domingo, 17 de octubre de 2010

Apología a la autodestrucción

Por el momento, los enfermeros se llevan el cadáver, tapado con una sábana blanca, en una camilla. Y mientras Ramón y yo le damos a la fregona para quitar la orina, las heces, la sangre, y el resto de serosidades repugnantes que el vejete ha ido dejando en el suelo de linóleo durante todo el fin de semana.
Ya desde esta mañana se olía; y no me refiero a la orina del vejete -bueno, al menos no sólo a la orina del vejete-; un efluvio extraño en la residencia. Era como si la muerte estuviera en la misma puerta. Uno sentía más frío aquí dentro, el humor de los pacientes era más tosco -a pesar de que aún no sabían nada de la muerte de su compañero-, y parecía como si la luz no entrase por las ventanas. En definitiva, uno sentía que algo malo se había estado gestando aquí dentro. Los vejetes lo temían, lo sabían; no era la primera vez; hace ya mucho tiempo que la dignidad y la vitalidad abandonaron este lugar.
Lo primero que me dijeron cuando entré en la residencia esta mañana fue:
-El viejo Eugenio no ha salido de su habitación desde el viernes. Mire usted a ver qué pasa. Las enfermeras dicen que no pueden entrar, que no tienen derecho a violar la intimidad de un paciente.
-¿Y yo sí?
-A usted no le pueden despedir.
Y cuando abrimos la puerta de su habitación, allí estaba él. Tirado en el suelo, con la cabeza abierta, y el suelo lleno de su sangre, mocos, baba, orina y heces. Ya os podéis imaginar cómo olía de mal, pero por encima de todo, se podía detectar el olor a muerte. Tras detectar ese olor a epinefrina, sigue un escalofrío sobrecogedor que te congela desde la piel hasta las mismas entrañas, atravesándote los huesos con un férreo pinchazo agudo. Lo siguiente que te pasa por la cabeza es "¿Y no será un muñeco, una broma de mal gusto?". Pues su tez, ahora descolorida, había perdido ya toda humanidad y se antojaba bien parecida a la de un muñeco gigante y arrugado. El grifo de la ducha desbordaba ya la bañera y el agua cubría ya prácticamente toda la habitación, y uno sentía pánico, pánico y asco, cuando comprendía que tenía que entrar ahí y limpiarlo todo.
Mientras Ramón le da a la fregona para desincrustar la sangre del suelo, y yo recogo los pedazos de mierda del vejete, le comento: "Uno acaba por comprender que la muerte es un proceso más que un suceso. Uno se va pudriendo poco a poco en lugares como este. La vida hace ya tiempo que escapó del cuerpo de este pobre hombre."
-Un suceso... O un deceso. -comenta burlonamente Ramón.
Lo que me jode de este diablo es la poca esperanza que alberga. Su nihilismo le impide ver cualquier cosa positiva, le impide hacer cualquier bien por la humanidad.
-¿Ramón, tú, por qué coño estás aquí? No trabajas aquí, y ni de coña me puedo seguir tragando que vienes de voluntario como yo y el resto de los chicos.
-Estoy aquí por pura y simple obligación. Trabajos sociales forzados... Caridad por obligación, y no por devoción. Muy propio de una sociedad que le da un pedazo de pan podrido a un niño enfermo y se siente con eso satisfecha.
Ya en la cantina, mientras saboreaba un tercio, medité sobre la afirmación de Ramón. En el mundo habrá unas seis mil cuatrocientas millones de personas. Que no son pocas. El mundo se estaba pudriendo, y ellos en cambio disfrutaban evadiéndose en su propia realidad, en su propio mundo imaginario. Con sus coches, sus televisores, sus mujeres y sus pastillas, habían hecho del mundo un asunto menos del que preocuparse; la mancha que escondes bajo la alfombra. Estaban conduciéndose por la senda de la destrucción hacia el exterminio, hacia el sufrimiento y el olvido. Pronto ellos envejecerían, enmudecerían, y tendrían que ir a los mataderos que han diseñado para gente como ellos. "No obstante, todo ello es mejor que la ayuda y el socorro a los más favorecidos. Esto último no cambiaría una mierda; moriríamos sólos igualmente, sin recibir nada a cambio. El que se muere de hambre no ayudaría a nadie aunque no se muriese de hambre. Es un signo de debilidad tener cualquier esperanza en el ser humano", me imaginé que Ramón diría.
Los enfermos se morían, los viejos se pudrían, y las familias hambrientas desaparecían, ¿a quién le importaba? "¿Y por qué habría de importarnos?", me imaginé que Ramón preguntaría.
Pensé sobre ello hasta que sonó el timbre anunciando el final del descanso. Y cuando me disponía a volverme a poner manos a la obra, di media vuelta y pensé "Al carajo, que se pudra el mundo, yo me tomo otra cerveza".

1 comentario:

  1. Espero que la cerveza le sentara bien. A veces quita la sensación de angustia. Muy bueno el relato. Cuando has descrito el desgarramiento de la muerte me ha recordado lo que yo experimenté la primera vez. En serio, muy bueno. Sin miedo ni prejuicios. Un saludo.

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