martes, 19 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (VI)

Al día siguiente me levanto casi al crepúsculo de la noche. Su fina luminosidad anaranjada sobre el horizonte me indica lo cerca que está la noche.
Lo segundo en lo que reparo es en mi estado físico, que podría ser descrito con una simple palabra: lamentable. Estoy lleno de cortes y moratones, y cuando llego al baño, meo sangre; lo cual me aterra bastante.
Viendo que al ducharme la cosa mejora, decido husmear entre las cajas de embalaje que aún están sin abrir en mi nuevo piso.
Mi hermano me sorprende: "Ah, ya estás levantado".
Me cuenta que ayer me dio una sobredosis, mientras me liaba a hostias con la puerta de nuestra antigua casa y gritaba incoherencias. Una abuelita salió a socorrerme. Al parecer me caí por las escaleras; aunque hay ciertas heridas como cortes cuyo origen no ha podido ser esclarecido por los médicos. Yo sé bien de qué son.
Pensando en el tema, se lo pregunto a mi hermano.
"Oye, Ramón; ¿tú recuerdas a mamá?"
"Sí."
"Pero eras muy joven..."
"Quiero decir; imágenes, sensaciones, escenas y tal. Nada consistente."
"¿No la echas de menos?"
"No. Ya oías lo que decia papá: era una golfa, nos abandonó cuando éramos muy pequeños."
"Papá... ¿recuerdas cómo murió?"
"Sí, acuérdate de que le reventaron la cabeza de un pedrazo cuando salía de un bar..."
"¿Y no te gustaría coger al que lo hizo?"
"Oye, tío, hoy estás muy raro; ¿qué cojones te pasa? Siempre has mirado con estoicidad al pasado y hoy te noto un tanto... ¿sensible?"
"Nada, es sólo que... le he estado dando vueltas a todo..."
"No lo hagas; lo mejor es no pensar. Es la única manera de ser feliz."
Es la única manera de ser feliz. Ya.
Él se pira y yo me quedo a solas con mi soledad.
A veces... a veces tengo la sensación de que yo maté a mi padre. De que yo hice que mi madre se fuese. A veces tengo la sensación de ser un estorbo y una carga para todos los demás. Normalmente, cuando pensaba eso, solía meterme heroína para olvidar. Ahora veo que es justamente eso lo que lo causaba.

Abro una caja de embalar. Está llena de ropa, tanto de mi padre, como las prendas que mi madre se dejó cuando se piró. Esa fragancia... son ellos; es como si aún caminasen entre nosotros. Sus recuerdos están a medio camino entre este mundo y el olvido. Lo cierto es que sí, la clave de la felicidad está en olvidar, está en no pensar. Vuelvo a embalar la caja, y la dejo junto a la puerta, con la intención de quemarla.
Hay un objeto en otra caja que me trae viejos recuerdos. Es un portarretratos antiguo, en cuyo interior se nos ve a Ramón y a mí de niños. Siento que me estoy eviscerando a mí mismo, vaciándome por dentro. Estoy sacándome las entrañas, traicionándoles a ellos y sus memorias. Pero tengo que hacerlo. Dejo redolar una afligida lágrima por mi mejilla, y lo estrello contra el suelo.
Sale despedido hacia todas direcciones en miles de astillas y cristales; no obstante, oigo un ruido metálico. Me agacho y veo algo que me llama muchísimo la atención: una llave. Una vieja llave oxidada, pequeñísima, como las de los joyeros antiguos. Y entonces pienso: el baúl. Aquel diminuto baúl.
Todo lo que recuerdo de ese baúl es a mi padre, borracho como una cuba, gritándonos a Ramón y a mí que no abriésemos ese baúl. Su baúl. El baúl de los recuerdos.
Me siento influido y débil mientras rebusco entre la última caja sin abrir que queda; el sentimiento de traición no me abandona. Pero continúo adelante hasta dar con él: con ese diminuto baúl de madera y hierro oxidado.
Me cuesta hacer girar la oxidada llave en la oxidada cerradura, pero finalmente lo consigo. Lo primero que saqué fue el estuche.
El estuche estaba lleno de fotografías. De mí y de mi hermano cuando éramos niños; de papá, y de mamá. Fotos que nunca había visto. La miro a ella con él. Intenté imaginar que podía ver su dolor, su descontento, pero no, no pude; no al principio. Entonces llegué a otras fotos que sabía que eran más tardías, pues Ramón y yo salíamos más crecidos; más mayores. En aquellas fotos podía leerse; con la perspectiva que da el paso de los años era más que fácil; sus ojos proclamaban a gritos su dolor, su descontento, su desilusión y sufrimiento. Mis lágrimas se derramaron sobre aquellas vulgares fotografías.
Pero aquel baúl de los recuerdos contenía, sin embargo, algo mucho peor.
Leí todas las cartas, absolutamente todas; todas y cada una de ellas. En realidad el contenido era parecido en todas, sólo las fechas eran diferentes. Iban desde unas cuantas semanas después de marcharse mi madre hasta 2006. Ella le había estado escribiendo desde Argentina durante ocho años. Todas las cartas contenían las mismas proposiciones básicas ritualmente repetidas:
-Quiero ponerme en contacto con los chicos.
-Quiero que vengan a verme.
-Por favor, déjales, aunque sea, que me escriban.
-Les quiero, quiero a mis hijos, les quiero muchísimo.
-Por favor, Pablo, les hecho mucho de menos.
-Por favor, Pablo, ponte en contacto conmigo. Sé que recibes mis cartas.
No sé qué pasaría en 2006, pero a partir de entonces no volvió a escribir.
Apunto la dirección de Buenos Aires en un trozo de papel. Uso el buscador de Internet para conseguir el número de teléfono.
Joder, esto es una mierda total. No es más que otro montón de mierda a superar. Siempre hay más, siempre llega a caerte otro montón de mierda más grande que el anterior del que debes salir. Siempre. Nunca termina. Dicen que se hace más fácil de llevar a medida que te vas haciendo mayor. Espero que así sea; espero que así sea, joder.
Me lleva un rato comunicarme por conferencia internacional directa. Quiero hablar con mamá, contarle lo sucedido, decirle que estoy bien, que la quiero, que la echo de menos. Quiero hablar con ella, escuchar su propia versión de la historia; a expensas de la de papá, por supuesto. Un hombre me contesta al teléfono. Le he sacado de la cama, al parecer; la diferencia horaria. Pero me doy cuenta de que en realidad allí debe ser plena tarde; no obstante; su tono de voz es quejumbroso y apagado, como si se acabase de levantar.
Me pregunta quién soy, y se lo digo, le cuento toda la historia.
Su tono de voz pasa a otro más lacrimógeno y lastimoso.
Cuando habla, me doy cuenta de que está realmente alterado. Parece un buen hombre. Me cuenta que era la pareja de mi madre; me cuenta que hubo un incendio en su casa causado por un cortocircuito. Fue horrible. Mi madre murió en él, en el 2006. Él consiguió sacar a la hija de ambos; mi hermana; pero murió en sus brazos poco después por inhalación de humos. Mientras siento esa insipiente pesadez en el estómago, al otro lado de la línea el hombre se derrumbaba.
Sí, siempre hay más mierda que superar. Y a veces se amontona.

Colgué el teléfono, dejando escapar un último suspiro acuoso. En cuanto colgué, empezó a sonar otra vez.
Lo dejé sonar.
Pensé que era el momento de despedirse. Sí, era justo el momento idóneo para despedirse; demasiada mierda acumulada y demasiado por acumular.
Le dejo por escrito una nota a mi hermano contándole lo que pretendía hacer. En ella le pido disculpas por dejarle solo en esta vida. Le pido disculpas por haber sido tan cobarde y no haber pensado en él. Pero, sencillamente, hay cosas que me superan.
La gente normalmente tacha el suicidio como el camino fácil; pero no se trataba de elegir el camino fácil, se trataba de elegir el único camino disponible. La muerte era el camino hacia delante.
Me tomé el somnífero. El que me tomaba todas las noches para conseguir conciliar el sueño. Para que mis sueños angustiosos y fatigosos de duermevela se convirtiesen en profundos y reparadores. No obstante, las pesadillas nunca me abandonaron.
Me lo tomé, y me puse una bolsa en la cabeza, asegurándola con celo alrededor del cuello. La bolsa era transparente.
La bolsa era transparente, y seguí viendo las fotos y oyendo la cantinela vacía del teléfono, que cada vez parecía más lejano e incorpórea, mientras me deslizaba tranquilamente hacia la inconsciencia. Una extraña niebla iba emborronando mi vista; no sabía si era la bolsa empañándose o mi vista agonizando; nublándose. La visión fue lo primero en desaparecer. Luego noté un entumecimiento de las extremidades, que se iba extendiendo por el resto del cuerpo. El sonido del teléfono aún sonaba de fondo, esta vez en un tono fantasmagórico. Cada vez más lejano. Cada vez más irreal.
De repente cesó.
Y entonces... nada. Sólo un bendito vacío. Sólo un bendito silencio. Felicidad eterna.
NADA.

2 comentarios:

  1. Al final te has decidido eh? Al final te has cargado a Pablo. Buen final, no has optado por un final facilón como ocurre en muchas novelas.
    La curiosidad que tengo ahora es, en qué nuevos personajes emplearás tu tiempo e imaginación?

    Bueno, si sigues con tu propuesta de actualizar todos los días no tardaré mucho en descubrirlo. En fin, enhorabuena por éste final y por la entrada anterior. La verdad es que es bastante angustiosa, si te metes en el papel de Pablo no es difícil sentir la angustia que le recorre.
    Ciao ciao!

    ResponderEliminar
  2. No me ha gustado demasiado esta saga, pero bueno, algunos momentos sí son buenísimos.
    No duele de leer, ya es algo.

    ResponderEliminar