sábado, 7 de noviembre de 2009

Mi ración individual de amigo

Es cierto eso que dicen que el tiempo no quiere decir nada, que no es lineal, y que el inifino es buen momento para comenzar. Yo podía estar bajando las escaleras hacia el andén, pero también estaba en el dentista el día que me pusieron aparato. Mi mente hacía que estuviese en todas partes a la vez. Pero había algunas de ellas en las que estaba especialmente. Y podría algún día dejar de estar en el dentista, o en el tren, o en clase, pero nunca abandonaría esos lugares. Aún muerto y enterrado seguiría en aquella cama, en aquel banco, en aquella palmera. En aquellos labios. De hecho, mientras escribo esto, sigo en aquel lugar.
Esos agujeros de gusano temporales; la memoria. Tienes que cuidarla bien, porque cuando lo has perdido todo es lo único que te queda.
Sentía como si todo el mundo me adelantase, pero la cola se convertía en caravana y avanzaba con pesadez. Decidí apartarme, apoyarme junto a una columna del andén y dejar que el tráfico fluyese sin mí. Un joven hizo lo mismo que yo. Se apoyó a mi lado y, olvidando la obviada ley de Renfe de prohibido fumar, encendió un cigarrillo. Me miró. Le miré. Le miré a los ojos, pero no vi nada. Sólo mi reflejo.
El tráfico de personas era lento pero fluído, recordaba a una cadena de montaje. Me imaginé al ser humano montado a piezas tal como se montaría un coche o una lavadora. Me imaginé grandes filas de clones humanos en formol alimentados como por una cadena de montaje y siendo preparados para el mundo laboral. Y me reí de mi ironía; justo tal como es ahora.
El chaval pareció comprenderlo. Él también miró aquel rebaño y se rió.
Supuse que en un mundo donde a los humanos se nos criase como a robots, se nos fabricase como a lavadoras, matar a un ser humano tendría un valor ético obsoleto, sería como matar un ordenador, o como matar una televisión. Y supuse que el amor, el odio, la alegría, o la tristeza no serían más que aspectos equiparables al de una computadora: rendimiento gráfico, procesaje de datos, cálculo líneal, etcétera. Tal vez incluso esos sentimientos estuviesen digitalizados. Y me volví a reír de mi ironía; justo tal como es ahora.
Pero él no se rió. Me miró.
Intenté explicarle "En el siglo XVIII, La Revolución Francesa mató al rey. En el siglo XIX, Nietzsche mató a Dios. Y bueno, en el siglo XX, la industria mató la esencia humana".
Y él contestó "Deberíamos subir ya. Vamos a perder el tren". El tren se había tragado la cola.
"¿A quién coño le importa?"
"A mí."
Y subió. Después subí yo. Pero antes fui al aseo procurando tardar lo máximo posible. No quería que supuese que me dejé influenciar por él.
Cuando me senté, sabía que iba en mi vagón; lo había visto entrar; lo que no sabía es que se sentaba justo a mi lado. Cuando me senté, él estaba leyendo un periódico. Me miró; lloraba; le miré, sonreía. Volvió la vista al periódico y dijo "Mi novia vive a trescientos kilómetros de mí". Me miró, le miré, y dije "La mía a setecientos". Volvió la vista al periódico.
Él se bajó en Valencia. Yo en Murcia.
No volvimos a hablar en todo el trayecto.
Pero no me importó. Yo todavía no estaba allí; estaba en otro lugar.

3 comentarios:

  1. Que inquietantes son tus relatos. Eres un gran escritor. Me gustan tus creaciones. Las veo siempre tan...desnudas. Tan carentes de frivolidades, que me empujan a releerte una y otra vez, para no perderme nada.

    Volví de vacaciones.
    Gracias por publicar mi relato en tu blog, me hizo ilusión. Tus amigos tuvieron comentarios amables que agradezco.

    Un saludo,

    Mallory

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  2. Somos capaces de destruir todo lo que otros han creado con un simple pensamiento

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