jueves, 11 de noviembre de 2010

Desaparece

Su boca se abre, se cierra, y se vuelve a abrir; sonríe, me atrae como un imán pintado con lápiz de labios rojo. La toco, le cojo la mano por encima de la mesa, y se la sostengo un buen rato. Ella se estremece, hace un ademán de apartarla, pero finalmente se decide en contra y la deja donde está. Se ruboriza, gesticula pero no habla, sonríe. El sol sale de Indochine, el restaurante se vacía, nos quedamos solos, son cerca de las dos de la mañana. Los latidos del corazón se me disparan y detienen, se estabilizan momentáneamente, pero después vuelven a dispararse. Escucho con cuidado. Posibilidades alguna vez imaginadas se precipitan. Ella entrecierra los ojos y cuando vuelve a mirarme, yo entrecierro los míos. Pero entonces pasa algo. Lo que empieza como leve se desarrolla sin esfuerzo en una sensación de disconformidad inaguantable, una sensación de vacío interior que amenaza con secarme por completo. Me hace levantarme, decir "Lo siento", e irme corriendo.
Ella sale detrás de mí, yo soy más rápido, pero los músculos se me deshacen, los huesos me crujen, desfallezco, y finalmente me alcanza en la salida del restaurante.
Un telón de miles de estrellas brilla en el cielo, y me humilla lo muchas que son. Es algo que me cuesta bastante soportar. Una sensación de derrota se apodera de mí. Sudor frío. Náusea.
Pregunta "¿Qué pasa?". Pienso en otras cosas mientras intento evitar su mirada: aire, agua, cielo, tiempo, un momento, un punto en que quise enseñarle todas las cosas hermonsas del mundo. Vuelve a preguntar "¿Qué te ocurre?". Pero, sencillamente, no tengo tiempo ni paciencia para hacer revelaciones, para empezar de nuevo, para acontecimientos que tienen lugar más allá del dominio de mi visión inmediata.
Yo intento decir algo, pero es como si a mi mente le costara comunicarse con la boca, ella me mira como si tratara de realizar un análisis racional de quién soy, lo que es, por supuesto, imposible: no existe una clave.
Entonces me abraza, y emana un calor al que no estoy acostumbrado. Estoy tan acostumbrado a imaginar que todo sucede del modo en que pasa en las películas, a visualizar las cosas del modo en que suceden los acontecimientos en la pantalla, que casi puedo oír el sonido de la orquesta, casi puedo alucinar que la cámara toma una vista panorámica de nosotros y la imagen en setenta milímetros de sus labios que se abren, murmuran "Te quiero" y se acercan a los míos a cámara lenta. Pero mi abrazo es frío, helado, y lo noto; me doy cuenta; al principio borrosamente y luego con mayor claridad, de que mi desolación interior se encuentra gradualmente cada vez más avanzada, y de que ella me besa en la boca y eso me lleva de vuelta a la realidad y la aparto.
Le digo que lo siento, que me tengo que ir. Ella me mira desilusionada, pero dice "Te llamaré". Asiento, y me voy.
Una vez, hace cinco años, conocí a una chica que me dijo "La vida está llena de posibilidades sin límite". Se acababa de graduar en tercero de Medicina, pero no vivió para llegar a cuarto. Y esta noche, la chica que ha estado sentada delante de mí no es en absoluto ella, por mucho que mi mente intente revivirla en otras personas.
De vuelta en mi apartamento, recuerdo aquella vez que fui con ella al zoo, y compramos globos, y luego los soltamos para ver cómo se alejaban volando. Intento recordar su cara, su rostro, pero es esquivo a mis pensamientos, se emborrona, y finalmente desaparece.

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