martes, 16 de noviembre de 2010

La sangre tiene un sabor especial

Aunque la cena no es especialmente romántica -quiero decir, no está mal, pero tampoco está de puta madre- algo me ronda la cabeza. Y es que, mientras ella habla y habla sobre el trabajo, los amigos, y la madre que la parió, yo no puedo dejar de pensar en el aspecto, la forma en que brotaría su sangre en el caso de inflingirle un tajo en el cuello con el cuchillo de 20 centímetros que guardo en mi maletín. ¿Saldría en un chorro con presión, o fluiría pegada a la piel, empapándole la ropa? ¿Saldría de manera limpia y lisa, o burbujeando? ¿De color claro o de color oscuro? ¿Qué contenido proteínico tiene su sangre? ¿Qué sabor tendrá, a cobre? Me evado pensando en quemarle los globos oculares con un encendedor hasta que le estallasen, fantaseo con la idea arrancarle una pierna, meterla al horno, y comérmela, e incluso me descubro a mí mismo con una erección cuando intento imaginar qué aspecto tendrá su cabeza sobre el recipiente de porcelana china del recibidor.
Lo cierto es que incluso mi lujuria desenfrenada de sangre tiene sus límites, y decido que ella está a salvo. Decido que no voy a llevarla a mi apartamento, a sacar un cuchillo en el momento menos inesperado, a darle un tajo en la barriga, a sacarle los intestinos y asfixiarle con ellos mientras le meto el fémur de la prostituta que maté la semana pasada por el culo por el simple hecho de que me excite hacerlo. No. Me decido en contra. Pero me apetece. Al fin y al cabo, ¿qué son las apetencias? Nada tangible, desde luego.
Temo que hoy me tendré que conformar con el convencional sexo. O ni eso. Puede que llegue solo a casa, y decida ponerme el collar que me hice con los huesos de aquella cajera del supermercado, me meta en la bañera, y me la casque como un mono. Aunque no me apetezca.
Sólo para demostrarme que yo me puedo imponer a mis propias apetencias. Y que lo que hago se debe únicamente a mi voluntad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario