viernes, 15 de mayo de 2009

Muerte en el ring

A Mitchel el mundo le parecía de lo más brutal e incierto. La civilización no erradicaba el salvajismo y la crueldad, sólo daba la impresión de volverlos menos escabrosos y más teatrales. Las grandes injusticias seguían produciéndose y lo único que la sociedad hacía al respecto era encubrir las relaciones causa-efecto, levantando a su alrededor una cortina de humo hecha de sandeces y bagatelas. Los pensamientos, entre opacos y diáfanos, se agolpaban en su cerebro sobrecargado, mientras se disponía a salir al cuadrilátero.
Tenía la tiroides tocada y el público lo sabía. El público lo sabía y lo único que esperaba era una gloriosa derrota; aún animaban a su púgil. Él sabía que podía destrozar a su adversario fácilmente; alguien tenía que pagar por todo; pagar los platos rotos por lo de Andrew. Mitchel siempre fingía entereza, nunca quería que se preocupasen por él, pero en realidad de entre todos su correligionarios era a él a quien más había afectado la muerte de Andrew.
Cuando subió al cuadrilátero, estaba dispuesto a hacer trizas a su adversario. No obstante, algo lo paralizó. Se culpaba de la tiroides, pero no, él sabía que había algo más, no podía seguir autoconvenciéndose.
El primer asalto había ido bien: le había roto la nariz a su adversario. Entonces ocurrió: había algo en su adversario que le resultaba de lo más familiar. No se había fijado entonces, y ahora lo veía con punzante claridad. El cabello rubio corto cortado a cepillo, los ojos marrones, la piel cetrina y aquella nariz esbelta. Los gestos espasmódicos, el tick en el ojo, y la expresión cautelosa y preocupada. Y la sangre, aquella sangre que caía en un hilito de la nariz. Entonces cayó, cayó en que el boxeador era el vivo retrato de Andrew.
No, Mitchel no se podía mover. No podía lanzar ni un solo golpe. Sabía que algo iba mal; se lo ocultó a su entrenador quien a su vez se lo ocultó a los patrocinadores. No podía rendirse, tenía que acabar ese combate.
La forma física lo era todo; solo estaba ahora con su pegada. En un enfrentamiento uno a uno, tener que competir al ritmo dictado por el otro resultaba desmoralizador e insostenible. Lo que le daba el motivo de que cuando considerara que no pudiese imponer su ritmo al contrario, lo dejaría. Y él no quería dejarlo, sus oportunidades futuras dependían completamente de ello. Lo que llevó a un Mitchel exhausto a continuar el combate fue el orgullo en estado puro. Imponer el ritmo era indispensable, su única posibilidad era la pegada. Posibilidad que se desvaneció cuando el fantasma de Andrew se le aproximó.

Su lucha ahora era interna, en algún lugar de su mente. Mientras intentaba concentrarse en la pelea su mente estaba en otro lugar. Estaba en aquel puente, hace siete meses.
Andrew era un chaval como mandaban los cánones, era su mejor amigo. Pero lo dejó. Los dejó a todos; se dió cuenta por la forma en que miraba directamente hacia delante mientras le gritaba que no fuese tan idiota y que volviese a cruzar al otro lado de la barandilla.
Era esa forma en la que miraba hacia abajo, como en un extraño trance. Mitchel lo vio todo, era el que más cerca estaba.
Justo a su lado, podría haberle tocado. Podría haberse estirado y haberle agarrado. Podría haberlo salvado. Mitchel siempre se castigaba a sí mismo por ello.
Durante un breve instante, Andrew salió de su estado hipnótico y Mitchel vio cómo se mordía el labio inferior, y cómo su mano subía hasta sus ojos y se los frotaba, intentando disimular unas lágrimas. Entonces cerró los ojos y dio un salto desde el puente, cayendo quince metros y estrellándose de cabeza contra la calle de abajo.
Mitchel rugió de dolor, como si le hubiesen arrancado algo, como si una parte pegada a él estuviese feneciendo.
Miró por encima de la balaustrada y lo vio allí tendido, como haciéndose el muerto. Recordó haber pensado, deseado que sólo fuese eso: un juego. Pero aquella fantasía, aquella esperanza, estalló en mil y un pedazos cuando se encontró estrechando el cuerpo muerto de Andrew.
Quiso haber sido él quién estuviese en su lugar.
Estaba allí, en lo que creía que era el silencio, pero todos los que habían acudido le miraban como si estuviese herido, como si sangrase profundamente. Un hombre se aproximó y le dio un meneo, y sólo entonces se dio cuenta de que estaba gritando exasperadamente. Volvió a abrazar el cuerpo muerto de Andrew, y creyó haber oído su voz, pero no fue más que una alucinación.

La mente de Mitchel volvió ahora a la claridad en un haz de luz; pero su cuerpo aún seguía paralizado. No obstante, él era demasiado orgulloso como para retirarse, como para perder su honor con la excusa de que seguía conmocionado por la muerte de un amigo. Un boxeador profesional debería ser capaz de sobreponerse a algo así. Pero no; la tiroides y el desconsuelo habían conspirado; el cuerpo de Mitchel se venía abajo y se negaba a moverse. Esa fue la última vez que estuvo en el cuadrilátero.
¿Cómo habría sido Andrew ahora, en caso de seguir vivo? Sus ojos le obsesionaban a menudo. Los veía sobre todo cuando dormía, en sus pesadillas. Aquellos ojazos, ya no vivarachos e inquietos como solían ser, sino vacíos y negros por la muerte. Y su boca, abierta en un grito silencioso, mientras la sangre fluía de ella manchando sus bonitos dientes blancos. Le salía aún más por la oreja, su olor metálico sobre sus manos cuando acudió a aquel puente del que se arrojó. Y su peso: Andrew era tan pequeño y delgado en vida, pero parecía pesadísimo al morir.
La propia boca de Mitchel se llenaba ahora de ese sabor metálico de la sangre, mientras su oponente le golpeaba sin que él pudiese hacer nada. Seguía recordando. Recordando la forma en que la sangre salía a borbotones de la boca de Andrew, como si respirase por un solo segundo. No se permitió aquella reflexión, sabía que sólo era aire escapándose de sus pulmones sin vida. Y ahora, en aquel cuadrilátero, transcurridos unos meses, todo parecía haber vuelto. La pérdida y el trauma dejan su propio regusto fantasma; se le encogió el estómago y le dio un retortijón en torno a algo tan maleable como un trozo de mármol.
Había estado mucho tiempo intentando reprimirlo todo y ahora se había desatado, en el peor momento. A menudo le reconcomían por suprimirlas, pero podía hacerlo. No tenía tiempo para el festín necrófago de la cultura a la confesión íntima; cuando le amenazaban ese tipo de emociones se mordía la lengua con fuerza, como si de una pastilla se tratase, y tragaba la energía que liberaba.
Por lo general funcionaba, pero ahora le había fallado: cuando el fantasma de Andrew subió flotando al cuadrilátero.
Y todo había vuelto con tanta fuerza como aquel último puñetazo que le rompió el cuello y puso un final trágico a aquella batalla interna en el cuadrilátero.

2 comentarios:

  1. Lo dicho, que me encanta. Y claro que escribes bien, sólo hace falta leer esto.

    Gñá (k)

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  2. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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