martes, 7 de julio de 2009

London Crawling (II)

Algunos se creen es quedar con una tía, y ya se baja ella las bragas. Pero no... Primero toca aguantar sus pajas mentales en la cena de rigor -la cual por supuesto tendrás que pagar tú- sus comentarios y su insulsa y aburrida charla hasta bien entrada la madrugada. Y si después de semejante lobotomía y de un riguroso asalto a la cartera has sobrevivido, entonces a lo mejor, pero sólo a lo mejor, habrá sexo.
Demasiado rollo para echar un clavo, preferiría irme de putas: mucho más barato incluso con las mejores, además de que puedes escoger tú y no te dan la brasa.
Pero ya basta de aborrecerme a mí mismo y a la humanidad; hoy quedé con una chica que conocí en mi anterior trabajo como maquinista. Ella era mi superiora, la manda-más. Desde una oficina en lo alto de la entrada oeste de la fábrica dirigía todo el cotarro. Ocurre que quedamos a cenar una noche para hablar sobre lo de mi indemnización. La velada fue bien; tan bien que hoy, dos meses y seis días después, me ha vuelto a llamar.
Gemma, se llama; trajeada, entusiasta y bonita.

Cuando la cena acaba, no queda más remedio que ir a mi casa, a mi destartalada casa en Hackney. Mientras vamos en taxi adentrándonos en las miserias del barrio, las ladinas miradas de soslayo de Gemma, discretas y furtivas, me indican que sus expectativas se reducen con cada semáforo que dejamos atrás.
Cuando entramos, noto su decepción en estado de crispación, mientras hecha un vistazo y yo me disculpo por el desorden de la casa. Cuando en realidad creo que está a punto de lanzar el último pílum del rechazo, ahoga su crispación en un vaso de amabilidad, respira hondo y dice: "¿Podemos sentarnos a hablar un poco?".
Y así es todo, el conejo se ha metido en la madriguera del lobo. Nos sentamos en la cama y empezamos a hablar sobre trivialidades, mientras a mí se me hace todo más difícil, pues sólo encuentro ganas de decir: cierra la puta boca y bájate las bragas, nunca más volveremos a vernos y si nuestros caminos se cruzan disimularemos nuestro bochorno con estoicismo y fingida indiferencia.
Lo más difícil es escuchar, pero también es lo más importante. La charla de antes del polvo. Todo es un ritual. El ritual a partir del polvo se vuelve de lo más deprimente.
Intento evitar el silencio, aunque me es difícil, y algunas de sus miradas -demasiado autocensuradoras como para resultar coquetas- lanzadas durante los lapsos de la conversación me indican que tiene algo importante que decirme.
Y entonces lo dice. Dice: "Te quiero". Mientras yo, de repente, me doy cuenta de su elegancia, su piel impecable, y esa sonrisa generosa.
Mientras noto esa sacudida de bienestar que va de la espalda a la cabeza, mientras ella se me acerca para besarme, yo pienso: ahora. Ahora es el momento de enamorarse. Sólo tienes que subirte al barco del amor, dejar que la entraña del amor os envuelva en un turbio embeleso. Y entonces mirarse estúpidamente a los ojos, jurar amor eterno.
Pero no. Hago lo de siempre y utilizo el sexo como medio de socavar el amor. Me abalanzo sobre ella, nos desnudamos, nos morreamos y lo hacemos.
Hago esperar el clímax hasta que pasa el expreso de las 01:32 de Liverpool Street, que lo hace retumbar todo, y entonces llegamos; llegamos los dos; y ella me declara su amor imperecedero a gritos.

Cuando se va a ir, no soy capaz de decirle nada. No soy capaz de sacar nada bonito de mi boca. Se queda en la puerta esperando algo, algo que se supone que debería decir yo. Tiene en los ojos ese aspecto culplable y dolorido de los rechazados. Mientras sale por la puerta, se me humedecen los ojos al pensar en su hermoso rostro. Fantaseo con bajar las escaleras gritando su nombre con un ramo de flores, abrirle mi corazón, jurarle amor eterno. Hacer de su vida algo especial, ser ese príncipe azul montado en un corcel blanco.
Esa fantasía... Pero no es más que eso.
Una asquerosa sensación de desamparo se apodera de mí cuando la veo alejándose por la calle. Decididamente sí, el ritual se vuelve sombrío y deprimente después del polvo.
Pero esa maldita fantasía: es fácil amar a alguien ausente, imaginárnoslo a nuestra medida; es fácil querer a quien no conocemos en realidad.
Y en eso soy un maestro.

1 comentario:

  1. Pues qué triste es que no sepa amar de otra manera. Se puede amar mejor.

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