domingo, 17 de mayo de 2009

Diario de un yonqui (IV)

Me voy al sofá y me siento, paralizado por la angusita. No me salen las lágrimas y no tendría ningún sentido llorar; sería como vaciar un océano lleno de dolor gota a gota.
Sumido en este reconfortante filtro de soledad, pienso en ella, en Andrea, y en mis errores. Tal vez ya sea hora de asumir mis errores, sentar la cabeza, y buscarme un trabajo. No puedo destrozarme la vida por un jodido error cometido bajo los efectos de las gelatinas de metadona. Sencillamente no puedo.
Salí a la calle para despejarme la cabeza y acabé en el Resurrection. Odiaba aquel lugar, pero así es la vida. El principal motivo por el que estaba allí era porque el Resurrection es de los últimos lugares a los que irían mis amigos, o mejor dicho, mis supuestos amigos. Siempre voy allí cuando me encuentro como una mierda y quiero sentirme mejor. Probablemente lo odie por eso, por ser precisamente una prueba de que mi felicidad va en declive.
Sencillamente así es, mi felicidad está poco más o menos hundida en un fango que se espesa conforme pasa el tiempo, dejando paso a la tristeza. Y la tristeza, al igual que todos los sentimientos negativos, es como el vino. Tiene que soltarla antes de que fermente demasiado en tu interior, de lo contrario, jamás podrás librarte de ella.

Llevaba más o menos veinte minutos cuando sentí la presencia del fantasma de las Navidades pasadas. Estaba reluciente con aquel vestido azul.
"Hola, Pablo."
Me quedé paralizado. Ahora me avergonzaba de mi aspecto, y es que me he estado descuidando mucho desde que se fue.
Se sentó a mi lado, y sentí su olor. Recordé entonces aquellas palabras salidas de su boca, repetidas por el eco de la conciencia, que me quemaron toda ilusión de una vida mejor. Aún podía sentirlas ahora.
Pero ya no significaban nada para mí. Es curioso, la forma que tiene el tiempo de arrebatar el amor. Y cuando el amor se va, lo único que recuerdas es al desconocido. Ella es una extraña ahora. Ahora parece banal y superficial, algo ajeno a lo que en realidad fue para mí. Aún conserva cierta soltura en la forma de hablar, y sigue mirándome de aquella manera que tanto me gustaba.
Estuvimos hablando un buen rato; y entonces me di cuenta de que, de alguna manera, ella estaba desenterrando los sentimientos que creía ya desaparecidos a gran velocidad. Bebimos, y cuando estábamos bastante mellados por la bebida, se lo propuse.
"¿Qué tal si vamos a dar una vuelta?"
Ella parecía insegura, "¿Solos?"
"No, qué va. Dios estará con nosotros, ¿no ves que está en todas partes?". Y nada más decirlo, me arrepentí. Siempre he sido demasiado rápido de boquilla.
Ella se encogió como respuesta.
Cuando se puso en pie, volví a hablar "Vaya, veo que sigues siendo más alta que yo...".
"Nunca hicimos buena pareja en cuestión de estatura", suelta ella, "ahora me gustan más altos."
Me siento ridículo, y tengo ganas de irme a tomar por culo de allí. No obstante, continúo "¿Ya no te van bajitos?".
"¿Es una proposición?"
"No."
"¿Y si yo quisiese que fuese una proposición?"
Me da un vuelto el corazón, y lo único que consigo articular es "Bueno,... ¿tú quieres que sea una proposición?".
Y es extraño, dada la situación, me esperaba una afirmación intrínseca. Y casi me caigo al suelo cuando sus labios formaron un círculo perfecto y dejaron escapar un efímero "No". Tan seco, tan natural, tan instintivo, ¡tan sincero!
"¿Por qué no?", me oigo decir a mí mismo. Había sonado en un tomo lastimero muy ridículo. Me siento como una mierda y quiero irme lejos de ella, lejos de aquí.
No obstante, la oigo hablar en ese tono de odio que finge sinceridad "Porque aún sigues siendo ese tipo tozudo del que me desenamoré. Eres como el borracho de El Principito; aquel que bebía para olvidar que se avergonzaba de beber."
Sentí un pinchazo en el pecho, de una mezcla entre angustia y rabia. Quería gritar y llorar. Pero no, no podía darle algún motivo para creer que me había afectado. No podía dejar entrever ningún vestigio sentimental. Debía salvar el orgullo, porque ahora lo veía todo con brutal claridad.
Eran sus gestos, y los comentarios que había hecho lo que me había hecho darme cuenta, ahora que el amor no me cegaba, de que me había enamorado de alguien que probablemente sólo tendría ganas de escupirme. Y ella no me mintió, yo me engañé. En estos momentos ya puedo decir que he de renunciar definitivamente a una de las únicas personas que me han hecho tener ilusiones y deseos en mucho tiempo; que no esperanzas, esa triste abulia de los débiles confiando en el futuro.
Extraño pudonor. Ahora la veo exactamente como es: una arpía con ganas de devorar sentimientos de felicidad ajenos para que florezca su astillada autoestima.
Me despido de ella y me voy a casa.

Repaso el último mensaje de perdón que le mandé, y no queda tras de este gesto más que vacío y ridículo y una larga derrota que se venía gestando desde la primera vez que la vi y estuvimos juntos. Borré el mensaje, al igual que todas sus fotos y recuerdos. Y no lo hago por dignidad, puesto que no tengo dignidad alguna, más que nada por respeto a mí mismo. Necesito recobrar la dignidad.
No soporté que todo mi esfuerzo por ella significase nada para ella, y me convertí en una asquerosa pesadilla y una caricatura de mí mismo que se arrastraba pidiendo perdón por algo que no había hecho, pero fingiendo entereza.
Sólo alimenté más su ego, a costa del mío.
¿Que por qué había venido hoy a mí? Quizá por esa absurda estilización que hacemos de la memora: esa sensación de nostalgia. Quizá para volver a hundirme.
La cuestión es que hoy mismo intentaré empezar mi vida desde cero; ya es hora de cogerla por las pelotas y decirle quién manda aquí. Llamo a mi hermano, y le digo que vaya recogiendo la casa, que buscaré un piso y cuando lo encuentre, nos mudaremos rápidamente.

1 comentario:

  1. Nah, si te digo cómo haría yo que se comportasen tus personajes pierde la gracia porque no puedo meterme con ellos. Además sabes que en el fondo nos llevamos bien (ellos y yo digo xD)

    Vale, en esta cuarta parte, Pablo tiene pelotas. Lo admito.

    ResponderEliminar