amarillo con los objetos de mi casa.
En los periódicos GRACIAS POR MANTENERME AL DÍA. En las gomas GRACIAS POR BORRAR MIS FALLOS.
Un día mi padre dijo que ya bastaba, que estaba hasta las pelotas de los post-it que había hasta en la sopa. Me dijo que los quitase todos. Y desaparecieron los post-it que había sobre las estanterías que decían GRACIAS POR SOSTENER MIS LIBROS. Y los que había en el horno y en el microondas que decían GRACIAS POR CALENTAR MI COMIDA. Y todos los demás.
Y la depresión volvió. No me sentía realizado, no sentía nada de nada. Sentía que mi vida era una absurda pérdida de tiempo. Que el tiempo se acababa, y que moriría sin haber hecho nada que mereciese la pena. Así que pinté en la calle un mensaje que leería cada vez que saliese, durante el resto de mi vida, que decía HOY ES EL PRIMER DÍA DEL RESTO DE TU VIDA, para sentir que todavía tenía toda la vida por delante para hacer algo que mereciese la pena.
Y la segunda cosa de la que me he dado cuenta, es que alguien ha tachado con una cruz la palabra primer con un rotulador negro sustituyéndola por la palabra peor. De forma que queda HOY ES EL PEOR DÍA DEL RESTO DE TU VIDA.
Cogí el permanente y bajé para intentar corregirlo, pero ya no pintaba. Se había gastado. Y me di cuenta de que mi esperanza roja había desaparecido, se había gastado de la misma manera que lo hace un rotulador.
Así que cada vez que salgo me encuentro con ese mensaje, me mina de forma implacable. Deprimiéndome. Haciéndome sentir que cada día es el peor día de mi vida.
Y puede ser que tenga razón.




sábado, 15 de agosto de 2009

20:17 PM, andén 7

El momento es decisivo. Cuando nuestras miradas se encuentran por fin en el andén, cuando nuestros abrazos se juntan y nuestros corazones se sincronizan. A sabiendas de que quizá nunca nos volvamos a ver, de que tal vez nunca compartamos más palabras ni sepamos nada el uno del otro. A sabiendas de las abrumadoras posibilidades pero con la certeza de que nunca nos olvidaremos.
Cuando noto que su cálido aliento me roza el cuello poniéndome la piel de gallina, caigo en la cuenta de que ya ha llegado el momento. Que nuestro tiempo se está acabando y que hay algo que debería saber.
Nos separamos y le digo que ambos sabíamos que este momento llegaría, que cuando me alisté lo sabíamos, y que no deberíamos haberlo ocultado. Le digo que no sé qué hacer, pero que todo va a ir bien.
La miro a los ojos, y le digo que todo irá bien, aunque sé que no es verdad. Después, me quedo escuchando, esperando a que termine de llorar para decir lo que siento. Estoy aquí, en un lugar donde nunca soñé que volvería a estar, y le digo que estoy enamorado.
Nuestros cuerpos siguen unidos. Mi pecho se estremece con cada uno de sus latidos. Y mientras la gente va y viene a nuestro alrededor, nosotros estamos ahí abrazados, impasibles a todo. Flotando mientras la vida pasa apresuradamente a nuestro alrededor.
Sus labios articulan palabras en silencio. Lo sé, dice. Yo también, dice.
Entonces nos besamos, y es agradable. Noto como si mi corazón se llenase de agua caliente. El tiempo parece congelarse y nada importa al margel del momento.
Le digo que lo siento. Que debería haberselo dicho antes.
No tienes de que arrepentirte de nada, dice, el destino lo hizo así.
Le digo que no quiero creer que esté escrito que yo he de enamorarme de ella. Que prefiero haberme enamorado y ya está, por mí mismo y no porque es lo que ha de suceder.
¿Qué más cosas quieres?, pregunta ella.
No quiero nada más en realidad, le digo. Todo lo que quiero es que el suelo siempre esté bajo mis pies, el cielo sobre mi cabeza, y que ella siempre esté a mi lado.
Sé lo que hay al final de la vía, se intuye desde más allá del horzonte. Sé lo que hay en ese tren. Pero he de subirme; no es el destino, es lo que he elegido. Correcta o no, mi elección no es ningún plan maestro ya escrito. Es y ya está.
Mientras subo al tren, la miro a ella. No es perfecta y no está completa, pero es la vida que he de dejar atrás.